jueves, 10 de diciembre de 2015

El pacto de adoración

Hola a todos. Hubo una época, hace dos años más o menos, en la que vivía con una sensación de seguridad y de fuerza personal, de estar parado sobre un pilar sólido, con la certeza de que en toda tormenta de la vida, en toda situación difícil, iba a salir, de alguna forma, bien parado, porque Dios está conmigo. A veces, la imagen de salir bien parado aparecía en mi cabeza como lograr lo que me proponía, o solucionar el problema. Otras veces se me aparecía como permanecer firme a pesar de que las cosas salieran mal. Una especie de certeza de que, incluso lo que hoy salió mal, puede ser un paso para un bien mucho mayor que ni siquiera imagino ni puedo llegar a visualizar hoy.

Pero cuando me quise acordar, esa seguridad se había ido diluyendo casi hasta desaparecer, y yo ni siquiera me había dado cuenta del cambio. Me fui acostumbrando a vivir de otra manera, sin certeza, sin confianza, sin seguridad, sin ánimo. Como si de repente, mi vitalidad se hubiera apagado. Hace unas reflexiones hablaba de los "ríos de agua viva" que habían dejado de fluir. Durante varios meses me pregunté por qué, es decir, de qué manera, por qué causa. Cómo llegué a ese punto.
Hace poco, me crucé con un pasaje que me hizo empezar a entender algunas cosas:

"«El Señor su Dios expulsará a esas naciones de estas tierras, y ustedes tomarán posesión de ellas, tal como él lo ha prometido. Por lo tanto, esfuércense por cumplir todo lo que está escrito en el libro de la ley de Moisés. No se aparten de esa ley para nada. No se mezclen con las naciones que aún quedan entre ustedes. No rindan culto a sus dioses ni juren por ellos. Permanezcan fieles a Dios, como lo han hecho hasta ahora. El Señor ha expulsado a esas grandes naciones que se han enfrentado con ustedes, y hasta ahora ninguna de ellas ha podido resistirlos. Uno solo de ustedes hace huir a mil enemigos, porque el Señor pelea por ustedes, tal como lo ha prometido. Hagan, pues, todo lo que está de su parte para amar al Señor su Dios. Porque si ustedes le dan la espalda a Dios y se unen a las naciones que aún quedan entre ustedes, mezclándose y formando matrimonios con ellas, tengan por cierto que el Señor su Dios no expulsará de entre ustedes a esas naciones. Por el contrario, ellas serán como red y trampa contra ustedes, como látigos en sus espaldas y espinas en sus ojos, hasta que ustedes desaparezcan de esta buena tierra que el Señor su Dios les ha entregado.»" (Josué 23:5-13).

"El Señor su Dios expulsará a esas naciones de estas tierras, y ustedes tomarán posesión de ellas, tal como él lo ha prometido" (23:5). En esa época segura de mi vida, sentía que Dios había hecho esto en mi vida, expulsar a las naciones que me impedían disfrutar de la tierra abundante que tenía en mi persona y a mi alrededor. Esas "naciones" para mí representaban determinados hábitos o actitudes que me habían perjudicado bastante, como mi tendencia a estar siempre tratando de agradar o complacer a otros, algunas formas de tratar a otros, la dificultad para aceptar mis propios errores o para convivir con ellos, culpas y miedos basados en una lectura equivocada de las cosas, y alguna que otra cosa más. Sentía que había tomado posesión de mi propia persona, aunque todavía quedaban "naciones" dentro mío, que tenían que ver con la influencia de mi familia y de algunas personas particulares sobre mi manera de pensar y de vivir, además de algunas costumbres o puntos de vista que tenía todavía muy incorporados de mi época anterior a conocer al Señor.

