martes, 24 de diciembre de 2019

Job 4 — ¿Hay alguna respuesta?

A lo largo del libro de Job, el autor (o los autores) se identifican permanentemente con nuestra experiencia humana. El libro, como ya vimos, parece estar narrado desde la perspectiva de Job, pero a la vez desde una perspectiva trascendente. Combina, en cierta forma, la mirada del hombre con la mirada de Dios. En este hecho, el libro una vez más nos confronta con la pregunta de cómo es Dios, si es un Dios lejano que ve todo desde arriba o uno cercano que mira las cosas desde al lado nuestro. Y nos anticipa una primera respuesta: es ambos a la vez. Él es completamente Dios, pero a la vez es completamente humano. Tiene las dos facetas en sí mismo: el Padre y el Hijo, el Dios y el hombre. El Espíritu, en ese sentido, es un paso más: Dios dentro de nosotros, conociendo lo más profundo de nuestro interior y encontrándose con nosotros allí.

El libro de Job, entonces, se identifica con nuestras experiencias, especialmente nuestras experiencias con Dios y con el sufrimiento, y también se identifica con algunos de nuestros interrogantes más importantes en tiempos de dolor y angustia:

—¿Quién pecó para que me suceda esto?
—¿Quién tiene razón, cuando mis amigos me dicen que estoy siendo ingrato, exagerado o necio?
—¿Hay alguien que se ponga en mi lugar y me defienda en esos momentos de sufrimiento?

Y, afortunadamente, el libro también nos da algunas respuestas para atajarnos frente a esos interrogantes:

—No importa quién pecó, o si alguien pecó, para que me suceda todo esto. No hay una relación de pecado y castigo en los sufrimientos que vivimos. Puede haber una relación de causa y efecto entre el pecado y la situación que ahora nos toca vivir, pero el punto es que Dios no nos acusa ni nos culpa a nosotros por nuestro sufrimiento, ni nos desecha por estar sufriendo, ni nos reprende por quejarnos, por más que el sufrimiento pudiera ser “justo”.

—Aunque nuestra doctrina se vuelva un poco (o muy) incorrecta cuando atravesamos momentos de dolor y angustia, para Dios pesa más el hecho de que esos errores vienen de alguien que está desesperado. El corazón de la persona es más importante para Dios que la doctrina en esos momentos. Dios nos da la razón a nosotros frente a nuestros amigos cuando ellos tratan de “corregir” lo que sentimos.

—Frente a las situaciones desagradables que nos producen sufrimiento, Dios mismo baja del trono y se pone de nuestro lado, nos comprende, se duele junto a nosotros e interviene, muchas veces detrás del telón, para que esos tiempos de sufrimiento sean tan cortos como sea posible. El dolor es parte de la vida humana en este mundo, pero Dios no es indiferente. Él es testigo de lo mucho que sufrimos, es nuestro abogado defensor y es nuestro amigo, que se queda con nosotros hasta el final.

Sin embargo, hay algo llamativo en todo lo que analizamos hasta ahora del libro de Job. Dios no apareció por ningún lado. Es decir, hasta ahora, Él mismo no dijo ni una sola palabra. Todo lo que pudimos reflexionar se basó en las referencias a Dios que Job mismo hizo y, por supuesto, en el final. En ese sentido, a diferencia de Job, nosotros ya sabíamos de antemano que Dios iba a responder, y sabíamos cuál era esa respuesta. Pero desde el punto de vista de Job se presenta un nuevo y último interrogante, y el libro nos confronta, de hecho, a nosotros con él: frente a nuestro sufrimiento, frente al sufrimiento de Job, ¿hay una respuesta?

Pienso que el hecho mismo de que Dios espere hasta el final para hablar es una respuesta en sí misma. Sucedieron muchas cosas entre Job y Dios antes de que Él dijera algo. Por otro lado, cuando responde, no responde a las quejas de Job, es decir, no lo reprende por sus quejas, ni le da respuesta a las preguntas que él se hizo:

«¿Quién es éste, que oscurece mi consejo con palabras carentes de sentido? Prepárate a hacerme frente; yo te cuestionaré, y tú me responderás.»
(Job 38:2-3)

Así comienza la respuesta de Dios. Su propuesta hacia Job es: “ven, razonemos juntos”. Es una actitud que vemos a Dios teniendo también en otros momentos hacia su pueblo (por ejemplo, en Isaías 1:18, “Vengan, pongamos las cosas en claro —dice el Señor”). En otras palabras, Job clamó a Dios una y otra vez, especialmente a través de la queja, y la respuesta de Dios no es abandonar a Job por ingrato, como tal vez habríamos hecho muchos de nosotros, sino, por el contrario, hacerse presente y sentarse a hablar con Job, poniéndose de igual a igual (aunque sin dejar de ser Dios, por supuesto).

