martes, 28 de julio de 2020

Romanos 5 - reconciliados por fe

Texto: Romanos 5

Hola a todos. Hasta acá vengo haciendo un recorrido por los primeros cuatro capítulos de Romanos, y antes de pasar a la reflexión sobre este capítulo, quiero refrescar un poco los temas, porque este capítulo redondea integrando muchas cosas. Al principio de la carta a las iglesias de Roma, el apóstol Pablo explica que el evangelio habla sobre Jesucristo, descendiente del rey David desde el punto de vista humano (la descendencia por adopción era considerada igual de válida en aquella época que la biológica), y declarado hijo de Dios por medio de su resurrección. Este último punto es importante para la reflexión que sigue.

El evangelio llegó a existir, explica Pablo, desde el Antiguo Testamento (para ellos, las Escrituras eran ni más ni menos que eso). Ya Moisés había hablado del Mesías, desde Génesis, y toda la historia espiritual del pueblo hebreo se trataba sobre esas revelaciones y sobre ese evangelio. Abraham, padre del pueblo hebreo, es el ejemplo más claro de esto, como muestra el capítulo 4. ¿Cuál es el evangelio? ¿Cuál es esa "buena noticia" anunciada ya por los profetas de las Escrituras?

La salvación, ni más ni menos. La redención del ser humano y, mediante él, de toda la creación. ¿Por qué? Y acá hay otro punto importante para este capítulo: el primer humano en pisar la Tierra, Adán, desobedeció a Dios, ocasionando una ruptura con él, que la Biblia conoce como "muerte". La muerte, en la lengua hebrea, está relacionada con el concepto de "separación". Es decir, bíblicamente, morir no significa primero que falle nuestro cuerpo hasta apagarse, sino que lo primero que morir significa es estar separados de Dios. Desde Adán en adelante, nacemos en estado de desobediencia, y por lo tanto, de separación con Dios. Nacemos en pie de guerra con Dios, naturalmente predispuestos a desobedecer. En otras palabras, nacemos muertos.

Si nada cambia en nuestra condición espiritual durante nuestro paso por la Tierra, quedamos expuestos a la ira de Dios, y por lo tanto seguimos en pie de guerra con él por el resto de la eternidad. Eso significa que los mismos sufrimientos que experimentamos en este mundo nos acompañan para siempre, pero peores, según nos muestra la Biblia. Pero, y esta es la buena noticia, Dios mismo proveyó el remedio para la enfermedad que nosotros mismos causamos.

El capítulo 5 nos dice que era imposible para nosotros salvarnos. Eso es coherente con lo que decía el capítulo 3 (versículo 11): "no hay (...) nadie que busque a Dios". Más adelante, Pablo desarrolla esta idea, pero acá el énfasis está en otro lado. Dios manifiesta entonces una justicia que excede cualquier capacidad de obediencia humana desde Adán en adelante, una justicia que, como decía también el capítulo 3 (versículo 21), nos llega "sin la mediación de la ley". La ley, nos dice ahora el apóstol, hizo que aumentara la transgresión, porque antes la desobediencia era algo general, vago, vivíamos desobedeciendo a Dios sin siquiera saberlo (lo cual no nos excusaba, por supuesto). Pero al aparecer la ley escrita, sabemos lo que estamos quebrantando. Incluso conocemos nuevas cosas que quizá no habíamos pensado, así que pecamos incluso más que antes. En el capítulo que sigue, Pablo atiende esta cuestión, que será tema de la próxima reflexión.

Pero el punto es que, entonces, la ley no podía salvarnos. La ley nos mostró, en todo caso, que era imposible para nosotros salvarnos, y no nos quedaba otra que arrepentirnos de nuestra maldad y cumplir nuestra parte del pacto para aplacar la ira de Dios. En el Antiguo Pacto, esa era la función de los sacrificios: un recordatorio de nuestra necesidad de pagar por lo que habíamos roto, y a la vez una anticipación de lo que iba a ser el Nuevo Pacto: el sacrificio definitivo, voluntario, de Jesucristo. No en el altar, sino en la cruz, como si fuera una forma también de representar gráficamente lo que estaba sucediendo: el justo condenado por los injustos.

Ahora, esto es fundamental: Jesús murió para ocupar nuestro lugar a pesar de que no lo merecíamos. No lo hizo porque algunos lo merecían, o porque en realidad no éramos tan malos. Lo hizo a pesar de eso, aunque ninguno lo merecía ("no hay un solo justo, ni siquiera uno", Romanos 3:10). Por eso dice el apóstol que "cuando todavía éramos pecadores, Cristo murió por nosotros". Está introduciendo acá un concepto, que de hecho menciona, que es el de gracia: un regalo que se nos da sin que hagamos nada para merecerlo o para que la persona decida darlo. O en este caso, para que Dios decida darlo. De ahí viene el concepto de gratuito. El regalo de la justificación por medio de la fe en Jesucristo nace directamente del deseo de Dios de restaurarnos, para poder pasar una eternidad con nosotros. No nace en nada que nosotros tengamos o hayamos hecho.

Ese es uno de los puntos centrales del evangelio: por su propia voluntad amorosa hacia nosotros, Dios decide tomar forma humana, venir a la tierra y ocupar nuestro lugar en la condena por nuestra propia desobediencia. De esa manera, logra una especie de inversión: el justo es condenado, se le imputa nuestra desobediencia, como si hubiese sido él quien desobedeció, y a nosotros, injustos, se nos imputa la obediencia de Cristo, como si hubiésemos sido nosotros los que obedecimos en todo (como sí hizo Jesús durante su vida).

Esto, que parece un tecnicismo, es crucial: al invertirse nuestra falta de justicia, se invierte también nuestra condena. Ya no estamos sujetos a la muerte, sino todo lo contrario: se nos imputa también, por así decir, la resurrección de Cristo. Esto es muy importante. La muerte no podía mantener a Jesús sujetado, porque él era un verdadero justo. La muerte está relacionada con el pecado, con la desobediencia, con la separación de Dios. Por vivir una vida de obediencia, o sea, sin pecado, Jesús no podía quedar muerto. Esto lo explica el apóstol Pedro en uno de sus primeros discursos ante los judíos (Hechos 2:22-24). Es por eso que la resurrección declara fehacientemente que Jesús era el hijo de Dios. Era el único que podía ser tan justo que la muerte no fuese aplicable a él.

