martes, 31 de octubre de 2017

La reforma de la Reforma

Hola a todos. La tradición reformada nos dice que hoy, 31 de octubre, se cumplen quinientos años desde que Lutero dio inicio a un proceso enorme de renovación y transformación de la iglesia, y, me atrevo a decir, del pensamiento occidental en general. Miles de iglesias en todo el mundo, hoy, apoyan su doctrina en los cinco pilares del luteranismo: sólo por la fe somos justificados, sólo por la perfecta obra de Cristo, sólo por la gracia de Dios somos perdonados y aceptados por él, sólo la Escritura es la regla de vida y la máxima autoridad en cada área de la vida de un creyente, y sólo de Dios y para él es la gloria.

A quinientos años de la Reforma, pareciera más pertinente que nunca la frase popularizada durante el siglo XX: “la iglesia reformada debe siempre seguir reformándose”. Nuestras doctrinas dejaron afuera durante siglos algo que tanto Jesús, como los apóstoles, como los profetas desde Moisés en adelante, parecen haber tenido muy claro: una de las fuerzas más poderosas en la vida de una persona son sus relaciones con otras personas. Y los seres humanos estamos diseñados para eso. La ruptura del ser humano con su creador causó que las relaciones entre las personas no funcionen ya adecuadamente, pero parte del plan de Dios para la iglesia es restaurar, en el marco de las relaciones entre los creyentes, la idea original que él diseñó.

Por eso, en la celebración de estos quinientos años, tal vez sea hora de preguntarnos dónde están, en nuestra teología, las relaciones interpersonales y los efectos que ellas tienen sobre nosotros; dicho de otra forma, qué lugar ocupan las emociones y su correcta comprensión y manejo en nuestra doctrina. Creo que sólo si nos ocupamos de este tema vamos a poder devolverle al evangelio la frescura y el poder que tenía en aquella primera iglesia, a la que la reforma pretendía hacer resurgir. Tal vez la clave del avivamiento que muchas iglesias evangélicas esperan hoy en día es, precisamente, volver a darle lugar a la vida interior de las personas.

Y, sobre todo, que esta vida interior pueda volverse exterior. Dios quiere relacionarse con lo que verdaderamente hay en cada uno de nosotros, en cada momento. Mi opinión es que, en las iglesias de hoy, vivimos escondiéndonos detrás de antifaces: máscaras de racionalidad, de intelectualidad, de gozo, de confianza ciega en Dios y de palabras religiosas. O vivimos tratando de ser políticamente correctos con todos, y nos olvidamos de ser genuinos o espontáneos acerca de lo que realmente creemos y sostenemos sobre las cosas.

Somos llamados a “vivir la verdad en amor” (Efesios 4:15). Tal vez, entre otras cosas, esto implique que tenemos que acercarnos a Dios tal como verdaderamente somos y estamos, y saber que somos amados y aceptados incondicionalmente, porque de eso se trata. Al fin y al cabo, según la tradición, el versículo que hizo que Lutero reconsiderara su fe y reformulara la doctrina dice que “en el evangelio se revela la justicia que proviene de Dios, la cual es por fe de principio a fin, tal como está escrito: «el justo vivirá por la fe»“ (Romanos 1:17). No somos más o menos justos por nuestra manera de pensar, de sentir o de actuar, sino que la fe en las acciones de Jesús, y en la justicia de ellas, nos hace aceptables a los ojos de Dios. Eso es, en todo caso, lo que nos debería llevar a querer cambiar y ajustar aquellas cosas que están fuera de lugar, o a querer vivir el tipo de vidas que Dios desea para nosotros.

De hecho, volviendo a Jesús, así como él es Dios, él también es completamente hombre. Es, de hecho, el más alto exponente de un ser humano, es decir, es el ejemplo de cómo un ser humano pleno se vería, un ser humano sin pecado, sin desobediencia a Dios. Pero no sólo cómo se vería si el mundo fuera ideal, sino cómo se vería un ser humano sin pecado en un mundo quebrado. Y Jesús experimentó una gran variedad de emociones. Eso debería darnos la pauta de que las emociones no sólo están permitidas, sino que son parte del diseño divino del ser humano. El miedo, la tristeza, el enojo, la angustia, la frustración, la alegría, realmente no hay razón para creer que está mal sentirlas, porque Jesús las sintió. Y todas tienen una razón de ser, existen en nosotros por un motivo. Es importante, para poder tener una experiencia más completa de nuestra propia vida, pero también de nuestra relación con Dios, aprender a entender nuestras emociones y a tratar con ellas.

En algún punto, toda la idea de la serie de reflexiones sobre el fruto del Espíritu fue hacer una primera aproximación a este tema, planteando algunos puntos que nos ayuden a ser más sensibles entre nosotros, entendiendo que cuando sentimos cosas que solemos considerar "negativas" no estamos en sí pecando. Es cierto que estas emociones nos llevan a pensamientos que van en contra de la verdad (es decir, en contra de la realidad espiritual, en definitiva), pero Dios es compasivo con nosotros en esos momentos, y entiende nuestra condición, de modo que nosotros deberíamos hacer lo mismo unos con otros, en lugar de juzgarnos, acusarnos o reprendernos unos a otros por lo que sentimos.


En este aniversario de la Reforma, y de cara a los próximos quinientos años de vida de la iglesia, si es que Dios así lo dispone, tal vez es hora de hacer una apuesta, y preguntarnos cómo podría empezar a reinterpretarse nuestra doctrina reformada, y, por ende, las Escrituras, a la luz de una perspectiva nueva que tenga en cuenta los procesos emocionales que una persona atraviesa en las diferentes circunstancias de su vida, es decir, la realidad emocional (que por otra parte, es algo esencial de la experiencia humana) y cómo Dios también integra las emociones en su diseño. Dios hizo nuestras emociones, y todas ellas tienen una función. Por lo tanto, nada de esto le es ajeno a él. Sin embargo, nos sigue siendo ajeno a nosotros, los cristianos. Tal vez sea hora de reformar la reforma un paso más allá.

Hasta que volvamos a encontrarnos.