lunes, 6 de julio de 2020

Romanos 2 - nuevos y viejos creyentes

Texto: Romanos 2

Hola a todos. El capítulo 2 de la carta de Pablo a los romanos puede resultar muy comprometedor para todos aquellos que formamos parte de la iglesia, si lo leemos en profundidad. De hecho, hay que recordar que es una carta dirigida a cristianos, no a personas no creyentes. Pablo le está presentando el evangelio a otros cristianos. Y eso está muy relacionado con el mensaje de este capítulo.

En un principio, y en conexión con el asunto del que viene hablando, Pablo dice que nadie está exento de las conductas y tendencias a desobedecer que tiene el ser humano. En este punto el apóstol hace un giro y dirige directamente sus palabras a aquellos creyentes que venían de tradición judía, diciéndoles  "no tienes excusa tú, quienquiera que seas, cuando juzgas a los demás". ¿Por qué hace este giro? Para aquellos que no estén muy familiarizados con la cultura cristiana de aquel tiempo, uno de los primeros problemas que surgieron en la iglesia temprana fue la discriminación por parte de los cristianos de origen judío hacia los llamados "gentiles", que eran aquellos que no venían de familia judía.

¿De donde nacía esta discriminación? Los judíos habían sido designados por Dios como el "pueblo de Dios" en las Escrituras, y eran quienes habían recibido la ley y los profetas. La verdad es que, si nos remontamos más atrás en el tiempo, es dudoso pensarlo como "pueblo" elegido por Dios. En todo caso, acabaron convirtiéndose en un pueblo, en el sentido que lo entendemos hoy, pero originalmente Dios escogió a determinadas familias, por motivos que escapan y seguirán escapando a nuestra comprensión. Especialmente, escogió a una familia, la de Abraham, de quien Pablo habla un poco más adelante, y después a sus descendientes. A Abraham le hizo la promesa de que se convertiría en bendición para todas las naciones, y a partir de ahí comienza la historia del "pueblo de Dios".

Ya podemos ver, en este detalle, que el desprecio por los que no formaban parte de ese pueblo no tiene lugar en el plan de Dios. De hecho, es al revés: el plan original era llevar la bendición, por medio de la descendencia de Abraham, a todos los pueblos de la tierra. Algunos episodios en la historia de sus descendientes hicieron que se creyeran superiores a los demás pueblos, y así se llegó a la idea de que los "gentiles" no merecían la bendición de Dios, porque no observaban las tradiciones judías ni tenían acceso a la ley y los profetas.

Es en ese contexto que Pablo les dice: sí, es cierto, por naturaleza los gentiles no tienen acceso a la ley. Sin embargo, lo que cuenta es qué hacen con el pecado. Con esa herencia de desobediencia de la que venía hablando en el capítulo 1. Porque los judíos también formaban parte de ese mundo obstinado que obstruía la verdad de Dios con su maldad. Los judíos también desobedecían a Dios, aún teniendo la ley. En última instancia, dice Pablo, no es el que tiene la ley quien se salva, sino quien la cumple. Por eso, cuando los "gentiles" aceptan el evangelio, lo que importa es si después viven o no de acuerdo a él. Su conciencia los acusa o los excusa, porque es el Espíritu Santo mismo el que nos hace ver nuestro pecado, una vez que lo recibimos.

Es importante prestar atención a esta idea de "cumplir la ley", porque más adelante el apóstol la retoma en la carta. Pero por el momento, podemos asociarlo con la "obediencia a la fe" que yo analizaba en la publicación anterior: lo que importa no es tener acceso a "las cosas" de la fe, sino vivir de acuerdo a ellas. Y es en este punto, me parece, donde la carta nos confronta a nosotros, la iglesia del presente. Porque a lo largo de nuestra historia, nos fuimos convirtiendo un poco en un "pueblo" como el pueblo judío. Empezamos a considerarnos el "pueblo elegido" (porque malinterpretamos lo que la Escritura quería decir cuando usaba esa expresión, por ejemplo en 1 Pedro 2:9). Y entonces empezamos a asociar la fe con la "cultura cristiana", y a menospreciar a todos aquellos que tenían costumbres distintas.

