Entrar al libro de Job es
difícil, y puede ser confuso. Las primeras preguntas incómodas se nos plantean
desde el momento cero del libro. Por eso, voy a empezar a analizarlo de una
manera bastante extraña y particular: por el final. Me parece que, para poder
entender bien el “debate” del libro de Job, necesitamos tener bien presente
cómo termina. Recordemos que es posible que el final fuese una de las primeras
partes que se escribieron. Si no fue así, la otra teoría es que se escribió
todo junto, por lo cual el final siempre estuvo disponible para sus lectores.
Aquí, recomiendo leer el pasaje de Job 42:7-9,
pero voy a citar en particular un fragmento, en el que Dios les habla a los
amigos de Job luego de que toda la discusión ya terminó:
El
Señor se dirigió a Elifaz de Temán y le dijo: «Estoy muy irritado contigo y con
tus dos amigos porque, a diferencia de mi siervo Job, lo que ustedes han dicho
de mí no es verdad.» (Job 42: 7).
Unas líneas después,
insiste: “y conste que, a diferencia de mi siervo Job, lo que ustedes han
dicho de mí no es verdad”.
Tengamos en cuenta, entonces, durante toda la
reflexión, que Dios le da la razón a Job al final del libro, y no a sus amigos.
Esto es extremadamente importante, porque los argumentos de los amigos de Job
pueden llegar a ser muy convincentes, y hasta podrían ser correctos en otro
contexto. Pero en este libro, Dios le da la razón a Job, y no sólo eso: está “muy
irritado” con sus amigos.
Para entender adecuadamente esa respuesta final de
Dios a la situación de Job, tenemos que entender bien qué es lo que está en
discusión. Es decir, es evidente que algunas afirmaciones teológicas de Job son
erradas, y Dios no le daría la razón en ellas. También hay que notar que no se
las discute, a diferencia de los amigos. La discusión pasa por otro lado. Hay
que entender bien cuál es la pregunta que se hace permanentemente el libro de
Job para interpretar la respuesta de Dios acertadamente.
En realidad, hay más de una pregunta. Y las
respuestas están dispersas por todo el libro (por eso empiezo por el final). No
son preguntas que el libro nos hace de manera directa, sino que están enredadas
en la “discusión” entre los amigos y Job. Lo mismo sucede con las respuestas.
Empecemos a recorrer un poco la historia de Job. El
texto bíblico nos dice que él era una persona muy rica, de mucho renombre y muy
piadosa: “un hombre recto e intachable,
que temía a Dios y vivía apartado del mal” (Job 1:1). Job tenía siete hijos y tres hijas, y se nos cuenta que
sus hijos: “acostumbraban turnarse para
celebrar banquetes en sus respectivas casas, e invitaban a sus tres hermanas a
comer y beber con ellos” (Job 1:4).
Era tan piadoso y respetaba tanto a Dios que, por las dudas de que hubiesen
hecho algo malo, cuando terminaban los banquetes “se aseguraba de que sus hijos se purificaran” (Job 1:5), ofreciendo un sacrificio él mismo en nombre de ellos, casi
oficiando de sacerdote.
Pero entonces sucede algo inesperado. Voy a saltear
algunos versículos para que veamos la historia desde el punto de vista humano
de Job, y podamos ponernos en sus zapatos. Un buen día, cuando sus hijos e hijas
están celebrando uno de sus banquetes, llega a Job un mensajero y le dice que
unos bandidos atacaron la “estancia” de Job, le robaron los bueyes y los asnos
y mataron a los cuidadores (Job 1:15). Podemos empezar a imaginarnos el “shock” de Job cuando
recibe la noticia. Pero según el relato, no tiene ni siquiera tiempo de
digerirla, porque viene otro mensajero y le cuenta que cayó un rayo y mató a
las ovejas y a los pastores (Job 1:16). Enseguida, otro mensajero le
trae la noticia de que otros bandidos se llevaron a sus camellos, matando
también a sus criados (Job 1:17). En este punto, Job acababa de perder prácticamente
toda su riqueza. Pero sus calamidades no terminan ahí: un último mensajero
llega y le cuenta que sopló un “fuerte viento del desierto” (podemos
probablemente imaginarnos un huracán, o una tormenta de arena) y derribó la
casa donde estaban sus hijos e hijas reunidos. Todos ellos murieron, y también
los criados que estaban con ellos.
Tal vez la historia entera nos parece muy exagerada,
porque a Job le sucedieron todas las calamidades juntas y al mismo tiempo. Dado
el misterio que envuelve la composición del libro de Job, no sería extraño que su
historia esté magnificada y exagerada a propósito, ni tampoco sería extraño que
esté “basada en una historia real” pero con un personaje ficticio. Es decir,
podría ser que la historia de Job haya sido exagerada. Pero no nos olvidemos
que, así y todo, fue inspirada por Dios, por lo cual esa exageración tendría un
propósito, un mensaje. Sin embargo, también podría no estar exagerada. Existen
casos reales de personas que sufren múltiples calamidades al mismo tiempo.
En cualquier caso, si la historia fue magnificada a
propósito o no, no importa mucho realmente. La historia de Job es la historia
de cualquiera de nosotros. Por eso quiero mirarla desde la óptica humana, desde
el punto de vista del personaje de Job. Porque cualquiera de nosotros puede
llegar a imaginar lo que él habrá sentido frente a cualquiera de estas desgracias,
aunque fuese sólo una. Todos hemos tenido que enfrentar alguna noticia
desagradable en nuestra vida. Y si no nos tocó, todos conocemos a alguien que sufrió
alguna calamidad. La historia de Job es la historia de cualquiera de nosotros,
o de cualquiera de nuestros vecinos.
