martes, 28 de julio de 2020

Romanos 5 - reconciliados por fe

Texto: Romanos 5

Hola a todos. Hasta acá vengo haciendo un recorrido por los primeros cuatro capítulos de Romanos, y antes de pasar a la reflexión sobre este capítulo, quiero refrescar un poco los temas, porque este capítulo redondea integrando muchas cosas. Al principio de la carta a las iglesias de Roma, el apóstol Pablo explica que el evangelio habla sobre Jesucristo, descendiente del rey David desde el punto de vista humano (la descendencia por adopción era considerada igual de válida en aquella época que la biológica), y declarado hijo de Dios por medio de su resurrección. Este último punto es importante para la reflexión que sigue.

El evangelio llegó a existir, explica Pablo, desde el Antiguo Testamento (para ellos, las Escrituras eran ni más ni menos que eso). Ya Moisés había hablado del Mesías, desde Génesis, y toda la historia espiritual del pueblo hebreo se trataba sobre esas revelaciones y sobre ese evangelio. Abraham, padre del pueblo hebreo, es el ejemplo más claro de esto, como muestra el capítulo 4. ¿Cuál es el evangelio? ¿Cuál es esa "buena noticia" anunciada ya por los profetas de las Escrituras?

La salvación, ni más ni menos. La redención del ser humano y, mediante él, de toda la creación. ¿Por qué? Y acá hay otro punto importante para este capítulo: el primer humano en pisar la Tierra, Adán, desobedeció a Dios, ocasionando una ruptura con él, que la Biblia conoce como "muerte". La muerte, en la lengua hebrea, está relacionada con el concepto de "separación". Es decir, bíblicamente, morir no significa primero que falle nuestro cuerpo hasta apagarse, sino que lo primero que morir significa es estar separados de Dios. Desde Adán en adelante, nacemos en estado de desobediencia, y por lo tanto, de separación con Dios. Nacemos en pie de guerra con Dios, naturalmente predispuestos a desobedecer. En otras palabras, nacemos muertos.

Si nada cambia en nuestra condición espiritual durante nuestro paso por la Tierra, quedamos expuestos a la ira de Dios, y por lo tanto seguimos en pie de guerra con él por el resto de la eternidad. Eso significa que los mismos sufrimientos que experimentamos en este mundo nos acompañan para siempre, pero peores, según nos muestra la Biblia. Pero, y esta es la buena noticia, Dios mismo proveyó el remedio para la enfermedad que nosotros mismos causamos.

El capítulo 5 nos dice que era imposible para nosotros salvarnos. Eso es coherente con lo que decía el capítulo 3 (versículo 11): "no hay (...) nadie que busque a Dios". Más adelante, Pablo desarrolla esta idea, pero acá el énfasis está en otro lado. Dios manifiesta entonces una justicia que excede cualquier capacidad de obediencia humana desde Adán en adelante, una justicia que, como decía también el capítulo 3 (versículo 21), nos llega "sin la mediación de la ley". La ley, nos dice ahora el apóstol, hizo que aumentara la transgresión, porque antes la desobediencia era algo general, vago, vivíamos desobedeciendo a Dios sin siquiera saberlo (lo cual no nos excusaba, por supuesto). Pero al aparecer la ley escrita, sabemos lo que estamos quebrantando. Incluso conocemos nuevas cosas que quizá no habíamos pensado, así que pecamos incluso más que antes. En el capítulo que sigue, Pablo atiende esta cuestión, que será tema de la próxima reflexión.

Pero el punto es que, entonces, la ley no podía salvarnos. La ley nos mostró, en todo caso, que era imposible para nosotros salvarnos, y no nos quedaba otra que arrepentirnos de nuestra maldad y cumplir nuestra parte del pacto para aplacar la ira de Dios. En el Antiguo Pacto, esa era la función de los sacrificios: un recordatorio de nuestra necesidad de pagar por lo que habíamos roto, y a la vez una anticipación de lo que iba a ser el Nuevo Pacto: el sacrificio definitivo, voluntario, de Jesucristo. No en el altar, sino en la cruz, como si fuera una forma también de representar gráficamente lo que estaba sucediendo: el justo condenado por los injustos.

Ahora, esto es fundamental: Jesús murió para ocupar nuestro lugar a pesar de que no lo merecíamos. No lo hizo porque algunos lo merecían, o porque en realidad no éramos tan malos. Lo hizo a pesar de eso, aunque ninguno lo merecía ("no hay un solo justo, ni siquiera uno", Romanos 3:10). Por eso dice el apóstol que "cuando todavía éramos pecadores, Cristo murió por nosotros". Está introduciendo acá un concepto, que de hecho menciona, que es el de gracia: un regalo que se nos da sin que hagamos nada para merecerlo o para que la persona decida darlo. O en este caso, para que Dios decida darlo. De ahí viene el concepto de gratuito. El regalo de la justificación por medio de la fe en Jesucristo nace directamente del deseo de Dios de restaurarnos, para poder pasar una eternidad con nosotros. No nace en nada que nosotros tengamos o hayamos hecho.