Y al imputársenos su justicia mediante nuestra fe en él, nosotros quedamos justificados ante Dios, y por lo tanto exentos de la muerte. Sí, nuestro cuerpo terrenal se desgasta y se deshace, pero tenemos un cuerpo espiritual que es eterno por la obra que Cristo realizó (1 Corintios 15:35-49). Entonces, a partir del momento en que nos convertimos a la obediencia de la fe, la muerte ya no tiene dominio sobre nosotros. Así llegamos al final del razonamiento de Pablo en este capítulo: la desobediencia de uno (Adán) causó la condenación de todos. Pero la obediencia de uno (Jesús) revirtió eso y trajo salvación para todos (para todos los que acepten ese regalo, por supuesto, para lo cual primero necesitamos creer el mensaje). Por eso dice que "allí donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia": el pecado y sus consecuencias fueron tremendas, sí, como ya vimos. Pero eso hace que la gracia y sus consecuencias sean todavía más tremendas. Cuando Adán pecó, por un solo acto de desobediencia se vino todo abajo. Pero eso significa que la deuda que la gracia vino a cubrir es en realidad inmensa, mucho más grande que la desobediencia de Adán, porque desde entonces seguimos pecando todos, una y otra vez. La gracia que se manifestó en la obra de Jesucristo alcanzó no sólo el pecado de Adán, sino todos los actos de desobediencia de todas las personas que existieron, existen y existirán (siempre y cuando acepten el mensaje y, por lo tanto, cambien su actitud de desobediencia a Dios por una de obediencia).

Y esto en realidad nos lleva al principio del capítulo: la esperanza que no nos defrauda. Porque la fe que lleva a nuestra justificación es la misma que nos lleva a perseverar, es decir, a insistir en la fe a pesar de las dificultades y sufrimientos que nos toca vivir, y esa insistencia en la obediencia hace que tengamos un caracter más firme, probado por las dificultades. Es decir, nuestro carácter obediente a Dios queda demostrado por nuestra perseverancia. Esto no quiere decir que hacemos todo bien. Pero si quiere decir que nuestra actitud de obediencia no flaquea a pesar de las dificultades que muchas veces nos trae (porque vivimos en un mundo que sigue eligiendo un estilo de vida contrario a Dios). Entonces, si somos capaces de tener un carácter obediente, un carácter que genuinamente desea la obediencia, quiere decir que fuimos salvados, porque la salvación viene antes de la obediencia. Nadie podría desear la obediencia si no fuese porque primero creyó y recibió la gracia y la justificación, que le permiten romper con la lógica de la desobediencia, con la rebeldía.

Esto es muy importante. Podemos no sentir que fuimos salvados o justificados por Dios, incluso podemos no sentirnos en paz con Dios, es decir, sentir que él nos mira con enojo o con ira, que no está conforme con nosotros, que está decepcionado. Pero eso no significa que la realidad sea así. Por más que sintamos eso, la paz con Dios es una realidad espiritual en la vida de todo creyente, de toda persona que cambió su actitud rebelde por un deseo genuino de obediencia. No depende de que lo sintamos o no. Es más, si sentimos que Dios está enojado con nosotros, significa que estamos reconociendo su autoridad, y por lo tanto, a pesar de todo, es otra señal más de que fuimos salvados. Tenemos paz con Dios incluso aunque podamos sentir que él no está en paz con nosotros.

Esa paz con Dios, y esa "entereza de carácter", es decir, ese carácter obediente, son la prueba fehaciente de que fuimos justificados y salvados, y por lo tanto nuestra esperanza segura de que, un día, al final del camino, seremos resucitados como Jesucristo, y compartiremos su gloria. ¿Qué es esa gloria? En términos simples, en línea con lo que viene diciendo el apóstol Pablo, es la gloria de un cuerpo inmortal, y la gloria de una relación de amor con Dios por el resto de la eternidad; dos bendiciones inmensas de las que Jesús está disfrutando desde siempre, y de las cuales, gracias a él, ahora nosotros podremos disfrutar para siempre.

No duden en dejarme sus preguntas, comentarios y reflexiones más abajo.

"Que Dios nuestro padre y el Señor Jesucristo les concedan gracia y paz" (Romanos 1:7).

Hasta que volvamos a encontrarnos.

jueves, 16 de julio de 2020

Romanos 4 - el ejemplo de Abraham

Texto: Romanos 4

Hola a todos. En las publicaciones pasadas estuve analizando los primeros capítulos del libro de Romanos, y quiero hacer un breve repaso de los puntos más importantes porque toda la reflexión del apóstol Pablo está encadenada de manera brillante, por lo que conviene seguir el hilo tan bien como se pueda para comprender bien el mensaje.

Al principio, Pablo explica el motivo de su carta: presentar el evangelio de manera ordenada a los creyentes de la ciudad de Roma. La iglesia romana había ido surgiendo espontáneamente, es decir, no había sido fundada por los apóstoles, por lo que no habían recibido todavía sus enseñanzas de manera sistemática. Al sintetizar el objetivo del evangelio, Pablo dice que había sido anunciado por los profetas y que su principal tema era Jesucristo, Dios encarnado, muerto en la cruz para pagar el precio de la desobediencia de los seres humanos hacia Dios, y resucitado para abrir las puertas de la salvación a todos los que creen en su nombre. Digamos que, para el apóstol, hay una mala y una buena noticia: la mala, todos estamos condenados a una eternidad fuera de la presencia de Dios (y, por lo tanto, fuera del amor, el disfrute, la paz y todas las cosas buenas que desearíamos tener para siempre); la buena, Cristo murió en nuestro lugar y después resucitó y, si creemos en su obra y decidimos seguir el camino que dejó abierto delante nuestro, tendremos paz con Dios, y él comenzará en nosotros una obra de purificación.

A esto, Pablo también le agrega que esa salvación y purificación están abiertas para cualquier creyente, independientemente de su trasfondo y origen. En aquel momento, ser o no parte de la tradición judía era todo un tema entre los creyentes, y el apóstol intenta atacar ese problema. Hoy en día, eso a veces sucede entre cristianos viejos (que nacieron y crecieron en el ámbito de la iglesia) y cristianos nuevos (que tuvieron contacto con la "cultura de iglesia" mucho más tarde en sus vidas). El evangelio es el mismo para todos, porque no hay más que un solo Dios. Y además, porque todos, viejos y nuevos creyentes, necesitamos recibirlo y creerlo para ser justificados por Dios. No somos justificados por cumplir con ciertas tradiciones o por obedecer lo que dice la Biblia, sino por creer en la obra y el mensaje de Jesucristo.