Quiero detenerme un momento en este punto. Creo que nuestra vida está hecha de relaciones con otras personas, y lo que vivimos en esas relaciones nos deja marcas que van conformando nuestra persona, desde muy chicos. Supongo que traemos una predisposición determinada hacia determinados comportamientos, unas características innatas de nuestra personalidad, pero mucho de ella se va moldeando a medida que nos relacionamos con todas las personas que nos rodean desde chicos. Por decirlo de alguna manera, las personas que vamos conociendo desde que nacemos van construyendo "ciudades" dentro de nuestro territorio afectivo. Van poblando nuestra vida. Esas ciudades pueden crecer, reducirse, ser abandonadas, fortalecer nuestra vida o debilitarla. A veces esas ciudades nos esclavizan. Y no hablo de las personas que "las construyeron", porque esas personas pueden tener muy buenas intenciones hacia nosotros. Pero según cómo sea esa relación, la presencia de esa relación en nuestra vida nos va a fortalecer o debilitar.

Creo que es por eso que la biblia le da tanta importancia a las relaciones entre las personas. Es un tema para desarrollar extensamente en otro momento, pero basta con decir que las marcas que esas relaciones tienen sobre mí son justamente lo que en este caso entiendo como "naciones". En particular las marcas que me debilitan en mi autonomía como persona, que me ponen presiones o condenas sobre algunas de mis maneras de pensar y de vivir, en lugar de amor y aceptación. A lo largo de nuestra vida, necesitamos que Dios vaya expulsando esas "naciones" para que podamos movernos libremente en nuestro territorio personal, tomar libremente nuestras decisiones, disfrutar libremente de lo que nos gusta hacer, decidir libremente cómo queremos encarar nuestra vida. ¿Qué relaciones ejercen esa clase de influencia en nuestras vidas? ¿Tenemos relaciones que aporten libertad en lugar de presiones, que nos estimulen a vivir libremente, sin sentirnos culpables por lo que elegimos hacer, pensar, creer, y demás? Más allá de que las personas involucradas en esas relaciones se den cuenta o no de la presión que ejercen, o de la libertad que aportan.

Claro, mucho de esto no lo había pensado todavía en aquel momento que describí al principio. En esa época vivía tranquilo, y firme en esos principios que me daban fuerza como persona, pero todavía no conocía toda esta cuestión de las motivaciones más profundas e invisibles, o de las presiones sutiles, que me llevaban a vivir de la manera que vivía. Supongo que ahí está la importancia de las grandes crisis que a veces atravesamos como personas; nos llevan a descubrir cosas nuevas que pueden llevarnos a un mejor lugar como personas.

El texto sigue. "Por lo tanto, esfuércense por cumplir todo lo que está escrito en el libro de la ley de Moisés. No se aparten de esa ley para nada" (23:6). Está claro que nadie puede cumplir todo lo que dice la ley de Moisés. Por eso la clave acá es, para mí, "esfuércense". Más adelante lo pone en otras palabras: "hagan, pues, todo lo que está de su parte para amar al Señor su Dios" (23:11). Mantengan el rumbo, "no se aparten" del camino de la ley de Dios. Ahora, imagínense al pueblo de Israel conviviendo en el mismo territorio con otras naciones que seguían otras leyes. ¿No les pasa a ustedes que quieren vivir de la manera que Dios nos alienta a vivir (que es siempre la manera más sana), pero a nuestro alrededor hay personas que con mucho cariño, buen trato y buenos deseos para nosotros (y muchas veces sin darse cuenta) nos empuja a vivir de una manera distinta? ¿O no les pasa que algunas personas con las que tienen una relación de mucho afecto no valoran o no aprueban su manera de encarar la vida, basada en las enseñanzas del Señor?

En mi caso, esto tuvo un efecto bastante devastador: aislar esa característica de mi persona, empezar a esconder ese lado mío (que más que un lado, era el centro), por un miedo muy irracional de no seguir recibiendo el afecto de esas personas. Y ojo, no fue una decisión. Fue una reacción totalmente inconsciente, fui escondiendo mi fe para sobrevivir en mis relaciones. Me fui mezclando con las "naciones", tratando de pasar desapercibido en lo que me distinguía en cuanto a la manera de vivir. Esto tiene que ver con algo que decía en la publicación pasada: necesitamos saber que somos amados, saberlo en lo más profundo, en lo más afectivo de nuestra persona, y para eso necesitamos recibir amor real en todas las cosas que hacen a nuestra persona. Cuando recibimos condena en vez de amor, nuestra reacción es, lógicamente, escondernos.