Ese es uno de los puntos centrales del evangelio: por su propia voluntad amorosa hacia nosotros, Dios decide tomar forma humana, venir a la tierra y ocupar nuestro lugar en la condena por nuestra propia desobediencia. De esa manera, logra una especie de inversión: el justo es condenado, se le imputa nuestra desobediencia, como si hubiese sido él quien desobedeció, y a nosotros, injustos, se nos imputa la obediencia de Cristo, como si hubiésemos sido nosotros los que obedecimos en todo (como sí hizo Jesús durante su vida).

Esto, que parece un tecnicismo, es crucial: al invertirse nuestra falta de justicia, se invierte también nuestra condena. Ya no estamos sujetos a la muerte, sino todo lo contrario: se nos imputa también, por así decir, la resurrección de Cristo. Esto es muy importante. La muerte no podía mantener a Jesús sujetado, porque él era un verdadero justo. La muerte está relacionada con el pecado, con la desobediencia, con la separación de Dios. Por vivir una vida de obediencia, o sea, sin pecado, Jesús no podía quedar muerto. Esto lo explica el apóstol Pedro en uno de sus primeros discursos ante los judíos (Hechos 2:22-24). Es por eso que la resurrección declara fehacientemente que Jesús era el hijo de Dios. Era el único que podía ser tan justo que la muerte no fuese aplicable a él.

Y al imputársenos su justicia mediante nuestra fe en él, nosotros quedamos justificados ante Dios, y por lo tanto exentos de la muerte. Sí, nuestro cuerpo terrenal se desgasta y se deshace, pero tenemos un cuerpo espiritual que es eterno por la obra que Cristo realizó (1 Corintios 15:35-49). Entonces, a partir del momento en que nos convertimos a la obediencia de la fe, la muerte ya no tiene dominio sobre nosotros. Así llegamos al final del razonamiento de Pablo en este capítulo: la desobediencia de uno (Adán) causó la condenación de todos. Pero la obediencia de uno (Jesús) revirtió eso y trajo salvación para todos (para todos los que acepten ese regalo, por supuesto, para lo cual primero necesitamos creer el mensaje). Por eso dice que "allí donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia": el pecado y sus consecuencias fueron tremendas, sí, como ya vimos. Pero eso hace que la gracia y sus consecuencias sean todavía más tremendas. Cuando Adán pecó, por un solo acto de desobediencia se vino todo abajo. Pero eso significa que la deuda que la gracia vino a cubrir es en realidad inmensa, mucho más grande que la desobediencia de Adán, porque desde entonces seguimos pecando todos, una y otra vez. La gracia que se manifestó en la obra de Jesucristo alcanzó no sólo el pecado de Adán, sino todos los actos de desobediencia de todas las personas que existieron, existen y existirán (siempre y cuando acepten el mensaje y, por lo tanto, cambien su actitud de desobediencia a Dios por una de obediencia).

Y esto en realidad nos lleva al principio del capítulo: la esperanza que no nos defrauda. Porque la fe que lleva a nuestra justificación es la misma que nos lleva a perseverar, es decir, a insistir en la fe a pesar de las dificultades y sufrimientos que nos toca vivir, y esa insistencia en la obediencia hace que tengamos un caracter más firme, probado por las dificultades. Es decir, nuestro carácter obediente a Dios queda demostrado por nuestra perseverancia. Esto no quiere decir que hacemos todo bien. Pero si quiere decir que nuestra actitud de obediencia no flaquea a pesar de las dificultades que muchas veces nos trae (porque vivimos en un mundo que sigue eligiendo un estilo de vida contrario a Dios). Entonces, si somos capaces de tener un carácter obediente, un carácter que genuinamente desea la obediencia, quiere decir que fuimos salvados, porque la salvación viene antes de la obediencia. Nadie podría desear la obediencia si no fuese porque primero creyó y recibió la gracia y la justificación, que le permiten romper con la lógica de la desobediencia, con la rebeldía.

Esto es muy importante. Podemos no sentir que fuimos salvados o justificados por Dios, incluso podemos no sentirnos en paz con Dios, es decir, sentir que él nos mira con enojo o con ira, que no está conforme con nosotros, que está decepcionado. Pero eso no significa que la realidad sea así. Por más que sintamos eso, la paz con Dios es una realidad espiritual en la vida de todo creyente, de toda persona que cambió su actitud rebelde por un deseo genuino de obediencia. No depende de que lo sintamos o no. Es más, si sentimos que Dios está enojado con nosotros, significa que estamos reconociendo su autoridad, y por lo tanto, a pesar de todo, es otra señal más de que fuimos salvados. Tenemos paz con Dios incluso aunque podamos sentir que él no está en paz con nosotros.

Esa paz con Dios, y esa "entereza de carácter", es decir, ese carácter obediente, son la prueba fehaciente de que fuimos justificados y salvados, y por lo tanto nuestra esperanza segura de que, un día, al final del camino, seremos resucitados como Jesucristo, y compartiremos su gloria. ¿Qué es esa gloria? En términos simples, en línea con lo que viene diciendo el apóstol Pablo, es la gloria de un cuerpo inmortal, y la gloria de una relación de amor con Dios por el resto de la eternidad; dos bendiciones inmensas de las que Jesús está disfrutando desde siempre, y de las cuales, gracias a él, ahora nosotros podremos disfrutar para siempre.

No duden en dejarme sus preguntas, comentarios y reflexiones más abajo.

"Que Dios nuestro padre y el Señor Jesucristo les concedan gracia y paz" (Romanos 1:7).

Hasta que volvamos a encontrarnos.

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