En este capítulo, Pablo ahonda más en la cuestión, y pone un para demostrar que la justificación tiene que ver con la fe, y no con la ley. El ejemplo es el de Abraham, figura muy importante para los judíos porque era (y es) considerado nada menos que el padre del pueblo de Israel. Yo había explicado en la publicación anterior que, si prestamos atención a la historia, Dios no eligió en realidad a un pueblo, sino a una familia, mucho antes de que fueran pueblo. De hecho, su transformación en pueblo puede llegar a leerse como parte del cumplimiento de las promesas que Dios hizo a Abraham. La historia entera se puede leer desde Génesis 11:27, pero voy a tratar de resumirla acá. Dios le prometió a Abraham, cuando aún era joven (su nombre originalmente era Abram) que le daría una tierra muy fértil si confiaba en él y seguía el camino que iba a indicarle, y que haría de él una gran nación. Abraham partió sin saber ni siquiera a dónde se dirigía, y Dios le mostró la tierra que le iba a dar, la cual pertenecía en ese entonces a los canaanitas. Durante toda su vida, Abraham confió en la promesa que Dios le había hecho.

Más adelante, Dios le prometió que él mismo sería el padre de la gran nación prometida, a pesar de que su esposa era estéril y el era ya muy anciano. También confió Abraham en esta promesa, aun cuando Dios no le había dado todavía la tierra de los canaanitas, ni se la daría sino a sus descendientes, cuatro generaciones después. Por supuesto, Abraham necesitaba saber que Dios cumpliría su promesa a sus descendientes, y entonces Dios hizo con él un pacto: le daría esa tierra a sus descendientes y a cambio ellos lo amarían y lo reconocerían como su Señor. Como señal de ese pacto, estableció la circuncisión.

Entonces, Pablo elige el ejemplo de Abraham para demostrar que la justificación siempre fue por fe, desde el principio. Los judíos se jactaban de ser los que habían recibido la ley de Dios, las Escrituras, la circuncisión y las promesas de Dios. Muchos creían que gracias a la obediencia a la ley y, sobre todo, por estar circuncidados, eran justificados delante de Dios. Pero el apóstol empieza por decir que Dios no justificó a Abraham por obedecer la ley, sino por confiar en él. Es decir, no fue por aceptar la circuncisión que Abraham fue tomado como justo (a pesar de ser humano y, por lo tanto, tan desobediente a Dios como cualquiera). Fue por confiar en las promesas de Dios, por creerle a Dios, que Dios lo considero justo. La circuncisión llegó después, y fue tan sólo la señal del pacto, la firma, por así decirlo. La circuncisión, para los judíos, era una obligación, y por lo tanto parte de la Ley. Sin embargo, para Dios no era lo principal: lo principal era la fe de Abraham.

Me parece muy interesante la comparación con el trabajador: cuando una persona trabaja, su salario no es un favor, sino una deuda. El empleador le debe ese dinero al trabajador, porque él hizo el trabajo por el cual acordó determinada paga. En cambio, Dios no le pagó a Abraham con la tierra prometida o con su hijo, sino que se los obsequió por haber confiado en Él en un principio. Lo mismo sucede con la salvación: no es un pago por nuestro trabajo, sino un obsequio disponible para todos aquellos que creen en la obra y el mensaje de Jesucristo. En definitiva, la salvación y la justificación no son más que otra serie de promesas que Dios nos hizo, esta vez por medio de Jesús. Al creer en esas promesas, estamos siguiendo el ejemplo de Abraham. Al igual que "le creyó Abraham a Dios, y esto se le tomó en cuenta como justicia", a nosotros se nos cuenta como justicia el creele a Dios.

Es interesante, porque Pablo dice incluso que Abraham es el padre no solamente del pueblo judío, sino de todos los que le creen a Dios. Por eso es que los que no eran judíos ahora también son parte del pueblo por medio de Jesucristo: porque pasan a ser parte de la misma fe al creer en el mensaje del perdón de pecados, la redención, la justificación y la vida eterna. El pueblo de Dios no es el pueblo de los que obedecen la ley, sino el pueblo de los que le creen a Dios.

La diferencia es muy sutil, por supuesto. Considerar la ley y las Escrituras como válidas forma parte del "creerle a Dios". Pero lo que nos hace formar parte de su pueblo no es la ley, sino la fe. Y lo que hace que Dios nos considere justos a pesar de que no lo somos no es la ley, sino la fe en Jesucristo. De hecho, la Biblia nos dice que, por medio de Cristo, Dios hizo un nuevo pacto con su pueblo, además de extenderlo a todos los que no eran judíos. Un pacto donde cada uno de nosotros tiene el Espíritu de Dios en su interior, y por lo tanto ya no necesitamos del templo para adorar: somos el templo. Un pacto donde no necesitamos presentar sacrificios para purgar nuestra maldad, porque el último sacrificio, el definitivo, ya fue presentado por nosotros: Jesucristo. La señal de este nuevo pacto no es la circuncisión, sino el bautismo.

Más adelante, Pablo se explaya sobre el tema del bautismo. Pero por el momento basta con decir que lo mismo que sucedía con la señal del antiguo pacto, antes de Cristo, sucede con la señal del nuevo pacto, después de Cristo. El bautismo no es más que la señal de que nosotros confiamos en Dios, y de que el nos justifica por medio de nuestra fe en Jesús como Señor y salvador. Esto significa que no es el bautismo en sí el que nos salva, sino la fe que está de antemano. Igual que un israelita podía estar circuncidado meramente por una cuestión de ley, pero no por fe, nosotros podemos bautizarnos por motivos que nada tienen que ver con nuestra fe. Eso sucede, por ejemplo, con el bautismo familiar (o "bautismo de niños". Somos bautizados como señal de que nuestra familia nos deja como legado las promesas y la ley de Dios (igual que antes cuando los niños eran circuncidados), pero de ninguna manera eso nos salva, en tanto no desarrollemos una fe propia y le demos un lugar central a esa fe en nuestra manera de vivir.

Incluso puede que nos bauticemos siendo ya grandes sólo porque se espera de nosotros, o porque lo hacen todos nuestros amigos y no queremos quedarnos afuera, etc. Bautizarnos no garantiza nuestra salvación, sino que es una señal. Puedo ser salvo y no estar bautizado, por ejemplo. De la misma forma en que la circuncisión provino de la obediencia a la fe, el bautismo proviene de ahí. Al igual que Pablo les dice a los romanos que tanto los circuncidados como los incircuncisos tienen la misma fe, hoy en día pueden tener la misma fe los bautizados como los que no están bautizados. Una persona nueva que llega a la iglesia puede tener una fe igual o mayor a la de cualquier joven de la iglesia que forma parte desde siempre y que está bautizado.