Ahora, consideren las consecuencias de esto. No estaba dejando a un costado una actividad linda, una idea copada, un gusto superficial. Estaba dejando a un costado mi fuente de vida. Básicamente. No es sorprendente, a la luz de este hecho, que me haya apagado. ¿A alguno le pasó eso alguna vez? ¿A alguno le está pasando ahora? Creo que es una pregunta en la que vale la pena meditar, porque es difícil darse cuenta automáticamente de estas cosas, sin empezar a explorar más allá de la forma en la que inmediatamente creemos que vivimos.

Esconder mi fuente de vida me desconecta de ella. Dios nunca dejó de enviar los "ríos de agua viva" hacia mi vida, sólo que cuando estaba conectado, cuando las esclusas estaban abiertas, el río fluía. Fui yo mismo el que cerró las esclusas, sin darme cuenta. Hasta entonces, vivía confiado, y creo que vivía confiado porque tenía la sensación de que estaba haciendo bien las cosas. Creo que eso fue otro error en mi punto de vista. Si vivía con tanta seguridad y firmeza (en comparación con cómo vivo ahora) era porque estaba esforzándome en cumplir la ley de Dios.

Pero creo que este pasaje desmiente totalmente esa idea. "El Señor ha expulsado a esas grandes naciones que se han enfrentado con ustedes, y hasta ahora ninguna de ellas ha podido resistirlos. Uno solo de ustedes hace huir a mil enemigos, porque el Señor pelea por ustedes, tal como lo ha prometido. Hagan, pues, todo lo que está de su parte para amar al Señor su Dios" (23:9-11). Hacía huir a mis "enemigos", expulsaba de mí esas presiones que ejercía mi entorno, porque Dios peleaba por mí, no porque yo estuviera haciendo un esfuerzo grande para obedecer a Dios. Parecería que son dos caras de la misma moneda, pero no. Dios ya se lo había advertido  a Moisés: "«cuando el Señor tu Dios los haya arrojado lejos de ti, no vayas a pensar: "El Señor me ha traído hasta aquí, por mi propia justicia, para tomar posesión de esta tierra". ¡No! El Señor expulsará a esas naciones por la maldad que las caracteriza. De modo que no es por tu justicia ni por tu rectitud por lo que vas a tomar posesión de su tierra»" (Deuteronomio 9:4-5).

Y no es que, como castigo por pensar de esa manera, Dios dejó de expulsar a las naciones, o trajo otras. Es que perder de vista que es por Dios, y no por mi justicia, me lleva a darle menos importancia a estar conectado con mi fuente de vida, justamente. Es básicamente ignorar la fidelidad de Dios: si Dios pelea por mí es precisamente porque él es fiel al pacto que hizo con su pueblo. El texto lo dice claramente, "pelea por ustedes, tal como lo ha prometido". Y el pacto que hizo con su pueblo, en la época de Abraham, es éste: "«yo seré tu Dios, y el Dios de tus descendientes. A ti y a tu descendencia les daré, en posesión perpetua, toda la tierra de Canaán, donde ahora andan peregrinando. Y yo seré su Dios»" (Génesis 17:7-8). Él es fiel a lo que prometió desde el principio, y me trata como si fuera mi Dios. Me acompaña, pelea por mí, me entrega la tierra en la que andaba peregrinando (me gusta la imagen, porque andaba como errante en mi propia vida por causa de mi inseguridad como persona, hasta que llegué a sentirme confiado en el Señor).

Pero evidentemente, mi confianza se fue desplazando de la fidelidad de Dios a mi esfuerzo por ser un "buen cristiano". De nuevo, no hubo una decisión consciente. Pero la crisis de seguridad que viví después funcionó como un buen llamado de atención, para entender algo fundamental: yo no estaba cumpliendo con mi parte del pacto, que era tenerlo a él como mi Dios. El pasaje de Josué, otra vez, es claro: "No se mezclen con las naciones que aún quedan entre ustedes. No rindan culto a sus dioses ni juren por ellos. Permanezcan fieles a Dios, como lo han hecho hasta ahora" (23:7). Creo que lo que está en juego acá es fundirse con las costumbres y creencias del mundo que nos rodea: familia, amigos, medios sociales en los que nos movemos. Lo que Dios dice es, cuidado, porque cada uno elige la manera en la que quiere vivir, y a qué dioses quiere adorar, que reglas de vida quiere seguir. Cada uno elige si quiere guiarse por los códigos del Señor, "la ley de Moisés", o los códigos sociales. Cada uno elige si quiere encarar la espiritualidad de la forma que el Señor nos enseña, o de la forma que su medio le propone.

