martes, 11 de mayo de 2010

Romanos 12 - el amor verdadero

Texto: Romanos 12

Hola a todos. No solamente tardé menos tiempo en publicar esta reflexión que en publicar la anterior, sino que la profundidad de ésta me dejó tan impactado que la tenía lista desde el principio de la semana. Es increíble lo revelador que es este capítulo, tanto que une los dos hilos argumentales anteriores en una exposición sublime, sobre uno de los temas más importantes de la carta, de toda la teología paulina y hasta diría que de todo el cristianismo. Hay muchos pasajes en la Biblia que hablan sobre el amor. El más conocido supongo que es 1 Corintios 13:4-7. Pero creo que aún más claro y completo es el desarrollo que hace Pablo en este capítulo.

Esta reflexión podría estar relacionada con docenas de pasajes más de los que voy a ir citando, tanto de las cartas como de los evangelios, pero por cuestiones de espacio prefiero limitarme a los verdaderamente relevantes. El texto empieza por hacer un repaso corto y disimulado de los dos arcos argumentales anteriores. Si leemos en profundidad los primeros dos versículos vamos a encontrarnos con cosas que ya vimos en las reflexiones pasadas.

En primer lugar, quiero resaltar que somos llamados a entregarnos a Dios como sacrificios vivos, santos y agradables a él. Efesios 5:1-6 nos orienta un poco sobre cómo es ser un sacrificio vivo y agradable a Dios, diciéndonos básicamente que para eso es necesario amar. Para amar, por supuesto, experimentamos primero el amor de Dios. Como dijimos en las reflexiones sobre los capítulos 6 al 8, nosotros fuimos comprados por precio, la muerte de Cristo, y por lo tanto nuestro cuerpo le pertenece a Dios. Vivimos bajo obediencia eterna para hacer su voluntad, y esto no solamente con el cuerpo sino también con la mente. Por eso Pablo dice "así podrán comprobar cuál es la voluntad de Dios" (12:2). Nuestra mente está en sintonía con la de Dios, y eso nos ayuda a identificar mejor sus caminos. Nos dice además algo que no nos resulta nuevo, que la voluntad de Dios es "buena, agradable y perfecta". Es lo que ya decía en 8:28, "Dios dispone todas las cosas para el bien de quienes lo aman".

En cuanto a ser santos, ya el capítulo 1 hablaba de eso, y habíamos dicho que ser santos quiere decir apartarnos para Dios. Como fuimos analizando en las reflexiones sobre los primeros 8 capítulos, Dios mismo nos aparta para sí, por medio de la muerte y resurrección de Jesús y por la obra de su Espíritu en nosotros. De esta manera, por su misericordia dice Pablo, aunque después de todo lo que fuimos reflexionando podríamos decir que por su gracia, nos apartó del mundo y nos convirtió en parte de su pueblo, como vimos en la reflexión anterior. Pablo va incluso más allá, e introduce una metáfora que resulta muy enriquecedora: más que un pueblo, somos un cuerpo. Cristo es la cabeza, como dice Efesios 4:15, y a él estamos todos unidos. Cada miembro de este cuerpo tiene una función, de la misma forma en que en el cuerpo humano, cada órgano tiene una función específica. Por eso Dios nos da a cada uno diferentes dones. Podríamos hablar muchísimo sobre los dones, pero basta con descubrir qué dice este capítulo acerca de ellos.