Por supuesto, la fe tiene que venir antes de la obediencia, pero al mismo tiempo la prueba de la verdadera fe es la obediencia. Es decir, el que realmente cree en Jesucristo, en su muerte y resurrección, no puede más que creer en la centralidad de la ley y de la Escritura, porque Él mismo le dio ese lugar. Sin la ley, no sabríamos qué es lo que está mal, y por lo tanto no podríamos arrepentirnos de nuestra maldad. En español, esto es lo que significa acatar la ley: reconocer que la ley es buena y reconocer de qué manera yo estoy en falta. Admitir que merecería ser condenado pero que es gracias a Cristo que recibo la justificación. Y asumir el compromiso de obedecer la ley tan bien como pueda, para lo cual, por supuesto, tengo que conocerla, y ponerla en práctica. Eso es la obediencia a la fe, y es nuestra más importante muestra de que le creemos a Dios. Es por medio de esa fe que Dios nos justifica y se reconcilia con nosotros, a pesar de que formamos parte de la misma humanidad que continúa dañando su preciada creación. Pablo desarrolla este tema en el siguiente capítulo, y sobre eso se tratará la próxima publicación.

No duden en dejarme sus preguntas, comentarios y reflexiones más abajo.

"Que Dios nuestro padre y el Señor Jesucristo les concedan gracia y paz" (Romanos 1:7).

Hasta que volvamos a encontrarnos.

viernes, 10 de julio de 2020

Romanos 3 - justificados por fe

Texto: Romanos 3

Hola a todos. En la publicación pasada había comparado la distinción entre judíos y gentiles con la distinción que muchas veces hoy se hace entre "cristianos viejos" (es decir, nacidos en la iglesia, independientemente de su edad) y "cristianos nuevos" (convertidos siendo más grandes). Pablo escribe a la iglesia de Roma anticipándose a esta cuestión, "por las dudas", podríamos decir. Al hacerlo nos confronta hoy en día con lo que muchas veces pasa en las iglesias, donde los que tienen desde chicos la Biblia, las canciones cristianas, los campamentos de iglesia, la oración antes de comer, etc., tienden a pensarse "más espirituales" que los que no tienen todo eso desde antes.

Ahora, eso puede dar lugar a pensar que, entonces, da lo mismo tener o no tener todo eso. Que es lo mismo haber crecido con la Biblia o no; que es lo mismo orar antes de acostarse o no; que es lo mismo haber sido, o no, protegido de algunos hábitos nocivos de la cultura que nos rodea. Sin embargo, Pablo da una respuesta contundente: no es lo mismo. En realidad, es ganancia, y mucha. El camino de un "creyente viejo" está, en cierta forma, mucho más allanado delante suyo. Digamos que probablemente tenga más "facilidades" para vivir la vida que Dios pide de nosotros.

El punto que el apóstol enfatiza es que tener un buen punto de partida no nos hace más espirituales que los demás. De hecho, en el capítulo 3, aclara cuál es el lugar de la ley en nuestra espiritualidad y en nuestra salvación. Esto es importante, y mucho más hoy en día. Tanto los cristianos nuevos como los viejos podemos caer en la trampa de pensar que, como existe la gracia, y como la salvación es únicamente por fe, la ley queda desactualizada, es un apéndice que ya no nos sirve, porque de todas maneras Dios nos justifica por la fe.

Nuevamente, el apóstol da una respuesta contundente: "de ninguna manera". La fe no anula la ley. Todo lo contrario: mediante la fe confirmamos la ley. ¿Por qué? Tal vez puede ser un razonamiento difícil de seguir el que hace Pablo, por eso quiero desglosarlo un poco. Para empezar, hay que resaltar que "mediante la fe cobramos conciencia del pecado". En realidad, todo el razonamiento del apóstol se basa en esta idea. Por eso dedica extensos versículos a citar porciones de la Escritura que atienden este problema. Todos somos injustos por naturaleza, como veíamos en el capítulo 1. "Todos han pecado y están privados de la gloria de Dios", y la ley no puede remediar eso porque sólo deja más en evidencia nuestra injusticia.

Pero al hacerlo, la ley nos lleva, por medio de la fe, a reconocer la necesidad del sacrificio de Cristo. Y a su vez, eso nos lleva a reconocer, también mediante la fe, otra cosa: Dios es justo. Como había dicho en la primera publicación sobre Romanos, Dios es quien creó todo, es quien inventó el juego, y por lo tanto él puso las reglas. Nosotros somos los que desobedecimos las reglas y "rompimos el tablero", por así decir. La justicia significa, necesariamente, jugar con las reglas que Dios había puesto. Dios es justo porque juega siguiendo sus propias reglas. Y esa justicia, nos dice Pablo, queda todavía más demostrada en el hecho de que Dios haya enviado a Jesús.

¿Por qué? ¿De qué manera el sacrificio de Jesús refleja la justicia de Dios? Bueno, él mismo nos creó a nosotros, y lo hizo con la intención de que ocupáramos un lugar en su creación. Además, lo hizo para relacionarse con nosotros. Podríamos pensar que eso es el amor: el tipo de vínculo que él quiso establecer con nosotros. Ese amor es parte de las reglas del juego. Dios, siendo fiel a su amor, a su deseo de relacionarse íntimamente con nosotros, se compadeció de nosotros y envió al mundo el único remedio posible para la enfermedad que nosotros mismos desatamos sobre la creación.

Pablo se explaya sobre esto más adelante, así que ya tendremos oportunidad de volver sobre el tema. Pero lo importante es que por eso el sacrificio de Cristo es una manifestación de la justicia de Dios. Hay otro motivo, también: al pagar Jesús el precio del pecado, el precio de la ruptura, se hizo justicia para Dios. Se pagaron las consecuencias. Dios ya había establecido desde el principio que el precio de la desobediencia era la muerte (Génesis 2:17). Cristo murio en nuestro lugar, y pagó esa muerte por cada uno de los que así lo crean. Así que ahora, por medio de Cristo, o mejor dicho por medio de nuestra fe en esa obra de Cristo y en el lugar que él ocupó, podemos tener paz con Dios. Dios nos justifica, es decir, pasa a considerar que ya se hizo justicia por nuestra parte en el mal que existe en este mundo. Tanto lo que aportamos en el pasado como lo que vamos a aportar en el futuro.

Por supuesto, esto no es excusa para hacer el mal sin problemas. Pablo mismo corta de raíz esa idea en este capítulo, y más adelante se explaya también. La ley de Dios es buena en sí misma. El problema es que para que la ley pudiera justificarnos, tendríamos que ser capaces de cambiar de rumbo y cumplirla toda. Es más, tendríamos que ser capaces de deshacer todo lo malo que hicimos en el pasado. Por supuesto, eso es totalmente imposible. Por eso es que la justicia de Dios tenía que manifestarse "sin la mediación de la ley" para que tuvieramos alguna posibilidad de salvación. Dios tenía que proveer otra manera.