Cada uno elige dónde quiere poner su corazón, qué es lo que quiere perseguir con todas sus fuerzas: si el dinero, el poder, el prestigio, el sexo, la fama, y otros tesoros de este mundo, o en la relación con Dios y todo lo que la construye y le da forma. Jesús establece la diferencia entre acumular tesoros en la tierra y acumular tesoros en el cielo, y la conclusión que nos deja es poderosa: "donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón" (Mateo 6:19-21). Donde pongo la prioridad, pongo el corazón. Y donde pongo el corazón, como dije en la reflexión pasada, pongo mi adoración.

Y acá hay una trampa: con mi cabeza racional puedo tener determinadas prioridades, pero después en la vida real tener otras. Tal vez creía que mi prioridad era que el Señor fuera mi Dios, pero con mis actitudes y comportamientos reales le estaba dando ese lugar, en mi caso, a otras personas, para que decidieran cómo iba a vivir mi vida. ¿A qué le estamos dando prioridad? Necesitamos ir más allá de lo que pensamos que tiene prioridad en nuestra vida, y analizar, sin miedo, nuestro comportamiento real. ¿Es la forma de encarar la vida que Dios recomienda para mí? ¿Estoy viviendo con sus reglas de vida como guía en mi comportamiento real? Porque es como dice Pablo, "en lo íntimo de mi ser me deleito en la ley de Dios, pero me doy cuenta de que en los miembros de mi cuerpo hay otra ley" (Romanos 7:22-23). No es lo mismo la persona que querríamos ser que la persona que realmente somos.

No es necesario desesperarse por esto. Dios es amor. Y Dios sabe que vivimos divididos entre querer hacer las cosas bien, pero en la práctica hacerlas mal. Necesitamos entender de qué forma específica hacemos las cosas mal para poder empezar a desarmar esos comportamientos que no deberíamos tener, y saber que lleva tiempo, y que seguramente incluya dar tres pasos y retroceder uno o dos. Y lo necesitamos, porque necesitamos despejar nuestro corazón de costumbres y dioses de otros pueblos que no son el pueblo de Dios, para poder cumplir nuestra parte del pacto y de esa manera estar conectados con nuestra fuente de vida. Si nos desconectamos del pacto, nos desconectamos de la fuente.

¿De qué se trata el pacto? Alguien podría pensar que es esforzarse por cumplir la ley de Moisés. Pero el pacto es tan sencillo como "yo seré su Dios", o dicho de otra forma, ténganme como su Dios. Nuestra parte del pacto es darle a Dios el lugar de Dios. Dejar que sus reglas de vida nos marquen el territorio, nos corrijan, nos alienten, nos enseñen a vivir, y dedicarnos a conocer cómo es su punto de vista sobre las cosas, para ir moldeando nuestra manera de pensar de acuerdo a la suya. Digamos, que mi relación con él sea la que más me influya en mi manera de vivir, porque es la única manera de ser empujado hacia la libertad. Justamente porque él me recibe tal como soy y estoy, me brinda amor en cada parte de mi persona. Dios no es condena, Dios es amor. Cuando dejo que él sea mi Dios, estoy permitiendo que la fuente de amor inagotable sea el centro de mis decisiones, de mis ideas, de mis creencias. Y eso empieza a destrabar mi vida.

En mi caso, tuve que empezar a esforzarme por no esconderme. Y esto no tiene nada que ver con esforzarme por cumplir una ley, sino con entregarme de corazón al Dios que me puede dar vida otra vez. Todavía estoy en proceso, pero tengo más clara una cosa: "nadie puede servir a dos señores, pues menospreciará a uno y amará al otro, o querrá mucho a uno y despreciará al otro" (Mateo 6:24). No puedo buscar de todo corazón la aceptación de las personas que quiero y la libertad que Dios me ofrece, que es la que me da vitalidad y fuerza. La solución que Jesús nos da, en todo caso, es poner mi prioridad en ser libre con Dios, y confiar en que las demás cosas "serán añadidas" (Mateo 6:33). Necesito recibir el amor de los demás, sí. Pero necesito también confiar en que eso es algo que Dios va a proveerme, porque él sí es fiel a su parte del pacto, incluso cuando yo no lo fui.

