jueves, 16 de julio de 2020

Romanos 4 - el ejemplo de Abraham

Texto: Romanos 4

Hola a todos. En las publicaciones pasadas estuve analizando los primeros capítulos del libro de Romanos, y quiero hacer un breve repaso de los puntos más importantes porque toda la reflexión del apóstol Pablo está encadenada de manera brillante, por lo que conviene seguir el hilo tan bien como se pueda para comprender bien el mensaje.

Al principio, Pablo explica el motivo de su carta: presentar el evangelio de manera ordenada a los creyentes de la ciudad de Roma. La iglesia romana había ido surgiendo espontáneamente, es decir, no había sido fundada por los apóstoles, por lo que no habían recibido todavía sus enseñanzas de manera sistemática. Al sintetizar el objetivo del evangelio, Pablo dice que había sido anunciado por los profetas y que su principal tema era Jesucristo, Dios encarnado, muerto en la cruz para pagar el precio de la desobediencia de los seres humanos hacia Dios, y resucitado para abrir las puertas de la salvación a todos los que creen en su nombre. Digamos que, para el apóstol, hay una mala y una buena noticia: la mala, todos estamos condenados a una eternidad fuera de la presencia de Dios (y, por lo tanto, fuera del amor, el disfrute, la paz y todas las cosas buenas que desearíamos tener para siempre); la buena, Cristo murió en nuestro lugar y después resucitó y, si creemos en su obra y decidimos seguir el camino que dejó abierto delante nuestro, tendremos paz con Dios, y él comenzará en nosotros una obra de purificación.

A esto, Pablo también le agrega que esa salvación y purificación están abiertas para cualquier creyente, independientemente de su trasfondo y origen. En aquel momento, ser o no parte de la tradición judía era todo un tema entre los creyentes, y el apóstol intenta atacar ese problema. Hoy en día, eso a veces sucede entre cristianos viejos (que nacieron y crecieron en el ámbito de la iglesia) y cristianos nuevos (que tuvieron contacto con la "cultura de iglesia" mucho más tarde en sus vidas). El evangelio es el mismo para todos, porque no hay más que un solo Dios. Y además, porque todos, viejos y nuevos creyentes, necesitamos recibirlo y creerlo para ser justificados por Dios. No somos justificados por cumplir con ciertas tradiciones o por obedecer lo que dice la Biblia, sino por creer en la obra y el mensaje de Jesucristo.

En este capítulo, Pablo ahonda más en la cuestión, y pone un para demostrar que la justificación tiene que ver con la fe, y no con la ley. El ejemplo es el de Abraham, figura muy importante para los judíos porque era (y es) considerado nada menos que el padre del pueblo de Israel. Yo había explicado en la publicación anterior que, si prestamos atención a la historia, Dios no eligió en realidad a un pueblo, sino a una familia, mucho antes de que fueran pueblo. De hecho, su transformación en pueblo puede llegar a leerse como parte del cumplimiento de las promesas que Dios hizo a Abraham. La historia entera se puede leer desde Génesis 11:27, pero voy a tratar de resumirla acá. Dios le prometió a Abraham, cuando aún era joven (su nombre originalmente era Abram) que le daría una tierra muy fértil si confiaba en él y seguía el camino que iba a indicarle, y que haría de él una gran nación. Abraham partió sin saber ni siquiera a dónde se dirigía, y Dios le mostró la tierra que le iba a dar, la cual pertenecía en ese entonces a los canaanitas. Durante toda su vida, Abraham confió en la promesa que Dios le había hecho.

Más adelante, Dios le prometió que él mismo sería el padre de la gran nación prometida, a pesar de que su esposa era estéril y el era ya muy anciano. También confió Abraham en esta promesa, aun cuando Dios no le había dado todavía la tierra de los canaanitas, ni se la daría sino a sus descendientes, cuatro generaciones después. Por supuesto, Abraham necesitaba saber que Dios cumpliría su promesa a sus descendientes, y entonces Dios hizo con él un pacto: le daría esa tierra a sus descendientes y a cambio ellos lo amarían y lo reconocerían como su Señor. Como señal de ese pacto, estableció la circuncisión.

Entonces, Pablo elige el ejemplo de Abraham para demostrar que la justificación siempre fue por fe, desde el principio. Los judíos se jactaban de ser los que habían recibido la ley de Dios, las Escrituras, la circuncisión y las promesas de Dios. Muchos creían que gracias a la obediencia a la ley y, sobre todo, por estar circuncidados, eran justificados delante de Dios. Pero el apóstol empieza por decir que Dios no justificó a Abraham por obedecer la ley, sino por confiar en él. Es decir, no fue por aceptar la circuncisión que Abraham fue tomado como justo (a pesar de ser humano y, por lo tanto, tan desobediente a Dios como cualquiera). Fue por confiar en las promesas de Dios, por creerle a Dios, que Dios lo considero justo. La circuncisión llegó después, y fue tan sólo la señal del pacto, la firma, por así decirlo. La circuncisión, para los judíos, era una obligación, y por lo tanto parte de la Ley. Sin embargo, para Dios no era lo principal: lo principal era la fe de Abraham.