Esto no significa que Dios se haya equivocado. La intención de la ley nunca fue servir para la justificación. Por eso dice Pablo que, antes de Cristo, Dios "había pasado por alto los pecados". El pueblo de Israel tenía que hacer sacrificios permanentemente para demostrar, en fe (ese es un punto importante), su arrepentimiento, y Dios tomaba esa fe como justicia. Nuevamente, Pablo se explaya más adelante sobre esto (en el próximo capítulo, y por lo tanto en la próxima publicación). Es decir, la salvación siempre fue por fe, incluso en la "epoca de la ley". Los sacrificios, en ese sentido, prefiguraban el último gran sacrificio, el de Cristo, el "cordero de Dios" (Juan 1:29).

Entonces, queda claro que la ley es buena en sí misma. No sólo es buena: es útil (nos da un parámetro objetivo de qué está bien y qué está mal) y es justa (la justicia es, básicamente, todo lo que Dios diga que le corresponde a cada uno). Tener la ley desde chicos, en ese sentido (hablo de los "cristianos viejos") es una gran ventaja, como decía más arriba. Porque así aprendemos desde chicos qué está bien y qué está mal desde el punto de vista objetivo (que no es otra cosa que el punto de vista subjetivo de Dios).

Digamos que lo que no debería suceder es que la ley se convierta en algo de qué jactarnos: "yo soy más espiritual que vos, porque tengo la Biblia desde chico, y oro todas las noches desde chico, y escucho música cristiana desde chico, y voy a la iglesia desde chico". Pero lo que tampoco debería suceder es lo contrario: "yo soy más espiritual que vos porque no me rijo por los anticuados estándares de la Biblia, ni oro por repetición, ni me dejo dominar por una institución como la iglesia". La ley es buena. Nosotros no podemos cumplirla en su totalidad. Por eso, sin la mediación de la ley, Dios nos justifica por medio de la fe en Cristo: en su obediencia, en su sacrificio y en su resurrección. Pero eso no invalida la justicia, vigencia y pertinencia de la ley.

Espero que hayan podido comprender este punto del razonamiento de Pablo; es crucial para comprender los capítulos que siguen, y me atrevo a decir que es crucial para entender el plan de salvación de Dios. Que podamos darle a la ley de Dios el lugar central que se merece en nuestras vidas e iglesias, y al mismo tiempo tener un corazón humilde que nos aleje de compararnos y medirnos con otros creyentes, y de juzgar por el trasfondo de cada quien. "No hay más que un solo Dios. Él justificará por la fe a los que están circuncidados y, mediante esa misma fe, a los que no lo están" (Romanos 3:30). En otras palabras, justificará mediante la fe a los que lo conocieron desde que nacieron, a los que recibieron la ley y las costumbres "espirituales" desde chichos, pero también, mediante esa misma fe, a los que llegaron más tarde, siendo grandes, y que luchan contra las cosas que aprendieron en el mundo exterior, tratando de crear hábitos más sanos y de transformar su mentalidad y su conducta para ajustarse a los parámetros de Dios. Ninguno de los dos grupos es mejor o peor que el otro.

No duden en dejarme sus preguntas, comentarios y reflexiones más abajo.

"Que Dios nuestro padre y el Señor Jesucristo les concedan gracia y paz" (Romanos 1:7).

Hasta que volvamos a encontrarnos.

lunes, 6 de julio de 2020

Romanos 2 - nuevos y viejos creyentes

Texto: Romanos 2

Hola a todos. El capítulo 2 de la carta de Pablo a los romanos puede resultar muy comprometedor para todos aquellos que formamos parte de la iglesia, si lo leemos en profundidad. De hecho, hay que recordar que es una carta dirigida a cristianos, no a personas no creyentes. Pablo le está presentando el evangelio a otros cristianos. Y eso está muy relacionado con el mensaje de este capítulo.

En un principio, y en conexión con el asunto del que viene hablando, Pablo dice que nadie está exento de las conductas y tendencias a desobedecer que tiene el ser humano. En este punto el apóstol hace un giro y dirige directamente sus palabras a aquellos creyentes que venían de tradición judía, diciéndoles  "no tienes excusa tú, quienquiera que seas, cuando juzgas a los demás". ¿Por qué hace este giro? Para aquellos que no estén muy familiarizados con la cultura cristiana de aquel tiempo, uno de los primeros problemas que surgieron en la iglesia temprana fue la discriminación por parte de los cristianos de origen judío hacia los llamados "gentiles", que eran aquellos que no venían de familia judía.

¿De donde nacía esta discriminación? Los judíos habían sido designados por Dios como el "pueblo de Dios" en las Escrituras, y eran quienes habían recibido la ley y los profetas. La verdad es que, si nos remontamos más atrás en el tiempo, es dudoso pensarlo como "pueblo" elegido por Dios. En todo caso, acabaron convirtiéndose en un pueblo, en el sentido que lo entendemos hoy, pero originalmente Dios escogió a determinadas familias, por motivos que escapan y seguirán escapando a nuestra comprensión. Especialmente, escogió a una familia, la de Abraham, de quien Pablo habla un poco más adelante, y después a sus descendientes. A Abraham le hizo la promesa de que se convertiría en bendición para todas las naciones, y a partir de ahí comienza la historia del "pueblo de Dios".

Ya podemos ver, en este detalle, que el desprecio por los que no formaban parte de ese pueblo no tiene lugar en el plan de Dios. De hecho, es al revés: el plan original era llevar la bendición, por medio de la descendencia de Abraham, a todos los pueblos de la tierra. Algunos episodios en la historia de sus descendientes hicieron que se creyeran superiores a los demás pueblos, y así se llegó a la idea de que los "gentiles" no merecían la bendición de Dios, porque no observaban las tradiciones judías ni tenían acceso a la ley y los profetas.

Es en ese contexto que Pablo les dice: sí, es cierto, por naturaleza los gentiles no tienen acceso a la ley. Sin embargo, lo que cuenta es qué hacen con el pecado. Con esa herencia de desobediencia de la que venía hablando en el capítulo 1. Porque los judíos también formaban parte de ese mundo obstinado que obstruía la verdad de Dios con su maldad. Los judíos también desobedecían a Dios, aún teniendo la ley. En última instancia, dice Pablo, no es el que tiene la ley quien se salva, sino quien la cumple. Por eso, cuando los "gentiles" aceptan el evangelio, lo que importa es si después viven o no de acuerdo a él. Su conciencia los acusa o los excusa, porque es el Espíritu Santo mismo el que nos hace ver nuestro pecado, una vez que lo recibimos.