Aquí es donde empiezan las preguntas. Porque al
principio, el libro ya nos había hecho un pequeño guiño: por las dudas, Job
asumía que sus hijos e hijas hacían algo malo durante sus reuniones, aunque
fuera algo mínimo, y por lo tanto ofrecía sacrificios para purificarlos.
Entonces, frente a estas desgracias, es fácil que nos hagamos una
pregunta: ¿habrán pecado los hijos, y entonces Dios los castigó? ¿O será que Job
pecó? En otras palabras, ¿quién pecó para que le pase todo esto a Job? Esa pregunta puede llegar a sonarnos familiar de otra
parte de la Biblia: “A su paso, Jesús vio a un hombre que era ciego de
nacimiento. Y sus discípulos le preguntaron: —Rabí, para que este hombre haya
nacido ciego, ¿quién pecó, él o sus padres?” (Juan 9:1-2). Los
discípulos le hacen a Jesús la misma pregunta que el libro de Job nos está
haciendo. Lo interesante es la respuesta que Jesús les da: “Ni él pecó, ni
sus padres —respondió Jesús—, sino que esto sucedió para que la obra de Dios se
hiciera evidente en su vida” (Juan 9:3).
El libro de Job nos da exactamente la misma
respuesta. En primer lugar, porque en ningún momento nos dice que Job haya
pecado antes de todas esas calamidades. Recordemos que Job era la persona más
justa sobre la faz de la tierra, según el relato. Si hubiera pecado, el relato
lo habría dicho. Incluso si tomamos la historia como una gran metáfora, si Dios
quería mostrar que la desgracia venía por causa del pecado de alguno de los
personajes, lo habría mencionado. En segundo lugar, el texto mismo nos dice,
después de las calamidades, que “a pesar de todo esto, Job no pecó ni le
echó la culpa a Dios” (Job 1:22), implicando que tampoco había
pecado antes. Pareciera decirnos “a pesar de todas las desgracias, Job siguió
siendo el hombre más justo sobre la faz de la tierra”.
Pero, por último, tenemos la escena que salteé a
propósito. Es una escena muy misteriosa y que dispara muchos debates
teológicos, pero aquí no es mi intención detenerme en ellos. Simplemente voy a
describirla y analizarla desde el punto de vista de la pregunta que nos hicimos
(¿quién pecó?). Dice el texto que un día los ángeles se reúnen ante Dios, y
entre ellos está Satanás. Discutiendo con el Señor acerca de la justicia de
Job, el tentador le dice que el único motivo por el cual aquel hombre es justo
es porque tiene todo lo que un hombre puede desear. “Pero extiende la mano y
quítale todo lo que posee, ¡a ver si no te maldice en tu propia cara!” (Job
1:11). Es un planteo clásico: es muy fácil ser bueno cuando todo te va
bien, pero vamos a ver lo que pasa con tu bondad y rectitud cuando te vaya mal. La respuesta de Dios es desafiar a Satanás para
probar que está equivocado. Él único límite que le pone es que no puede
quitarle la vida. Y allí el tentador emprende una tremenda campaña de
destrucción de la vida de Job. Una campaña que no termina con las desgracias
que ya vimos, sino que continua: Job se enferma con “dolorosas llagas desde
la planta del pie hasta la coronilla” (Job 2:7).
A este punto, hasta su esposa deja de apoyar a Job en
su integridad: su consejo es “¡maldice a Dios y muérete!” (Job 2:9).
Pero el personaje de Job se nos muestra como alguien terco para el bien, y el
texto insiste en que “a pesar de todo esto, Job no pecó ni de palabra” (Job
2:10). Aquí, el libro ya nos arroja un pequeño guiño sobre lo que va a ser
el resto de la historia. Precisamente, una de las principales críticas que le
harán a Job sus propios amigos, más adelante, es que está pecando de palabra.
¿Por qué? Por quejarse de su suerte, de todo lo que le tocó vivir injustamente.
Pero en este punto de la historia, Job todavía “no pecó de palabra”. Igualmente,
podemos empezar a hacernos otra pregunta: ¿quejarse es “pecar de palabra”? No
nos olvidemos el incómodo final del libro: Dios le da la razón a Job.
Pero volvamos al punto en el que estamos. Hasta aquí,
Job simplemente acepta con resignación lo que le está tocando vivir. Incluso le
dice a su esposa: “si de Dios sabemos recibir lo bueno, ¿no sabremos recibir
lo malo?” (Job 2:11). Me parece que el libro de Job está jugando con
un problema que atraviesa toda la historia de la humanidad y, sobre todo, la
filosofía: ¿por qué sufrimos? Y lo que es peor, ¿por qué sufre alguien que es
justo? Es desde ese lugar que el libro nos hace la pregunta acerca de quién
pecó.
Entonces, lo inquietante es la respuesta: nadie pecó.
Estas cosas simplemente pasaron. Ni Job, ni sus hijos, ni sus criados tienen
nada que ver con las desgracias de Job. Por supuesto, no quiere decir que los
hijos nunca hayan hecho nada malo. Es más, la justicia de Job puede estar
también exagerada a propósito en el libro, porque al final no importa. Lo que la
Biblia trata de demostrarnos es que las calamidades no tienen por qué estar relacionadas
con el pecado de nadie. De hecho, los que claramente pecaron en la historia,
que son los bandidos, son los que no sufrieron ninguna de estas desgracias. En
algún punto, el libro incluso nos confronta con que hay fuerzas moviéndose
detrás del telón que están fuera de nuestro alcance, y a nosotros sólo nos
queda vivir lo que vivimos y decidir qué vamos a hacer al respecto, cómo lo
vamos a transitar.
Detrás de esta reflexión hay una enseñanza que me
parece que es todavía más importante, más significativa para nuestra vida. De ella voy a hablar en la próxima publicación.
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