Me resultó interesante cómo, a diferencia de otras cartas en las que Pablo habla de los dones, en este pasaje hace referencia a dones que parecerían ser cotidianos, poco espectaculares. No habla de sanar enfermos, no habla de resucitar a los muertos, no habla del don de leguas. Habla de cosas mucho más sutiles: prestar un servicio, enseñar, animar a otros, socorrer a los necesitados, dirigir y mostrar compasión. Solamente un don sobresale de entre esos, y es el de profecía. Y esto no es algo menor, porque de algún modo Pablo está poniendo a todos esos dones que parecieran ser menores al mismo nivel que el de profecía, que es claramente un don de Dios. Entonces, ¿qué es un don? Según este pasaje podríamos pensar que un don no es otra cosa que una capacidad espiritual. Y es por eso que dice Pablo que tenemos que usarlos en proporción con nuestra fe, porque son espirituales. Son capacidades que Dios nos da para edificar a otros espiritualmente. Todo aquello que nos sirve para este propósito, por pequeño e insignificante que pudiera parecer, es un don. Y el texto aclara que tenemos que usarlos al máximo de nuestro potencial.

Ahora bien, ¿cómo es que está unido este cuerpo? ¿Cuáles son los ligamentos? La respuesta es evidente. Como ya vimos, Dios nos unió a sí mismo de manera inseparable por medio del amor que manifestó en Cristo Jesús. Del mismo modo, el cuerpo permanece unido internamente por medio del amor. Colosenses 3:14 dice que "el amor es el vínculo perfecto". Otras versiones dicen "el vínculo de la perfección". Proverbios 10:12 dice que "el amor cubre todas las faltas". Podemos pensar que cuando amamos reflejamos, como nunca, la perfección de Dios. Y si es perfecto, no se rompe. Por lo tanto, y por provenir de Dios, el amor es eterno.

Y si el amor es lo que mantiene unido al cuerpo, es fundamental, como dice el texto, que el amor sea sincero. No alcanza con que simpaticemos con nuestros hermanos. Es necesario que verdaderamente los amemos. Se necesita amor verdadero. Como el amor con el que Cristo nos ama a nosotros. De hecho, nuestro modelo de amor no es otro que el de Cristo, que hasta entregó su vida por nosotros. Pablo pasa entonces a describir el amor verdadero, y lo hace de una manera impecable.

En primer lugar, el amor no es solamente espiritual. El amor verdadero se refleja en nuestras actitudes. Pablo usa la palabra "diligente", es decir que el que ama se mueve por aquél a quien ama. El amor es activo. Por eso el texto nos habla de ayudar a nuestros hermanos. Nos habla de practicar la hospitalidad. Podríamos pensar incluso no solamente en la hospitalidad física, sino también en una hospitalidad espiritual. Amar es dejar que las demás personas entren en nuestro corazón, que vengan a vivir en nuestras vidas. Implica comprometerse con esa persona al punto de que pasa a ser importante para nosotros.

En segundo lugar, el amor verdadero implica desear el bien de los demás, y como es diligente, el que ama busca activamente el bien de los demás. Y esto es así no sólo para las personas que también nos aman a nosotros. Aún a nuestros enemigos, a los que nos odian o nos desean el mal, tenemos que desearles el bien. "Bendigan a quienes los persigan; bendigan y no maldigan" (12:14). Y aún más, tenemos que ser también diligentes con ellos. Procurarles el bien, ayudarlos, porque el amor verdadero persigue el bien, va tras él, actúa.

En tercer lugar, el amor verdadero nos lleva a ser humildes, reconociendo nuestros propios errores antes de cuestionar los errores de otros. Por eso, Pablo dice "vivan en paz con todos" (12:18). Porque el que se examina a sí mismo ignora los errores de los demás y los ama sin importar esos errores. Por eso, pagar con la misma moneda es señal de no habernos examinado a nosotros mismos. ¿Quiénes somos nosotros, seres falibles, para vengarnos de otros? ¡Como si fueramos perfectos! Sólo nos aproximamos a la perfección cuando amamos de verdad, y el amor verdadero excluye la venganza porque favorece la paz.

Y por último, el amor verdadero es empático. Pablo nos alienta a alegrarnos con los que están alegres y a llorar con los que lloran. Esto implica poder ponernos en el lugar de los demás, pero no solamente entendiendo con nuestra mente la situación que atraviesa cada uno, sino aún más, comprometiéndonos de corazón con su vivencia. Ser capaces de experimentar lo que la otra persona siente, hacer propio ese sentimiento para poder comprender verdaderamente en profundidad qué es lo que le pasa. Eso es parte del amor verdadero.