Es importante prestar atención a esta idea de "cumplir la ley", porque más adelante el apóstol la retoma en la carta. Pero por el momento, podemos asociarlo con la "obediencia a la fe" que yo analizaba en la publicación anterior: lo que importa no es tener acceso a "las cosas" de la fe, sino vivir de acuerdo a ellas. Y es en este punto, me parece, donde la carta nos confronta a nosotros, la iglesia del presente. Porque a lo largo de nuestra historia, nos fuimos convirtiendo un poco en un "pueblo" como el pueblo judío. Empezamos a considerarnos el "pueblo elegido" (porque malinterpretamos lo que la Escritura quería decir cuando usaba esa expresión, por ejemplo en 1 Pedro 2:9). Y entonces empezamos a asociar la fe con la "cultura cristiana", y a menospreciar a todos aquellos que tenían costumbres distintas.

Por supuesto, las personas sin fe no tienen acceso a Dios, eso queda claro leyendo el capítulo 1 de Romanos, como veíamos en la publicación pasada. Lo mismo sucedía con el mundo grecorromano de aquella época: al no conocer y no adorar a Dios, quedaban excluidos de la salvación. Pero ahí está el punto: dentro de la iglesia (y dentro del pueblo judío de aquella época) también hay personas que viven como si no adoraran a Dios, e incluso personas que quizá no lo adoren realmente (sólo Dios sabe). Por eso es que también dentro de la iglesia es indispensable anunciar, enseñar y explicar el evangelio, como también está haciendo Pablo en esta carta. Además, ¿quién puede afirmar con toda confianza que no comete ninguna falta delante de Dios? Y sin embargo, muchas veces creemos que merecemos más de parte de Dios ni siquiera por vivir de acuerdo con sus preceptos, sino por formar parte de una comunidad de fe.

El principal problema, me parece, con el que nos confronta este capítulo, es este: dentro de la iglesia muchas veces se juzga a las personas por cómo se visten, por la clase de música que escuchan, por el idioma que hablan, porque son más pobres que el promedio (o quizá más ricos que el promedio), porque tienen determinada opinión política, porque tienen ciertos hobbies que están mal vistos a pesar de que no sean malos en sí, porque tienen una profesión o un empleo que se considera inferior o que tiene mala reputación (otra vez, a pesar de que no sea malo en sí), y un largo etcétera. Si prestamos atención, todos esos parámetros son completamente humanos, y están muy relacionados con el origen de cada uno o con sus circunstancias en la vida.

El tema está en que, por algún motivo, asociamos todas esas cosas a ser cristianos, y las ponemos al mismo nivel que obedecer a la fe. Por lo general, la distinción queda marcada entre aquellos que forman parte de la iglesia desde siempre, desde que nacieron, quizá desde muchas generaciones atrás, y aquellos que son nuevos en la fe, que llegaron a la iglesia siendo ya grandes y por lo tanto atravesados por muchos rasgos culturales que consideraríamos "mundanos". Por supuesto, el "mundo" es un lugar que se caracteriza por la desobediencia a Dios, basada en rechazarlo a él mismo. Así que una persona que viene de afuera necesariamente tiene que arrepentirse de la clase de vida que llevaba.

Pero, ¿no aplica acaso lo mismo a las personas que ya nacieron dentro de la iglesia? Porque sí, al nacer dentro de la iglesia una persona fue a la escuela dominical, y por lo tanto "conoce" la Escritura de cabo a rabo, "se sabe" todas las historias de la Biblia. Pero esas personas, ¿no tienen también que revisar su vida y arrepentirse de aquellas cosas que vienen haciendo mal? ¿No tienen también que cambiar de rumbo y aprender a obedecer la fe? Eso es lo que está diciendo Pablo. No está diciendo que los que vienen de afuera no necesitan cambiar su manera de vivir, o recibir la enseñanza del evangelio. Está diciendo que todos, los de afuera y los de adentro, están en la misma situación delante de Dios, por lo que no hay motivos para creerse superior: "tú que llevas el nombre de judío; que dependes de la ley y te jactas de tu relación con Dios; que conoces su voluntad y sabes discernir lo que es mejor porque eres instruido por la ley (...), ¿no te enseñas a ti mismo?".

La conclusión del apóstol es que para Dios, de nada cuentan las prácticas religiosas. La circuncisión, que menciona cerca del final del capítulo, tenía un lugar esencial en la religión hebrea. Era la señal del pacto de Dios con su pueblo. Era lo que el bautismo significa para nosotros. Sin embargo, Pablo les dice que no vale nada si no viene acompañada de una genuina obediencia a Dios. El Antiguo Pacto se basaba en la obediencia a la ley, y los judíos tenían que hacer sacrificios permanentemente para expresar su arrepentimiento por quebrantar la ley una y otra vez. Lo que el apóstol dice es que, en el Nuevo Pacto, es lo mismo: si querbantamos un sólo punto de la ley, estamos bajo condenación, todos, independientemente de la circuncisión, independientemente del origen. La salvación justamente se hace necesaria por ese motivo. Y por lo tanto, no viene de la mano del acceso a la ley. Sobre esto se explaya en el siguiente capitulo.

Pero el punto es ese: si no vivimos una vida de obediencia a la fe, da lo mismo estar bautizados, ir al culto todos los domingos, escuchar música cristiana, o incluso hablar en lenguas o tener el don de profecía. Para Dios es indistinto. Para Dios "no hay favoritismos" entre nuevos y viejos creyentes, entre los que respetan las tradiciones y costumbres de la iglesia y los que no, entre los que tienen y los que no tienen la señal del pacto. Lo único que cuenta es cómo vivimos la vida: si vivimos conscientes de que somos salvos sólo por su gracia, y nos esforzamos por ser coherentes con lo que creemos y con lo que la Biblia nos pide, o no. Si nos importa lo que Dios espera de nosotros o no. Todo lo demás, en cierta forma, es relleno. Si es genuino, es algo bueno, por supuesto, y nos ayuda a crecer y mantenernos en la fe. Pero no puede servirnos de excusa para despreciar o desmerecer a otros por comparación. La ley misma, que hoy podríamos asociar con la Biblia, no puede ser una excusa para juzgar y condenar a otros. Para confrontar sí, sin duda, si tenemos bajo nuestra responsabilidad a otra persona, o si alguien nos pide consejo o corrección. Pero no para juzgar y condenar. Nunca para juzgar y condenar. Porque la misma vara puede estar juzgándonos y condenándonos a nosotros.