Se puede leer el discurso de Dios desde el capítulo 38 hasta el capítulo 41 de Job. Pero quiero enfocarme en un hecho en particular, que no lo encontramos en ese discurso, sino en el resultado que tiene dentro de Job:

Reconozco que he hablado cosas que no alcanzo a comprender, de cosas demasiado maravillosas que me son desconocidas. (…) De oídas había oído hablar de ti, pero ahora te veo con mis propios ojos.
(Job 42:3,5)

Job reconoce, por un lado, todas las cosas incorrectas que dijo, a pesar de que Dios no lo reprendió por ellas. Dios simplemente se dio a conocer, le explicó quién era, le dijo todo lo que Él había hecho, y por qué. En pocas palabras, Dios le respondió que Él es Dios, y no tiene por qué dar explicaciones de lo que hace. Le hizo ver que su grandeza es visible en cada una de las cosas que creó, y que este mundo es un mundo difícil para los humanos. Le aclaró que, por mucho que se esforzara, no iba a poder comprender el mundo y sus procesos. Job reconoce que se colocó a sí mismo en un lugar de arrogancia a causa de su sufrimiento.

Pero lo más interesante, y considero que este es el punto central de todo el libro de Job, es que la verdadera respuesta de Dios fue salir al encuentro de Job. No lo rechazó, no lo desechó, no lo abandonó, sino que escuchó sus quejas y salió al encuentro, para hablar. Dios, en algún punto, abrió su corazón con Job al explicarle sus motivos (a pesar de que le dice que no tendría por qué dar explicaciones). Este encuentro de Job con Dios, entonces, tiene tres importantes características. Por un lado, es sincero. Job ya había sido brutalmente honesto con Dios, le había dicho todo lo que sentía, sin filtros. Ahora, Él hace lo mismo con Job: le dice todo lo que pasa por su mente en ese momento, le habla sin rodeos. Por otro lado, ese encuentro es íntimo. Job ya había puesto sobre la mesa lo más profundo de sí mismo, sus angustias, sus anhelos, sus ilusiones rotas. Ahora, Dios pone sobre la mesa su propia identidad, sus motivos y sus actos. Por último, ese encuentro es personal. Dios pasa por alto completamente a los amigos de Job. Le responde directamente a él. Le habla cara a cara. En ese momento, Job tiene la chance también, por fin, de responderle cara a cara.

Esto es conocer a Dios. Job mismo lo dice, “ahora te veo con mis propios ojos” (Job 42:5). Eso es todo lo que Job necesitaba para darle sentido a todo el sufrimiento que había atravesado. Después vendrá la restitución de Job, y con creces. Pero el verdadero final del libro es este encuentro que le da trascendencia a todo el dolor y angustia que Job tuvo que atravesar a lo largo de sus tragedias y de sus discusiones con los amigos.

Ahora bien, lo que Dios hizo con Job prefigura de manera impecable lo que estaba por hacer con su pueblo. Podemos creer en la interpretación que dice que el libro fue escrito en la época de los patriarcas o en la que dice que fue escrito después del exilio. Yo me inclino por esta última, pero es indistinto: para Dios, todo “está por suceder”, porque él está fuera de la limitación temporal humana. Y lo que estaba por hacer Él por su pueblo era enviar a su propio Hijo, para nacer en cuerpo humano, de madre humana, llevar una vida de humano y morir como humano para rescatar a su pueblo. Dios estaba por salir al encuentro de su pueblo. Al igual que en el libro de Job, luego de mucho dolor y sufrimiento, luego de que el pueblo de Israel atravesara la experiencia de perderlo todo a causa del exilio y la posterior esclavización por parte del imperio romano, Dios “se hizo hombre y habitó entre nosotros” (Juan 1:14), vino a nuestro encuentro:

El que era la luz ya estaba en el mundo, y el mundo fue creado por medio de él, pero el mundo no lo reconoció. Vino a lo que era suyo, pero los suyos no lo recibieron. Mas a cuantos lo recibieron, a los que creen en su nombre, les dio el derecho de ser hijos de Dios. Éstos no nacen de la sangre, ni por deseos naturales, ni por voluntad humana, sino que nacen de Dios.
(Juan 1:10-13)