Me parece muy interesante la comparación con el trabajador: cuando una persona trabaja, su salario no es un favor, sino una deuda. El empleador le debe ese dinero al trabajador, porque él hizo el trabajo por el cual acordó determinada paga. En cambio, Dios no le pagó a Abraham con la tierra prometida o con su hijo, sino que se los obsequió por haber confiado en Él en un principio. Lo mismo sucede con la salvación: no es un pago por nuestro trabajo, sino un obsequio disponible para todos aquellos que creen en la obra y el mensaje de Jesucristo. En definitiva, la salvación y la justificación no son más que otra serie de promesas que Dios nos hizo, esta vez por medio de Jesús. Al creer en esas promesas, estamos siguiendo el ejemplo de Abraham. Al igual que "le creyó Abraham a Dios, y esto se le tomó en cuenta como justicia", a nosotros se nos cuenta como justicia el creele a Dios.

Es interesante, porque Pablo dice incluso que Abraham es el padre no solamente del pueblo judío, sino de todos los que le creen a Dios. Por eso es que los que no eran judíos ahora también son parte del pueblo por medio de Jesucristo: porque pasan a ser parte de la misma fe al creer en el mensaje del perdón de pecados, la redención, la justificación y la vida eterna. El pueblo de Dios no es el pueblo de los que obedecen la ley, sino el pueblo de los que le creen a Dios.

La diferencia es muy sutil, por supuesto. Considerar la ley y las Escrituras como válidas forma parte del "creerle a Dios". Pero lo que nos hace formar parte de su pueblo no es la ley, sino la fe. Y lo que hace que Dios nos considere justos a pesar de que no lo somos no es la ley, sino la fe en Jesucristo. De hecho, la Biblia nos dice que, por medio de Cristo, Dios hizo un nuevo pacto con su pueblo, además de extenderlo a todos los que no eran judíos. Un pacto donde cada uno de nosotros tiene el Espíritu de Dios en su interior, y por lo tanto ya no necesitamos del templo para adorar: somos el templo. Un pacto donde no necesitamos presentar sacrificios para purgar nuestra maldad, porque el último sacrificio, el definitivo, ya fue presentado por nosotros: Jesucristo. La señal de este nuevo pacto no es la circuncisión, sino el bautismo.

Más adelante, Pablo se explaya sobre el tema del bautismo. Pero por el momento basta con decir que lo mismo que sucedía con la señal del antiguo pacto, antes de Cristo, sucede con la señal del nuevo pacto, después de Cristo. El bautismo no es más que la señal de que nosotros confiamos en Dios, y de que el nos justifica por medio de nuestra fe en Jesús como Señor y salvador. Esto significa que no es el bautismo en sí el que nos salva, sino la fe que está de antemano. Igual que un israelita podía estar circuncidado meramente por una cuestión de ley, pero no por fe, nosotros podemos bautizarnos por motivos que nada tienen que ver con nuestra fe. Eso sucede, por ejemplo, con el bautismo familiar (o "bautismo de niños". Somos bautizados como señal de que nuestra familia nos deja como legado las promesas y la ley de Dios (igual que antes cuando los niños eran circuncidados), pero de ninguna manera eso nos salva, en tanto no desarrollemos una fe propia y le demos un lugar central a esa fe en nuestra manera de vivir.

Incluso puede que nos bauticemos siendo ya grandes sólo porque se espera de nosotros, o porque lo hacen todos nuestros amigos y no queremos quedarnos afuera, etc. Bautizarnos no garantiza nuestra salvación, sino que es una señal. Puedo ser salvo y no estar bautizado, por ejemplo. De la misma forma en que la circuncisión provino de la obediencia a la fe, el bautismo proviene de ahí. Al igual que Pablo les dice a los romanos que tanto los circuncidados como los incircuncisos tienen la misma fe, hoy en día pueden tener la misma fe los bautizados como los que no están bautizados. Una persona nueva que llega a la iglesia puede tener una fe igual o mayor a la de cualquier joven de la iglesia que forma parte desde siempre y que está bautizado.

Por supuesto, la fe tiene que venir antes de la obediencia, pero al mismo tiempo la prueba de la verdadera fe es la obediencia. Es decir, el que realmente cree en Jesucristo, en su muerte y resurrección, no puede más que creer en la centralidad de la ley y de la Escritura, porque Él mismo le dio ese lugar. Sin la ley, no sabríamos qué es lo que está mal, y por lo tanto no podríamos arrepentirnos de nuestra maldad. En español, esto es lo que significa acatar la ley: reconocer que la ley es buena y reconocer de qué manera yo estoy en falta. Admitir que merecería ser condenado pero que es gracias a Cristo que recibo la justificación. Y asumir el compromiso de obedecer la ley tan bien como pueda, para lo cual, por supuesto, tengo que conocerla, y ponerla en práctica. Eso es la obediencia a la fe, y es nuestra más importante muestra de que le creemos a Dios. Es por medio de esa fe que Dios nos justifica y se reconcilia con nosotros, a pesar de que formamos parte de la misma humanidad que continúa dañando su preciada creación. Pablo desarrolla este tema en el siguiente capítulo, y sobre eso se tratará la próxima publicación.

No duden en dejarme sus preguntas, comentarios y reflexiones más abajo.

"Que Dios nuestro padre y el Señor Jesucristo les concedan gracia y paz" (Romanos 1:7).

Hasta que volvamos a encontrarnos.

1 comentario:

  1. Saludos Ignacio: este artículo no me abrió en la lista de los romanos sino en la portada.

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