En definitiva, "lo exterior no hace a nadie judío, ni consiste la circuncisión en una señal en el cuerpo. El verdadero judío lo es interiormente; y la circuncisión es la del corazón, la que realiza el Espíritu, no el mandamiento escrito". Lo mismo aplica a la iglesia hoy, y me tomo el atrevimiento de parafrasear el pasaje: lo exterior (las costumbres, los gustos, los hábitos, las formas de orar o de cantar, las opiniones políticas, la vestimenta, ir a la iglesia cada domingo, etc.) no hace a nadie cristiano, ni consiste el bautismo en una ceremonia en la iglesia. El verdadero cristiano lo es interiormente; y el bautismo es el del corazón, el que realiza el Espíritu, no el que se hace porque lo indica la costumbre. Todo lo demás es arrogancia y orgullo, a menos que se haga espontanea y genuinamente, en cuyo caso jamás lo usaríamos para medirnos y compararnos con otros. Lo que cuenta es qué actitud tenemos en nuestro corazón hacia Dios, hacia el evangelio y hacia su palabra. Lo que cuenta, en definitiva, es la obediencia a la fe: nuestro permanente trabajo en ajustarnos cada vez más a lo que Dios pide de nosotros, en la convicción de que no es eso lo que nos salva, sino el precio que Jesús pagó por nosotros en la cruz.

"Que Dios nuestro padre y el Señor Jesucristo les concedan gracia y paz" (Romanos 1:7).

Hasta que volvamos a encontrarnos.

jueves, 2 de julio de 2020

Romanos 1 - las consecuencias de la obstinación

Texto: Romanos 1:16-32

Hola a todos. En la publicación anterior traté de analizar y desglosar un poco el saludo de Pablo en la carta a los romanos. En primer lugar, el apóstol se dirige a una iglesia probablemente bastante cosmopolita, y donde probablemente había gente instruida, gente analfabeta, gente rica y gente pobre. Seguramente había tanto judíos como gentiles, es decir, gente que había creído en Jesús pero no era de origen judío. La ciudad de Roma se había convertido en el centro político y cultural del Mediterráneo, y por lo tanto pasaban por ahí todos los caminos y las rutas importantes, y de la misma forma, todas las filosofías y corrientes de pensamiento.

A esta iglesia, o mejor dicho iglesias (recordemos que en esa época la iglesia no tenía una sede fija, sino que se reunían de casa en casa), les escribe el apóstol Pablo, diciéndoles que él fue apartado por Dios para anunciar el evangelio de Dios, que había sido anunciado por los profetas y que habla de Jesucristo. Quiero enfatizar que, para Pablo, el evangelio era anterior a Jesucristo, y en todo caso hablaba acerca de Jesucristo. Es decir, no era un mensaje nuevo, sino uno antiguo. Eran noticias, sí ("buenas noticias", como podría traducirse "evangelio"), pero no nuevas, sino antiguas y que, en todo caso, habían sido olvidadas. En ese sentido, Pablo, igual que el resto de los apóstoles, construían el mensaje sobre la base de los profetas y de la Escritura que ellos conocían, que es lo que hoy llamaríamos Antiguo Testamento (en esa época era el único testamento).

A partir de ahí, y por el resto de la carta, Pablo expone de manera ordenada ese evangelio. Empieza, como decía en la publicación anterior, poniendo las bases, explicando cuál es la esencia del mensaje del evangelio, algo que, como iglesia, tal vez deberíamos preguntarnos un poco más seguido en estos tiempos. Para el apóstol, la base del evangelio es la reconciliación con Dios por medio de Jesucristo. Para eso existe la revelación de Dios, expresada principalmente por las Escrituras.

Esta reconciliación se basa en la obediencia de la fe. Es interesante, entrando ya en esta segunda parte del capítulo, que Pablo dice que la salvación anunciada por el evangelio es "por fe de principio a fin", o, según las traducciones más literales, "de fe a fe". En ese sentido, Pablo introduce uno de los temas centrales de toda su carta, que es la fe. Pareciera haber una contradicción: obediencia de la fe. Nosotros tendemos a pensar que, o es la obediencia, o es la fe. Es decir, relacionamos obediencia con la ley, y la salvación no es por obedecer la ley, sino que es por la fe.

Bueno, lo que yo veo es que esta contradicción no es más que una ilusión. Si Pablo dice que es necesario "obedecer la fe" es porque, como veíamos en la publicación anterior, uno puede creer pero no hacerle caso a su fe. Creer en la teoría, pero vivir sin darle importancia a lo que su fe le indicaría. Eso no siempre significa llevar una vida de desenfreno. Una persona puede vivir una vida muy moderada, pero a la hora de tomar decisiones importantes no darle importancia a lo que su fe le diría. Una vez, mi papá me dijo una frase que me quedó muy grabada, hablando sobre temas de política: "mi principio siempre es este: que tu fe juzgue tu ideología". Yo lo extendería para decir: que tu fe juzgue el rumbo que toma tu vida. Eso es para mí la "obediencia a la fe".

Ahora, esta obediencia a la fe es "poder de Dios para la salvación de todos los que creen". Sin embargo, puede surgir una pregunta, que tal vez muchos no se hayan hecho: ¿salvación respecto de qué? ¿De qué tenemos que ser salvados?

La respuesta que da Pablo es: salvados de la ira de Dios. Eso es coherente con la idea de reconciliación. Lo que da a entender el apóstol es que Dios está furioso con la humanidad. ¿Es eso posible? ¿No era que Dios amaba a su creación, y que el ser humano era su creación más preciada? Sí, sin duda. Toda la Escritura da testimonio de eso. Pero tenemos una idea un tanto rara de la ira. Creemos que la ira es el deseo descontrolado de destruir a alguien. Eso se parece más al odio. La ira es un enojo muy intenso, la emoción que se nos dispara cuando alguien daña algo que nos es muy preciado. Sentimos un profundo deseo de que el que lo hizo pague las consecuencias, para compensar a la parte ofendida.

Si leemos atentamente Génesis 3, nos damos cuenta de que en la historia del mundo, la parte ofendida es Dios. Nosotros, los seres humanos, rompimos el equilibrio de la creación, al elegir la desobediencia antes que la obediencia. Por eso estamos bajo su ira, somos el objeto de su enojo. No sólo eso: generación tras generación seguimos aumentando la deuda que contrayeron nuestros antepasados, porque seguimos desobedeciendo a Dios. Así que la deuda termina siendo imposible de pagar. Para pagarla humanamente, tendría que haber alguien que no desobedezca a Dios nunca, y que le enseñara a a los demás a hacer eso. Pablo habla sobre esto más adelante.