Dios se dio a conocer a nosotros en su propio Hijo. Como el propio Jesús dijo a lo largo de todo su ministerio, no era otro Dios el que había venido, sino el Padre mismo hecho hombre. Es decir, nuestro Padre celestial es igual, en su forma de ser, que Jesús. Como ya vimos, a veces creemos que el Padre es el duro y Jesús el comprensivo, pero la Biblia nos muestra que no es así: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre”, dice Jesús (Juan 14:9). Jesús vino para dar a conocer al Padre. Ahora bien, pasaron dos cosas importantes, según el pasaje de Juan que cité: algunos no lo reconocieron, y otros no lo recibieron. Solemos pensar solamente en los que rechazaron y mataron al Hijo de Dios, y a esto se refiere Juan principalmente. Pero ante esto, podemos hacernos dos preguntas. La primera, ¿en qué momentos o circunstancias me cuesta reconocer a Dios, a pesar de que Él siempre está conmigo? La segunda, ¿qué circunstancias personales o externas me limitan para percibir el amor de Dios?

Estas dos preguntas abren un nuevo capítulo en este libro, un capítulo que no está escrito, sino que el lector deberá escribirlo en su propio corazón. Lo que este libro intenta dejar, en estas últimas páginas, es una lección, que proviene en realidad del libro de Job. Dios tiene respuesta para todos nuestros interrogantes, pero no siempre esa respuesta vendrá en forma de palabras, tal vez ni siquiera provendrán de su Palabra escrita. Es muy probable que las respuestas más importantes y significativas de Dios hacia nosotros vengan en la forma del encuentro, el encuentro sincero, íntimo y personal con Dios, y de Dios con nosotros. Tal vez no escuchemos una voz audible, o no veamos una zarza ardiendo o lenguas de fuego. Pero este encuentro puede ser igual de real e intenso, aunque no tenga un despliegue visual y auditivo de efectos especiales.

En definitiva, la conclusión de Juan acerca de los hijos de Dios se parece a la conclusión de Job acerca de Dios mismo: “hemos contemplado su gloria, la gloria que corresponde al Hijo unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad” (Juan 1:14). Los hijos de Dios nacen del encuentro con él. Las respuestas de Dios nos llegan a través del encuentro con él. Es el encuentro sincero, íntimo y personal con Dios el que permanentemente renovará nuestras vidas, atravesemos lo que atravesemos, para que cada vez tengamos una relación más completa con él, y podamos ser llenos de gracia y de verdad.

sábado, 14 de diciembre de 2019

Job 3 — ¿Hay alguien que me defienda? (parte 2)

En la reflexión pasada vimos cómo el libro de Job se pregunta por quién nos defiende en esos momentos donde a nuestro sufrimiento se le suman las palabras insensibles y acusadoras de quienes nos rodean. No siempre alcanza con saber que tenemos razón. Necesitamos que alguien nos ampare y nos haga saber que nos entiende y nos defiende. El propio libro de Job anticipa una respuesta muy enigmática:

Ahora mismo tengo en los cielos un testigo; en lo alto se encuentra mi abogado. Mi intercesor es mi amigo, y ante él me deshago en lágrimas para que interceda ante Dios en favor mío, como quien apela por su amigo.

(Job 16:19-21)

Job dice que tiene en los cielos un testigo, un abogado y un amigo. Dice tener, en definitiva, un contacto en los cielos, que le ruega a Dios por él. Al finalizar la reflexión planteé la pregunta, ¿de quién está hablando Job?

Creo que es claro que está hablando de Jesús. El libro de Job, a pesar de haber sido escrito muchos siglos antes del nacimiento de Cristo, lo está mencionando. Job está viendo, en algún sentido, a Jesús, sentado en el cielo, dispuesto a interceder por él. Es cierto que, desde una perspectiva humana, Jesús “todavía” no había hecho el sacrificio que nos daba acceso al trono de Dios. Pero aquí, el libro de Job juega otra vez con la contraposición entre mirada humana y mirada divina. Desde esta última, el sacrificio de Jesús en la cruz ya había ocurrido, porque iba a ocurrir inevitablemente. No es extraño, por lo tanto, que a los autores del libro de Job se les haya revelado que había en el cielo un intercesor, un testigo, un amigo para todos aquellos que, en su sufrimiento, busquen a Dios, aunque más no sea a través de la queja y el lamento.