Me sacude verdaderamente el último versículo del capítulo: "no te dejes vencer por el mal; al contrario, vence al mal con el bien". Es muy interesante que Pablo deje ahí de hablar en plural y hable en singular. Y es que está dirigiéndose en particular a cada persona que recibe ese mensaje. Eso pone en evidencia la importancia de esa afirmación. Y es que si el amor es contrario al mal, amar es vencer. Y así como el amor de Dios venció al pecado y a la muerte, nuestro amor puede vencer al mal. Y quiero repetirlo: amar es vencer.

Me parecieron centrales los versículos del 9 al 12, que de algún modo resumen la esencia del amor verdadero. Espero que esta reflexión les haya significado tan reveladora como a mí, y que les haya sido de gran bendición. Nunca olviden que amar es vencer, y que por lo tanto el amor es lo único que puede cambiar el mundo.

Que el Dios de amor, que venció a la muerte y al pecado por medio de Cristo y de su Espíritu Santo, librándonos para siempre, los llene con su amor verdadero para que puedan vencer al mal con el bien. ¡AMÉN!

Hasta que volvamos a encontrarnos.

domingo, 9 de mayo de 2010

Romanos: el pueblo de Dios

Texto: Romanos 9:30-32, 10:13-17, 11:17-24, 33-36; 1 Pedro 2:9-10

Hola a todos. Como ya les había adelantado, esta reflexión va a ser una recapitulación del hilo argumental que Pablo mantiene a lo largo de los capítulos 9, 10 y 11 de su carta a los romanos. Los textos seleccionados para esta reflexión no son azarosos, sino que son los que consideré centrales de cada capítulo. La excepción es el pasaje de 1 Pedro, el cual está directamente relacionado con el tema de la reflexión. Voy a dejarles los vínculos de las reflexiones correspondientes a estos tres capítulos por si quieren refrescar la memoria

Romanos 9 - descendientes de Abraham 9:30-32
Romanos 10 - creer y confiar 10:13-17
Romanos 11 - el Israel espiritual 11:17-24

Me gustaría que nos detuviéramos un momento en la obra de Jesús, y miráramos de cerca a la luz de los textos. Jesús cambió la historia y la dividió en un antes y un después. Si bien esto es así para todo el mundo, especialmente lo es para el pueblo de Dios. Pero, ¿Quiénes son "el pueblo de Dios"?

Leyendo estos capítulos de Romanos podemos sacar varias conclusiones con respecto a esto. En primer lugar, sabemos que Dios eligió al pueblo hebreo a través del llamado de Abraham. Cuando vimos su caso, en el capítulo 4, Pablo decía que Abraham fue elegido por medio de su fe en las promesas de Dios. El pacto que Dios hizo con él fue el siguiente: "Te he confirmado como padre de una multitud de naciones. Te haré tan fecundo que de ti saldrán reyes y naciones. Estableceré mi pacto contigo y con tu descendencia, como pacto perpetuo, por todas las generaciones. Yo seré tu Dios, y el Dios de tus descendientes" (Génesis 17:5-7). Así, Dios ya dejaba entrever cuál era la parte que le tocaba a Israel, el pueblo elegido. Él sería Dios de Israel, es decir que ellos le rendirían adoración y obediencia. A cambio, Dios multiplicaría su descendencia y expandiría el pueblo por todo el mundo. Podríamos reformularlo, entonces, y decir que el pacto de Dios con Abraham fue "si ustedes me adoran, y me obedecen, yo los voy a multiplicar y expandir por todo el mundo".