Pero está claro: la humanidad insiste en desobedecer. El apóstol da muchos ejemplos de eso en este capítulo, empezando por los más evidentes en la sociedad de ese tiempo (la idolatría y las prácticas homosexuales), y después enumerando todas las otras (por si quedaba alguna duda). Citando a Pablo: "de modo que nadie tiene excusa". Y nadie tiene excusa porque, para el apóstol, está clara la revelación de Dios. Está al alcance. La autoridad de Dios debería ser evidente a todos, porque está expresada en la creación misma. Él es el creador y, por lo tanto, es el único que tiene derecho a poner las reglas. Nadie más es Dios. Sin embargo, los seres humanos no sólo desobedecemos, sino que tendemos a establecer nosotros mismos qué nos parece bien y qué nos parece mal, cuando deberíamos "obedecer a la fe", hacerle caso a los parámetros de Dios.

Al leer la lista de consecuencias del pecado, vemos una descripción muy gráfica, no del mundo de esa época nada más, sino del nuestro también, tan actual que hasta da miedo. En nuestra cabeza puede ser que esté metiendo en la misma bolsa cosas que son malas, cosas que son terribles, cosas que no tienen nada de malo y cosas que hoy pensamos que por ahí hasta son buenas. Pero está claro que no: todas forman parte de la misma "depravación mental", que también podría traducirse del griego como "mentalidad reprobada", es decir, todas nacen de considerar como aceptable o deseable algo que Dios desaprueba (y que por lo tanto, como decía más arriba, es malo en sí mismo).

¿Qué actitud tiene Dios frente a esto, según Pablo? Nos deja hacer. Furioso, sí, pero nos deja hacer. Consciente de que, al final del camino, pagaremos todo lo que rompimos. Vuelvo al punto que dice el versículo 18: "la ira de Dios viene revelándose desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los seres humanos". Seguimos siendo objeto de su ira y, por lo tanto, estamos condenados a pasar nuestra eternidad alejados de la presencia de Dios. Cuando nuestro cuerpo deje de funcionar, nuestro espíritu, el soplo de Dios, que debería volver a él, no vuelve a él. Pero tampoco se destruye. Se queda sufriendo todas las aflicciones que podríamos imaginar. Eso es la muerte.

De eso nos salva el poder de Dios, que está expresado en la buena noticia. Yo antes dije "consecuencias del pecado" pero, en definitiva, todo esto es consecuencia de la obstinación humana, de la insistencia en desobedecer y llamarle "bueno" a lo que en realidad es "malo"; de obstruir la verdad de Dios con la maldad. Por eso, elegir la obediencia es tomar el camino inverso. Vamos a ver que no es tan fácil, pero justamente la buena noticia es que por medio de Cristo podemos emprender ese camino. Eso es la santificación, que yo mencionaba en la publicación pasada. Empieza con la decisión de obedecer a la fe por medio de Cristo. Por eso el evangelio "es poder de Dios para salvación de todos los que creen", y por eso Pablo dice que no se avergüenza del evangelio, por más que otras filosofías de la época digan que es ridículo, que es una tontería y cosas parecidas. Nada distinto a lo que escucharíamos hoy si le dijéramos a un "hombre de ciencia" que creemos en la resurrección de Jesucristo y en lo que dice la Biblia.

Y no sólo un "hombre de ciencia". Pablo dice de dónde viene todo esto: "se extraviaron en sus inútiles razonamientos". No hay realmente argumentos razonables para negar esta realidad que describe Pablo. Es como querer tapar el sol con una mano. No se puede negar que vivimos en un mundo desastroso, caótico, donde la gente que hace maldades muchas veces sale "bien parada" en términos humanos, donde los gobernantes que deberían cuidarnos son corruptos, donde los padres y las madres abandonan a los hijos, donde los laboratorios hacen negocios con la salud de la gente, y otras incontables maldades, sin contar las de todos los días, de nuestros vecinos, amigos, familiares o incluso de nosotros mismos. Vivimos en una sociedad donde la razón, en teoría, es lo que establece qué es cierto y que no, qué está bien y qué está mal. El evangelio suena irrazonable, porque para la ciencia, que es nuestra filosofía madre, es absurdo. Elegimos cada día, como sociedad, nuestro camino: cerrar los ojos a Dios. Por eso, como dice Pablo, Dios nos entrega a esa maldad que nosotros mismos elegimos al apoyar esa visión.

¿Por qué nos entrega, dirían algunos, siendo un Dios de amor, a la maldad que elegimos? Precisamente porque nosotros la elegimos, aunque más no sea rechazando a Dios. Por ser un Dios de amor es que jamás querría forzar a nadie a elegir su camino en lugar de otros caminos. Así, lo que nosotros mismos consideramos normal termina siendo nuestra propia perdición.

Pero nuevamente, el evangelio tiene el poder para salvarnos de esto. Por supuesto, no puede salvarnos de toda la maraña de consecuencias que tiene la desobediencia, porque la gente que practica las maldades sigue y seguirá existiendo mientras exista el mundo actual. Pero Jesucristo es la puerta para reconciliarnos con Dios, al reconocer nuestra parte en esta red de maldad y desobediencia. Y es la puerta a la santificación, o sea, al proceso de aprender a obedecer la fe y cambiar, de esa manera, nuestra manera de pensar y nuestra conducta, para contribuir a hacer de este mundo un lugar cada vez menos desobediente, hasta el día en que Cristo vuelva y terminen los días del mundo caído.

Dios nos dio, por medio de Cristo, la posibilidad de formar parte de una nueva humanidad, de un nuevo segmento de la humanidad, que cambia de actitud y reconoce la autoridad de Dios en materia de qué está bien y qué está mal. Ese camino es el que nos lleva a colaborar en la restauración de este mundo; es el único camino que realmente puede marcar un cambio espiritual profundo en nuestro mundo. Sin Cristo, no hay reconociliación, y por lo tanto no hay restauración. Pero el evangelio nos dice que con Jesucristo, la ira de Dios queda saciada, y cuando aceptamos que ese sacrificio era necesario por causa mía también, o sea, cuando me reconozco como parte de los que viven en desobediencia, Dios se reconcilia conmigo, y puedo disfrutar de su presencia por el resto de mi vida. Y también por la eternidad porque, una vez que el cuerpo deje de funcionar, mi espíritu volverá a él. Cualquiera que acepte el mensaje, tanto la mala como la buena noticia, tiene acceso a esto. De eso habla el próximo capítulo, y por lo tanto la próxima publicación.

"Que Dios nuestro padre y el Señor Jesucristo les concedan gracia y paz" (Romanos 1:7).

Hasta que volvamos a encontrarnos.