lunes, 24 de diciembre de 2012

Interludio - El mensaje del nacimiento

Texto: Isaías 9:2-7

Hola a todos. Después de una larga interrupción, por falta de tiempo mayormente, no quería dejar pasar esta ocasión especial para hacer una pequeña pausa en la relfexión sobre la lucha espiritual y compartir una reflexión sobre el nacimiento de Jesús. Dos cosas que, por otro lado, no están totalmente desconectadas.

Pensando en este pasaje, y en una canción que tuve oportunidad de escribir, me puse a pensar en el significado de la Navidad una vez más. La verdad, es un momento tan especial que tiene muchísimos mensajes para darnos, muchísimas enseñanzas para dejarnos. Pero quiero enfocarme solamente en algunas cosas.


El pasaje de Isaías, anunciando el nacimiento de Jesús que iba a ocurrir unos seis siglos después, dice que "nos ha nacido un niño, se nos ha concedido un hijo" (9:6). Un niño que no es cualquier niño. Un hijo que no es nuestro hijo, porque se nos ha concedido. Un niño en el que, y por el que, "la luz ha resplandecido" (9:2). Esto trae a mi mente un pasaje del Nuevo Testamento: "Esa luz verdadera, que alumbra a todo ser humano, venía a este mundo" (Juan 1:9). La luz de este mundo nació en ese chico, que había sido anunciado largamente.

El nacimiento de Jesús, por lo tanto, venía a alumbrar al mundo, a deshacer la oscuridad. Esta oscuridad nos es, pienso yo, bastante familiar. Convivimos diariamente con ella. La vemos en los noticieros, los diarios, la televisión, la radio, internet... la vemos alrededor nuestro al salir a la calle, manifestada de muchas maneras: hambre, indigencia, violencia, maldad, egoísmo, y la lista podría seguir. Uno podría preguntarse: ¿y dónde está esa luz que resplandecía por sobre las tinieblas, que supuestamente ya nació y que alumbra a todo ser humano?

Bueno, precisamente la respuesta está contenida en esa última pregunta. La luz alumbra al mundo en su dimensión más profunda: el interior de todo ser humano. La luz del nacimiento es como una gran vela encendida en el medio del mundo. Nosotros, en nuestro interior, tenemos pequeñas velitas que podemos encender con esa luz.

Ahora bien, ¿cómo es esa luz? ¿En qué se ve, cómo se manifiesta? Pienso que de cinco maneras diferentes, en cinco aspectos distintos.

En primer lugar, es la luz del amor. El nacimiento me recuerda a esa ternura que nos despiertan los niños. Dios se hace niño, para que comprendamos que él es ternura, es amor. Por otra parte, se hace niño por amor, para mostrarnos ese amor. Juan 3:16 dice: "Porque tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna". Dios envió a su Hijo, nos concedió a su Hijo, o dicho de otra manera, a él mismo en forma de Hijo, por amor, para demostrar hasta donde está dispuesto a llegar por amor.

En segundo lugar, es la luz de la paz. El pasaje de Isaías dice que "todas las botas guerreras que resonaron en la batalla, y toda la ropa teñida en sangre serán arrojadas al fuego" (9:5). El nacimiento de este chico venía a anunciar el fin de la enemistad, el fin del conflicto. Por un lado, del conflicto entre los hombres y Dios: el Señor daba un paso hacia el hombre para que volviéramos a ser amigos de él. Colosenses 1:21 dice que "en otro tiempo ustedes, por su actitud y sus malas acciones, estaban alejados de Dios y eran sus enemigos". Pero Dios nos concedió a su Hijo para cambiar esa situación. Y esto tiene efectos encadenados en nuestros conflictos con otros, y dentro de nosotros. Juan 14:27 dice: "la paz les dejo; mi paz les doy. Yo no se la doy a ustedes como la da el mundo. No se angustien ni se acobarden". Y Romanos 12:18, "si es posible, y en cuanto dependa de ustedes, vivan en paz con todos". Si encendemos nuestra pequeña vela, empezamos a remover conflictos de nuestras vidas.