Ahora bien, también sabemos que Dios llamó a los gentiles, es decir, a los que no eran hebreos y por lo tanto no habían oído hablar de él, ni lo adoraban, ni lo obedecían. Lo hizo por medio de Jesús, ya que él mismo predicaba no para los judíos, sino para todos los que vivían en la región. Además, uno de sus discípulos, Pablo, fue precisamente enviado a predicar el evangelio a los gentiles más allá de las fronteras de Judá. Así, Dios no solamente eligió al pueblo hebreo, sino también a los gentiles. Pero entonces, ¿el pueblo elegido por Dios no sería toda la humanidad? En cierta manera, sí. Cuando Dios llama a los gentiles, básicamente completa el plan de redención del que hablaban los capítulos del 1 al 8 para todo el resto de la humanidad. Lo curioso es que, al mismo tiempo que muchos gentiles se acercaban a Dios por medio de la fe en Jesús, el propio pueblo hebreo lo rechazó, ignorando totalmente las profecías que habían sido cumplidas desde el momento de su nacimiento. Israel, el pueblo que Dios había elegido, le dio la espalda. Pero, ¿es eso posible? ¿Dios no los había elegido acaso?

La respuesta es que Dios había elegido a su pueblo, les había dado la ley, los profetas, los ritos, la tradición, aún la propia fe. Pero todo eso, y esto se pone en evidencia a lo largo de todo el Antiguo Testamento, tenía por único objetivo que reconocieran a Jesús, a quién él enviaba para completar la obra. Ya les había sido anunciado desde tiempos de Moisés, y sin embargo, ellos no lo reconocieron. Se cerraron en sus propios razonamientos, en su propia doctrina, en sus propias tradiciones, y no identificaron el mensaje de Dios encarnado en Jesús. Por supuesto, algunos israelitas sí lo hicieron, pero los que no lo hicieron se perdieron. ¿Y acaso no forman parte del pueblo que Dios eligió? ¿Cómo pueden haberse perdido?

Pero Dios tenía un plan. Es acá donde entra en juego el texto del final del capítulo 11. El plan de Dios era claro, y es evidente que lo tenía pensado desde el principio. Dios conocía perfectamente a su pueblo, y sabían qué tanto se aferraban a sus tradiciones. Sabía perfectamente que si despertaba el celo de Israel con otras naciones, estos lo buscarían nuevamente. Entonces, decidió llamar a los gentiles. Así, los israelitas, por ver las bendiciones de los gentiles, volverían a Dios. Por eso Dios decidió llamarlos recién a partir de la venida de Jesús, para que al tratar de buscar los hebreos las causas de la adopción de los gentiles como hijos, la búsqueda los condujera a Jesús.

De esta manera, la elección no se hizo por medio de la descendencia natural. Dios le había dicho a Abraham que iba a multiplicar su descendencia y que la expandiría por el mundo. Es claro entonces que no se refería a su descendencia biológica, sino a los hijos de su fe. Aquellos que hicieran suyas las promesas en las que Abraham había creído y el compromiso que él había hecho con Dios. La señal de este compromiso fue la circuncisión, pero como Pablo dice en varias de sus cartas, lo importante no es la circuncisión física, del mismo modo que lo importante no era la descendencia física. La circuncisión es espiritual, porque solamente es válida si se hace por la fe. El capítulo 9 explicaba que el pueblo de Israel no encontró la justificación porque aunque cumplían la ley, no lo hacían con fe. Era una religiosidad vacía de contenido. Así, la descendencia de Abraham es también, como el compromiso, espiritual. Todos aquellos que compartieron la fe con Abraham, el primer patriarca, fueron herederos y descendientes de él.