Esto no es mera especulación. El pasaje de Job coincide completamente con la visión que el Nuevo Testamento ofrece acerca del lugar de Jesús como intercesor:

No tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que ha sido tentado en todo de la misma manera que nosotros, aunque sin pecado. Así que acerquémonos confiadamente al trono de la gracia para recibir misericordia y hallar la gracia que nos ayude en el momento que más la necesitamos.
(Hebreos 4:15-16)

Este pasaje nos indica que Jesús, nuestro sumo sacerdote, estuvo ahí, sabe perfectamente lo que significa la experiencia de ser humano, sabe de la tentación, del dolor y del sufrimiento. Jesús, al igual que Job, es en cierta forma nosotros. Él también padeció, fue rechazado y se sintió abandonado. No sólo padeció en la cruz; pasó por toda clase de sufrimientos y privaciones físicas y emocionales durante su vida entera, no sólo durante el ministerio. También fue rechazado por mucha gente, la misma gente que él había venido a salvar y sanar. Incluso sus amigos terminaron por rechazarlo. Y no me refiero a Judas, sino a Pedro. Por otro lado, poco antes de morir, sintió el abandono del propio Padre, y lo expresó de manera muy transparente: “Eloi, Eloi, ¿lama sabactani? (que significa: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?»)” (Marcos 15:34).

Por lo tanto, Jesús entiende perfectamente nuestras luchas y sufrimientos. En general, es más fácil para nosotros asociar a Jesús con la compasión y con alguien que se pone en nuestro lugar que a Dios Padre. Eso mismo pareciera experimentar Job: Dios no me está escuchando, no le interesa lo que me pasa, pero afortunadamente tengo a Jesús a su lado que le suplica por mí. Por supuesto que, en parte, la misión de Jesús era mostrarnos un costado más humano de Dios. Pero no nos olvidemos que Jesús y el Padre no son dos Dioses diferentes, sino un mismo Dios. Jesús no es otro, diferente del Padre. Él mismo lo dijo: “El Padre y yo somos uno” (Juan 10:30). Por supuesto, y más importante aún, Dios no es otro que Jesús mismo. No tenemos un Dios indiferente (el Padre) y uno comprensivo y compasivo (el Hijo), sino un solo Dios, que es comprensivo y compasivo: “no digo que voy a rogar por ustedes al Padre, ya que el Padre mismo los ama porque me han amado y han creído” (Juan 16:26-27).

Job nos confronta entonces con una cuestión importante. Hay, efectivamente, alguien que nos defiende en el cielo. Desde la perspectiva humana, sabemos que es Jesús. Pero si escuchamos lo que Jesús tiene para decirnos, él mismo nos aclara que es el propio Padre el que está abierto a recibirnos en su trono de gracia con compasión y comprensión. No nos va a dar una piedra cuando nos acerquemos para pedirle pan. No nos va a dar palabras duras y reprensión cuando nos acerquemos a pedirle que nos entienda y nos defienda. Él mismo, el Padre, que es uno con Cristo, nos recibe con compasión y se pone en nuestro lugar.

¿Qué pasaría entonces si tratáramos de imaginar, aunque sea por un momento, que la actitud que sentimos que tiene Jesús hacia nosotros es la misma que tiene el Padre; si tratáramos de meditar en que Jesús está también en el Padre? No tenemos dos dioses, uno con el corazón y el otro con el rayo. Dios es uno solo, y es compasivo, “lento para la ira y grande en amor” (Salmo 103:8).

La respuesta que encuentra Job, entonces, ante la pregunta de si hay alguien que lo defienda, es que sí. Y el desafío que Job se pone a sí mismo, y lleva a cabo, es el de acercarse a Dios con el corazón abierto. Cuando oramos desde lo más íntimo de nosotros, con apertura, con la frescura del niño que llora porque tiene sueño, hambre, sed, o cualquier otra necesidad básica inmediata, estamos en definitiva acercándonos al “trono de la gracia”. Estamos pidiéndole a Dios gracia, es decir, ese favor suyo que no lo pedimos porque lo merecemos sino porque lo necesitamos. Y Dios, que es compasivo y grande en amor, no nos responde “algo habrás hecho para que te pase esto”, sino que nos da lo que le pedimos: la misericordia y la atención que necesitamos. Dios se pone de nuestro lado, en nuestro lugar, y nos defiende.

Jesús intercede por nosotros, eso es cierto. Pero es cierto desde el punto de vista de la necesidad humana. La realidad espiritual es que el Padre mismo nos ama, sin que nadie interceda. No necesitamos en realidad un abogado. Si creemos que Jesús es Dios, podemos ser totalmente sinceros con él, y buscarlo en nuestro momento de sufrimiento. Él mismo nos quiere defender de las injusticias que nos toca vivir. Quiere estar con nosotros en esos momentos de angustia y de soledad. Quiere conocer los pensamientos nuestros, incluso los más negativos, para estar muy cerca de nuestro corazón. Porque él es testigo de lo que vivimos, abogado frente a los que nos juzgan y nos condenan por sufrir y amigo en esos tiempos difíciles de dolor y angustia.