De hecho, estoy empezando a encontrar nuevas relaciones de afecto donde mi forma de vivir basada en el Señor tiene valor. Soy consciente de que me va a llevar tiempo, pero sé que cumplir mi parte del pacto, tratar al Señor como mi Dios, es el camino para seguir ganando terreno en mi persona, porque "El Señor su Dios expulsará a esas naciones de estas tierras, y ustedes tomarán posesión de ellas, tal como él lo ha prometido" (23:5). Y no digo que "expulsar a las naciones" sea apartarme de las otras relaciones, sobre todo porque son relaciones muy cercanas, de muchos años y con personas con las que comparto otras cosas. Pero sí creo que necesito empezar a priorizar las relaciones que más me fortalecen por sobre las que más me debilitan, y decidir sabiamente hasta dónde voy a exponerme afectivamente en cada relación, y hasta dónde voy a dejar que los demás influyan en mi persona.

Que el Dios del pacto renueve en nosotros la fe, la confianza en la fidelidad de Dios, para que nos llenemos de amor al Señor y podamos ser fieles, dándole el lugar de Dios en nuestro corazón, y recibir de él la libertad que necesitamos para vivir seguros. ¡Amén!

viernes, 4 de diciembre de 2015

El desorden de adoración

Hola a todos. ¿Alguna vez sintieron que sus vidas están como "desordenadas"? Como que las cosas están fuera de lugar. Las prioridades que manejamos con nuestro comportamiento real no son las que querríamos tener, nuestra forma de comportarnos no es la que nos parece correcta, nuestra actitud frente a las cosas no es la que creemos que deberíamos tener, hay cosas de nuestra manera de pensar que no nos cierran, y lo más caótico de todo: no lo podemos evitar. ¿Alguna vez se sintieron así? De repente, todo de desajusta, por momentos un poco, por momentos mucho. Nuestra agenda se empieza a cargar de cosas, de pronto nos falta tiempo, o ganas, o estamos cansados la mayor parte del tiempo.

Creo que toda persona que viva una vida activa alguna vez pasó por esta experiencia del caos. Algunas personas tal vez viven en caos. Otras van y vienen. Otras supongo que sólo pasan cada tanto. Pero muchas veces la pregunta tal vez es, ¿por qué? ¿De dónde viene tanto caos en mi vida personal, en mi propio ser? Porque afuera hay caos. Eso es así. El mundo es así, por lo menos hoy. Pero, ¿de dónde viene el caos personal?

El caos de afuera impacta en nuestra persona. Eso me parece algo indiscutible. Las cosas que pasan alrededor nuestro nos afectan en lo personal, y a veces a niveles que ni siquiera sospechamos a primera vista. Pero hay más, parecería que de por sí estamos rotos como personas, desajustados, separados en partes que a veces son contradictorias. En su carta a los Romanos, Pablo lo pone en estos términos: "no entiendo lo que me pasa, pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco" (Romanos 7:15).

Pienso que entender el origen de esta contradicción es una de las claves para empezar a acercarnos a la paz. Porque creo que en el fondo, eso es lo que todos buscamos, la paz. Si tan sólo pudiéramos tener paz interior, sería mucho más fácil tener paz con otros. Pero la gran pregunta es cómo. Y depende de la respuesta a la pregunta por qué.

Y acá hay una trampa que hay que sortear. Creo que la pregunta de "¿por qué me pasa esto?" no tiene respuesta desde el punto de vista de mi individualidad. Es decir, uno podría llegar a encontrar causas, sí, pero me refiero a la pregunta que presupone que es justo o injusto que nos pase una cosa o la otra. El mundo no es justo o injusto, es el mundo. La vida no es justa o injusta, es la vida. Pero sí hay una causa de que el mundo sea un lugar tan caótico, donde las cosas buenas están mezcladas con cosas malas, donde a veces tenemos deseos enormes de agradecer a la vida y otras veces sentimos que la vida nos traiciona, como si eso fuera posible.