De la misma manera, Jesús llamó a los de su tiempo y fundó su iglesia, a través de Pedro. Por supuesto que la historia del pueblo no terminó allí, sino que Pedro, al creer en Jesús, no hizo otra cosa que tomar como propia la fe de Abraham. Al fin y al cabo, Jesús es la Palabra de Dios, por lo tanto el és la ley, y es además Dios. Al recibirlo a él, estamos poniendo nuestra fe en Dios, y en la ley. De esta manera, al ser bautizados no hacemos otra cosa que circuncidar nuestro espíritu, sellar el pacto con Dios. Y Pedro dio continuidad a su iglesia, predicando el evangelio que Jesús lo había enviado a predicar. Y si Pedro había sido incluido por la fe entre los descendientes de Abraham, lo serían todos aquellos que compartieran la fe con Pedro, incluyendo los demás apóstoles, y todos los cristianos de todos los tiempos.

Ahora bien, entre la iglesia que fundó Pedro, descripta en el libro de los Hechos, y la iglesia de nuestros tiempos existen varias diferencias. Pero podríamos resumirlas todas en esta comparación: del mismo modo que el pueblo hebreo se alejó de Dios y se quedó con una religiosidad vacía de contenido, así lo hizo la iglesia. Se aplicaría entonces el texto de 9:31-32, "En cambio Israel, que iba en busca de una ley que le diera justicia, no ha alcanzado esa justicia. ¿Por qué no? Porque no la buscaron mediante la fe sino mediante las obras, como si fuera posible alcanzarla así".

Pero de la misma manera en que muchos israelitas si creyeron, y su fe se les contó por justicia, muchos miembros de la iglesia creyeron verdaderamente en Jesús, y por lo tanto fueron justificados. Y todos ellos son los que conforman la verdadera iglesia espiritual, la iglesia universal, que reúne a todos los cristianos de todas las épocas, desde el inicio. Y cuando hablo de cristianos me refiero a estos, que realmente creyeron.

Finalmente, queda por decir que el pueblo de Dios lo conforman entonces tanto los hebreos que fueron justificados por la fe, como la iglesia universal. Estos son los que conforman el "Israel" con el que Dios estableció su pacto. El Israel espiritual, que fue elegido por Dios, y cuya elección sigue manifestándose día tras día a medida que más personas se suman al pueblo al tomar como propia la fe de Abraham y de Pedro. Y a su vez, el pueblo hebreo está siendo llamado desde los tiempos de Cristo, para que se revelen por fin los hijos de Dios entre los que aún siguen negando a Jesús.

La historia del pueblo de Dios no termina aún. El libro de los Hechos tiene un capítulo inconcluso, que es el nuestro. Dios sigue revelándose al mundo y manifestándose por medio de su pueblo, es decir, su iglesia. Conocemos el final de esta historia: Cristo va a volver para llevar a su pueblo a la nueva creación. ¿Cuándo? "Nadie lo sabe, ni siquiera los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre" (Marcos 13:32). Pero mientras tanto, Dios nos dejó una misión. Jesús dijo "vayan y hagan discípulos de todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a obedecer todo lo que les he mandado a ustedes" (Mateo 28:19-20). Esos somos. Como Pedro dice en el texto que cité, somos "linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo que pertenece a Dios, para que proclamen las obras maravillosas de aquel que los llamó de las tinieblas a su luz admirable". Esos somos y para eso estamos.

Espero que esta reflexión haya sido de gran bendición para sus vidas. Quiero concluir con esta idea: Dios hizo un pacto con su pueblo, multiplicando su descendencia por medio de la fe, y expandiéndo esa misma fe, por medio de su iglesia, por el mundo. Nuestra parte del pacto es rendirle adoración y obediencia, y la única forma de lograrlo, como ya vimos en los capítulos del 1 al 8, es uniéndonos a Cristo. Así, todos los que estamos en Cristo, formamos parte de su iglesia. No importa su trasfondo, no importa su cultura, no importa su confesión o su denominación.

Que el Dios de Abraham, de Pedro y de todos los que creyeron, creen y creerán en su Palabra les de paz y les recuerde permanentemente quiénes son y para qué fueron escogidos. ¡AMÉN!

Hasta que volvamos a encontrarnos.