La pregunta por “¿quién
pecó?” encierra una más importante detrás, una que nos hacemos muy a menudo
cuando nos pasan cosas desagradables: ¿qué hice mal? Es lógico que, ante la
calamidad, las pérdidas, las situaciones malas nos hagamos esta pregunta. A veces,
las cosas que nos pasan pueden efectivamente ser consecuencia de nuestro propio
pecado; a veces consecuencia del pecado de otros; a veces, de que vivimos en un
mundo que está muy por debajo del ideal, y las cosas que necesitamos que
funcionen bien no siempre funcionan bien.
En
cualquier caso, considero que nuestro sufrimiento no viene como consecuencia de
un castigo de Dios por lo que hicimos mal. No dudo de que a veces, para
corregir nuestro camino, Dios puede llegar a obrar de maneras extrañas en nuestra
vida, que se ven muy parecidas a un castigo. Pero Dios está mirando hacia lo
que viene, no hacia lo que pasó. No es un castigo, sino una corrección. El castigo
de Dios, en mi opinión, está reservado para la eternidad, después del juicio.
Por lo cual hoy, en este lado de la vida, no hay un castigo directo de Dios
sobre nosotros.
Pero
me parece que el punto que intenta marcar el libro de Job va incluso más
profundo: cuando sufrimos, es inútil intentar razonar “desde la perspectiva de
Dios” y verlo como un castigo por algo que hicimos. Una y otra vez, el libro de
Job nos invita a verlo desde su perspectiva humana, y dialoga con los intentos
de los amigos de imputarle a Dios determinada opinión sobre el caso de Job. En
otras palabras, no es tu culpa si estás sufriendo. No sos responsable por todo
lo que está mal en tu vida. Tal vez tengas mayor o menor responsabilidad sobre
algunas cosas, pero el punto es que Dios no considera que tu sufrimiento sea
necesariamente justo, independientemente de cuál sea tu cuota de
responsabilidad. No es tu culpa si estás sufriendo.
La
pregunta de “¿quién pecó?” nos confronta también con la imagen que tenemos acerca
de Dios en nuestra mente. Preguntar “¿quién pecó?” cuando alguien sufre
significa imaginarnos a un Dios que va acumulando nuestras fallas en una lista,
hasta que no soporta más y nos castiga con el sufrimiento. Tal vez pueda sonar
un poco fuerte dicho en estas palabras, pero no es ni más ni menos que un Dios
torturador, que nos golpea hasta que confesamos nuestro pecado y cambiamos de
conducta. Si te identificás con la pregunta “¿quién pecó?” tal vez te choque leer
que detrás de eso puede estar la imagen de un Dios torturador. Pero calma, no es algo tan
grave, si nos detenemos a ver que esa es la imagen más común de Dios o de los dioses en toda la
historia de la humanidad.
Sin
embargo, Dios no es un Dios de las conductas. Dios es un Dios del corazón, un Dios del carácter. El
libro de Job es una obra maestra acerca de cómo Dios mira al corazón, y cómo
transforma el corazón de una persona en medio del sufrimiento. Dios no se pone
a repartir culpas. De hecho, ya vamos a ver que cuando Dios responde en este
juego de diálogos que es el libro de Job, no lo hace criticando a Job y confirmando
que lo está castigando por lo malo que él o sus hijos hicieron, sino que
responde mostrándose a sí mismo, dándose a conocer en profundidad, Es más, no
olvidemos que al final del libro, Dios le da la razón a Job, implicando que efectivamente
era un sufrimiento injusto. Es que Dios no hace justicia contra el que
sufre, sino que le hace justicia al que sufre. Dios quiere rescatar
al que sufre. De eso se trata la gracia. No importa si merecemos o no el sufrimiento
que estamos atravesando. Lo que importa es que Dios nos quiere y nos valora
tanto que quiere librarnos de ese sufrimiento. Y en este sentido, no hay lugar
del que Dios no te pueda sacar. No importa que tan abajo estés en el pozo, la
cuerda de Dios es infinita, puede llegar hasta lo más profundo del abismo.
Volvamos
por un momento al final de Job. En los versículos que van del 10 al 17, vemos
cómo Dios le devuelve a Job el doble de todo lo que tenía: el doble del ganado,
el doble de hijos, el doble de su riqueza. Dios restaura la vida de Job, y su
alegría será tan grande que la Biblia dice que sus últimos años fueron mejores
que los primeros (a pesar de que al principio de la historia “lo tenía todo”).
Tenemos
que tener cuidado de no entender este mensaje como “si estás sufriendo, pensá
que lo que viene después es mejor”. Seguramente lo que viene sea mejor, pero cuando estás sufriendo, lo más probable es que ese
pensamiento no te sirva de consuelo, especialmente si es un sufrimiento grande.
Pero el punto no es ese. El punto es que Dios, en medio del
sufrimiento, no se queda mirando y esperando que tu vida mejore, para después
bendecirte. Dios sale a tu encuentro y se queda a tu lado, mientras sigue trabajando en tu situación y en tu corazón. Te reconstruye, te sana, te fortalece y transforma tu sufrimiento en bendición, en un proceso que no empieza cuando la tormenta pasa, sino en medio de la propia tormenta.
Dios no se queda de brazos cruzados ante tu dolor, él viene a estar con vos, a acompañarte y a reconstruir lo que se rompió o se está rompiendo en tu vida.
Quiero
cerrar esta reflexión, entonces, resumiendo un poco la idea. El libro de Job te
invita a que, si estás sufriendo, no sigas el juego de tu propia condena sobre
vos mismo:
—Dios
no te culpa por tu sufrimiento.
—Dios
no te desecha por estar sufriendo.
—Dios
no te reprende por quejarte; no tenés por qué callar tu dolor.
No tengas miedo de quejarte ante Dios, porque él es
suficientemente maduro y seguro de sí como para recibir tu queja con amor. No
te va a lanzar un rayo “porque sos un ingrato”, sino que te va a lanzar la cuerda
porque necesitás que alguien te ayude a salir del pozo. Eso es parte del
mensaje de la gracia. Dios quiere mirarte a los ojos en tu sufrimiento, vengas
con el tono que vengas. Incluso, si vamos un paso más allá, Dios baja dentro del pozo. Es lo que hizo al encarnarse en Jesús.
Y si no estás sufriendo, el desafío del libro de Job es a adoptar esa misma actitud hacia la persona que sufre: no culparlo por su sufrimiento, ni desecharlo, ni reprenderlo, sino bajar al pozo, quedarnos a su lado, escuchar y ayudar en lo que se pueda. No venir con un rayo, sino con una cuerda.
Hasta que volvamos a encontrarnos.
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