En última instancia, tenemos que recordar que este no es nuestro mundo, es el mundo de Dios. Nosotros no lo hicimos, él lo hizo. Y cuando lo hizo, estableció un orden. Un orden extremadamente delicado, al parecer. Todo tenía equilibrio, todo tenía lugar, todo tenía su justa medida, sus límites. Pongamos un ejemplo: el mar. Cuando Dios hizo el mar, no parecía peligroso. Era una fuerza poderosa, con capacidad de cubrir todo, pero Dios dice, "«¿quién encerró el mar tras sus compuertas cuando éste brotó del vientre de la tierra? ¿O cuando lo arropé con las nubes y lo envolví en densas tinieblas? ¿O cuando establecí sus límites y en sus compuertas coloqué cerrojos? ¿O cuando le dije: "Sólo hasta aquí puedes llegar; de aquí no pasarán tus orgullosas olas"?»" (Job 38:8-11). Tenía un límite. El mar no podía hacer lo que se le antojaba.

El ser humano también estaba en un orden delicado. Su cuerpo, sus pensamientos, su experiencia del mundo, todo formaba parte de un conjunto en equilibrio, con sus propios límites. Dios mismo puso estos límites, al decirle al ser humano: "«puedes comer de todos los árboles del jardín, pero del árbol del conocimiento del bien y del mal no deberás comer»" (Génesis 2:17). El bien y el mal eran territorio de Dios, y no del ser humano. Sólo él tenía el derecho de decidir qué era bueno y qué era malo para el mundo, porque él mismo lo había creado. Nosotros, obviamente, no tenemos la más mínima idea de cómo funciona el mundo, en su mecánica más profunda, en su mecánica invisible, espiritual. Pero si Dios lo creó, está claro que él sabe cómo funciona, y en qué condiciones funciona bien y mal. Al parecer, funcionaba bien si el conocimiento del bien y del mal quedaba en el territorio de Dios.

Seguramente ya sepan cómo sigue la historia: Adán y Eva traspasan los límites. Comen el fruto que Dios les prohibió comer. Ahora, Dios había dispuesto que la administración de toda la tierra quedara en manos de los seres humanos, "«llenen la tierra y sométanla»" (Génesis 1:28). Eso no era una opción para los humanos, esa era su función en la creación, ese era su papel, su propósito. Ellos podían elegir cómo, pero siempre iban a tener poder sobre el resto de la creación y sus decisiones iban a influir en el orden de todo el mundo. Por lo tanto, en el momento en el que traspasaron los límites, se desató la cadena de circunstancias más vertiginosa que se puede llegar a imaginar. Todos los límites de todo se empezaron a desajustar, lentamente. Siguiendo con el ejemplo de antes: hoy sabemos que el nivel del mar está creciendo desde ya hace varios años. Los límites del mar también se desencajaron.

¿Qué tiene que ver todo esto con nuestro caos personal? Bueno, Pablo es claro, en el contexto del pasaje que mencioné antes: "Ahora bien, si hago lo que no quiero, estoy de acuerdo en que la ley es buena; pero, en ese caso, ya no soy yo quien lo lleva a cabo sino el pecado que habita en mí" (Romanos 7:16-17). Acá, la idea clave es el pecado. "Pecado" es ni más ni menos que un traspaso de los límites que Dios estableció para las cosas. En particular para las personas. El pecado "habita en mí" porque una de las consecuencias de haber desobedecido a Dios en aquel momento es que después, la cadena de reacciones llevó a que se cometieran otras faltas, y otras faltas, y así sucesivamente hasta hoy. El ser humano se fue acostumbrando a actuar mal, fuera de los límites de Dios, y el caos exterior hizo el resto del trabajo. Al exponer al ser humano a situaciones de peligro, de desesperación, de escasez, y demás cosas, condicionó para mal las reacciones. Y el nuevo modelo de comportamiento, desordenado, desobediente a Dios, se transmitió de generación en generación.