También es la luz de la felicidad, como dice el pasaje de Isaías. Esta nueva luz alumbra nuestro caminar y hace que las cosas brillen con mucha más intensidad, y que podamos tener alegría incluso en medio de las situaciones más oscuras o adversas. Esto solamente es posible si la luz de este niño está encendida en nuestro interior.

Es además la luz de la fe, la luz de la confianza. Dios, cumpliendo su promesa, demuestra que es fiel y se ocupa de nosotros, no nos deja abandonados cuando recurrimos a él. Había prometido este nacimiento desde muchísimo tiempo atrás, y finalmente lo estaba cumpliendo. Cuando parecía que ya se había olvidado, después de 400 años sin que hubiera profetas en Israel, nacía este niño, el que había sido anunciado. Dios estaba confirmándonos que podíamos creerle y confiar en él.

Finalmente, es la luz de la esperanza. Esta esperanza tiene un doble sentido: el primero es la esperanza en que podemos cambiar, podemos empezar de nuevo. "Si alguno está en Cristo, es una nueva creación. ¡Lo viejo ha pasado, ha llegado ya lo nuevo!" (2 Corintios 5:17). Pero por otro lado, es la esperanza de que todavía falta la mejor parte: ¡Dios está en camino! El nacimiento de Jesús abre un nuevo momento en la historia de la humanidad, el proceso en el que vamos a ser liberados de esta oscuridad para siempre. La luz del ñiño Jesús abre el camino, enciende la luz. Pero la noche ya está pasando, y está llegando el día. Y en ese día vamos a ser liberados de todo conflicto de manera definitiva: es el día en que Jesús vuelva a buscar a todos aquellos que encendieron la luz de este niño en su interior. Todos los que formen parte de esa luz, aunque tenues y debilitados por la oscuridad que nos rodea, van a ser parte del día, cuando la noche se vaya y se lleve todo lo que está oscuro.

Y por eso decía que este tema, el nacimiento, no está totalmente desconectado con el tema de la lucha espiritual. Más adelante voy a volver sobre esto, pero el final de la noche y el comienzo del nuevo día no es otra cosa que la victoria definitiva sobre los tres enemigos de los que veníamos hablando. Es el día del fin de esa lucha espiritual.

Por eso, el mensaje del nacimiento nos ofrece dos cosas: por un lado, que encendamos la luz de Jesús en nuestro interior, que le demos espacio a este niño en nuestra vida, con todo lo que eso significa. Todo. Lo que compartí en esta reflexión, pero también todo lo que quedó afuera. No es que tengamos que seguir un estricto código de normas y reglas, sino que le demos la bienvenida a Jesús y estemos dispuestos a dejar que él haga lo que crea conveniente en nuestro interior para que podamos brillar y ser parte de la luz.

Y por otro lado, nos invita a esperar. Todo lo que vivimos en esta vida es secundario. Por supuesto, tenemos que vivirlo, disfrutarlo al máximo, aprovechar cada momento, cada oportunidad, y esforzarnos para llevar a delante nuestros proyectos y deseos con la mejor predisposición, pero sin perder de vista que ese no es el objetivo de nuestra vida. El verdadero objetivo, el verdadero fin de vivir, es crecer integralmente, preparándonos para el día de nuestro encuentro definitivo con Jesús, el momento en el que seamos transformados en parte del día. Todo lo demás son pequeños momentos en ese proceso de prepararnos, pero no es más que eso, pequeños momentos. Nuestra vida es apenas un punto si lo comparamos con la gran línea que es la eternidad. Disfrutarla, aprovecharla, vivirla, sí. Pero esperar, confiar en el Señor y esperar con gran anhelo su regreso, sobre todas las demás cosas.

Que en esta Navidad puedan encender la luz del niño que se nos ha concedido, o que puedan renovarla si ya está encendida, para que puedan ser fuente de luz para otros, y así preparar a este mundo más y más para cuando llegue el final de la noche, y comience el tan esperado día. ¡AMÉN!

Hasta que volvamos a encontrarnos.