Pero el punto de partida de todo esto es visible en la primera reacción de Adán y Eva frente a su error: "cuando el día comenzó a refrescar, oyeron el hombre y la mujer que Dios andaba recorriendo el jardín; entonces corrieron a esconderse, para que Dios no los viera" (Génesis 3:8). No adoptaron la actitud de hacerse cargo de su error, sino que eligieron negar su error. Esconderlo. Ahora, "Dios es amor" (1 Juan 4:16). Esconderse de Dios es esconderse de su amor. El hombre y la mujer se escondieron porque tenían miedo de que Dios los castigara, pero Dios es un Dios de amor; "el que teme espera el castigo, así que no ha sido perfeccionado en el amor" (1 Juan 4:18). El que se esconde, se esconde del amor de Dios, y entonces ya no puede saber si va a ser amado siempre, incluso al fallar, o si va a ser amado sólo cuando sea bueno. El ser humano pierde la certeza de ser amado, algo que antes ni siquiera se cuestionaba. Era obvio, era algo dado. Porque estaban en presencia de Dios siempre, y Dios es amor.

Ahora, es interesante: no es Dios el que rechaza al ser humano, es el ser humano el que se esconde de Dios. ¿Y no sigue siendo así? ¿No seguimos negando nuestros errores en lugar de sostenerlos y confesarlos? Nos escondemos del amor de los demás. ¿No seguimos temiendo el castigo, de los demás o de Dios? Claro, Dios es amor, nosotros, habiéndonos olvidado del amor, ya no somos siempre amor, a veces somos castigo. ¿No rechazamos a los demás por sus errores? ¿No los consideramos peores personas por causa de ellos? Tal vez por eso nos cuesta tanto sentir que Dios es realmente amor. Porque entre nosotros conocemos otra forma de relacionarnos.

Lo que pasa es que separados de Dios, nosotros no servimos para mucho, no funcionamos bien. Fuimos creados para funcionar en un equilibrio en el cual Dios es el centro, es el que articula todo, a través justamente de su amor. Sin el amor de Dios, no funcionamos. Y no recibimos el amor de Dios si nos escondemos de él, o si escondemos de él ciertas partes. Ahora, eso es condenarnos a nosotros mismos a tener desordenada la vida, porque "ésta es la causa de la condenación: que la luz vino al mundo, pero la humanidad prefirió las tinieblas a la luz, porque sus hechos eran perversos" (Juan 3:19). Pero Dios quiso mostrar que su amor está siempre disponible, por eso "se hizo hombre y habitó entre nosotros" (Juan 1:14). Lo dice claramente Juan 3:16, "tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que cree en él no se pierda".

La luz tiene que ver con la verdad. Después de milenios y milenios de vivir del otro lado de los límites de Dios, el pecado adentro de nosotros es una especie de red de cosas que están escondidas del alcance del amor de Dios. A veces porque otros nos dieron condena en lugar de amor, y a veces porque nosotros mismos las fuimos escondiendo. De hecho, el pasaje de Romanos nos daba la idea de algo que habita más allá de nuestro control y de nuestra vista, "el pecado que habita en mí", como si fuera una cosa que tiene un poder especial para llevarnos a actuar de una manera y no de otra, algo que nos esclaviza. ¡Y lo es! Pablo lo dice también, "estoy vendido como esclavo al pecado" (Romanos 7:14).

Pero entonces, ¿cuál es el problema central de todo esto, cuál es la clave explicativa de nuestro desorden vital? ¿Cómo podemos entender esta contradicción personal nuestra? ¿Porque vivimos de una manera que no queremos vivir? Creo que lo que aparece acá, es algo relacionado con la publicación anterior: el problema central, en el fondo, es un desorden de adoración. Había dicho que la adoración es, básicamente, deleitarme en Dios. Pero si siento, en el fondo, incluso en mis partes más invisibles, que Dios me espera para castigarme por todo lo que hice o hago mal, es difícil deleitarme en él. A mí no me da placer acercarme a Dios para que me destruya por mis errores. Yo soy Adán: prefiero esconderme y zafar de ese castigo. Pero es un error, y un terrible engaño, porque Dios me espera para sanarme, para limpiarme, y para hacerme madurar y crecer. Dios es amor. La biblia nunca dice "Dios es castigo".

De ahí viene, para mí, todo el problema. No ponemos a Dios en el centro de nuestra vida porque le tenemos miedo. O simplemente, escondemos nuestras partes vergonzosas de los demás, porque tenemos miedo del castigo de los demás. Eso me pasa a mí. La mayor parte de las veces, no tengo problema en ser yo mismo cuando estoy solo con Dios, y en muy pocas cosas me siento bajo su condena en lugar de bajo su amor. Pero con los demás, es tremendo. Hay cosas con las que siento que si salgo allá afuera me apedrean a muerte. O me rechazan rotundamente y me dejan totalmente solo. Ese creo que es mi miedo más profundo, y también viene de la misma raíz: no estoy seguro de estar acompañado en la vida, en la existencia, y eso es consecuencia de que nací fuera del amor de Dios, como todo ser humano.

Pero si queremos reordenar nuestra vida, necesitamos varias cosas. Por un lado, sanar las viejas heridas. Encontrar relaciones donde vivir libremente, ser aceptados y amados sin importar nuestros errores. Y por otro lado, envolvernos, llenarnos, de las verdades de Dios, conocer las condiciones en las que se supone que funcionemos. La vez pasada hablé de adorar en espíritu y en verdad. Adorar en verdad era ser sinceros, con nosotros mismos, con los demás, y con Dios, traer nuestra persona completa a la relación, a las tres relaciones. Y adorar en espíritu tiene que ver justamente con relacionarnos con lo invisible, con lo espiritual, con lo que pertenece exclusivamente a la esfera de Dios. Necesitamos reordenar nuestra adoración para reordenar nuestra vida.

Pero necesitamos poner manos a la obra, porque es un trabajo arduo y a veces asusta, y requiere todo de nosotros. Es el costo de alcanzar una plenitud que nos permita atravesar incluso las circunstancias más difíciles y salir bien parados. Es la conclusión de Pablo sobre su vida: "he aprendido a estar satisfecho en cualquier situación en que me encuentre. Sé lo que es vivir en la pobeza, y lo que es vivir en la abundancia. He aprendido a vivir en todas y cada una de las circunstancias, tanto a quedar saciado como a pasar hambre, a tener de sobra como a sufrir escasez. Todo lo puedo en Cristo que me fortalece" (Filipenses 4:11-13). Pablo no llegó a ese punto de la vida simplemente viviendo, sino trabajando en su confianza en Dios, en ordenar su adoración, en reconfigurar su corazón para deleitarse en Dios, y para que él sea su fuente de vida. Pablo no era un super-hombre, ni era un favorito de Dios en este sentido, un privilegiado, sino que todos podemos ser Pablo. Todos podemos llegar a este punto. Pero necesitamos poner manos a la obra. Necesitamos llenarnos de todo lo que nos conecta con las verdades invisibles de Dios, y también necesitamos relacionarnos con nuestras propias verdades invisibles, en un contexto de amor y no de castigo.

Termino con un pasaje de Romanos: "¿Acaso no saben ustedes que, cuando se entregan a alguien para obedecerlo, son esclavos de aquel a quien obedecen? Claro que lo son, ya sea del pecado que lleva a la muerte, o de la obediencia que lleva a la justicia. Pero gracias a Dios que, aunque antes eran esclavos del pecado, ya se han sometido de corazón a la enseñanza que les fue transmitida. En efecto, habiendo sido liberados del pecado, ahora son ustedes esclavos de la justicia. Hablo en términos humanos, por las limitaciones de su naturaleza humana. Antes ofrecían ustedes los miembros de su cuerpo para servir a la impureza, que lleva más y más a la maldad; ofrézcanlos ahora para servir a la justicia que lleva a la santidad" (Romanos 6:16-19).

Que el Dios que creó todo en equilibrio nos ayude a reordenar nuestra adoración, para que nuestra vida vuelva a su carril, a los rieles del orden que Dios dispuso para nosotros, y podamos crecer hacia nuestra madurez como humanos en paz. ¡Amén!

Hasta que volvamos a encontrarnos.