Por supuesto, las personas sin fe no tienen acceso a Dios, eso queda claro leyendo el capítulo 1 de Romanos, como veíamos en la publicación pasada. Lo mismo sucedía con el mundo grecorromano de aquella época: al no conocer y no adorar a Dios, quedaban excluidos de la salvación. Pero ahí está el punto: dentro de la iglesia (y dentro del pueblo judío de aquella época) también hay personas que viven como si no adoraran a Dios, e incluso personas que quizá no lo adoren realmente (sólo Dios sabe). Por eso es que también dentro de la iglesia es indispensable anunciar, enseñar y explicar el evangelio, como también está haciendo Pablo en esta carta. Además, ¿quién puede afirmar con toda confianza que no comete ninguna falta delante de Dios? Y sin embargo, muchas veces creemos que merecemos más de parte de Dios ni siquiera por vivir de acuerdo con sus preceptos, sino por formar parte de una comunidad de fe.

El principal problema, me parece, con el que nos confronta este capítulo, es este: dentro de la iglesia muchas veces se juzga a las personas por cómo se visten, por la clase de música que escuchan, por el idioma que hablan, porque son más pobres que el promedio (o quizá más ricos que el promedio), porque tienen determinada opinión política, porque tienen ciertos hobbies que están mal vistos a pesar de que no sean malos en sí, porque tienen una profesión o un empleo que se considera inferior o que tiene mala reputación (otra vez, a pesar de que no sea malo en sí), y un largo etcétera. Si prestamos atención, todos esos parámetros son completamente humanos, y están muy relacionados con el origen de cada uno o con sus circunstancias en la vida.

El tema está en que, por algún motivo, asociamos todas esas cosas a ser cristianos, y las ponemos al mismo nivel que obedecer a la fe. Por lo general, la distinción queda marcada entre aquellos que forman parte de la iglesia desde siempre, desde que nacieron, quizá desde muchas generaciones atrás, y aquellos que son nuevos en la fe, que llegaron a la iglesia siendo ya grandes y por lo tanto atravesados por muchos rasgos culturales que consideraríamos "mundanos". Por supuesto, el "mundo" es un lugar que se caracteriza por la desobediencia a Dios, basada en rechazarlo a él mismo. Así que una persona que viene de afuera necesariamente tiene que arrepentirse de la clase de vida que llevaba.

Pero, ¿no aplica acaso lo mismo a las personas que ya nacieron dentro de la iglesia? Porque sí, al nacer dentro de la iglesia una persona fue a la escuela dominical, y por lo tanto "conoce" la Escritura de cabo a rabo, "se sabe" todas las historias de la Biblia. Pero esas personas, ¿no tienen también que revisar su vida y arrepentirse de aquellas cosas que vienen haciendo mal? ¿No tienen también que cambiar de rumbo y aprender a obedecer la fe? Eso es lo que está diciendo Pablo. No está diciendo que los que vienen de afuera no necesitan cambiar su manera de vivir, o recibir la enseñanza del evangelio. Está diciendo que todos, los de afuera y los de adentro, están en la misma situación delante de Dios, por lo que no hay motivos para creerse superior: "tú que llevas el nombre de judío; que dependes de la ley y te jactas de tu relación con Dios; que conoces su voluntad y sabes discernir lo que es mejor porque eres instruido por la ley (...), ¿no te enseñas a ti mismo?".

La conclusión del apóstol es que para Dios, de nada cuentan las prácticas religiosas. La circuncisión, que menciona cerca del final del capítulo, tenía un lugar esencial en la religión hebrea. Era la señal del pacto de Dios con su pueblo. Era lo que el bautismo significa para nosotros. Sin embargo, Pablo les dice que no vale nada si no viene acompañada de una genuina obediencia a Dios. El Antiguo Pacto se basaba en la obediencia a la ley, y los judíos tenían que hacer sacrificios permanentemente para expresar su arrepentimiento por quebrantar la ley una y otra vez. Lo que el apóstol dice es que, en el Nuevo Pacto, es lo mismo: si querbantamos un sólo punto de la ley, estamos bajo condenación, todos, independientemente de la circuncisión, independientemente del origen. La salvación justamente se hace necesaria por ese motivo. Y por lo tanto, no viene de la mano del acceso a la ley. Sobre esto se explaya en el siguiente capitulo.

Pero el punto es ese: si no vivimos una vida de obediencia a la fe, da lo mismo estar bautizados, ir al culto todos los domingos, escuchar música cristiana, o incluso hablar en lenguas o tener el don de profecía. Para Dios es indistinto. Para Dios "no hay favoritismos" entre nuevos y viejos creyentes, entre los que respetan las tradiciones y costumbres de la iglesia y los que no, entre los que tienen y los que no tienen la señal del pacto. Lo único que cuenta es cómo vivimos la vida: si vivimos conscientes de que somos salvos sólo por su gracia, y nos esforzamos por ser coherentes con lo que creemos y con lo que la Biblia nos pide, o no. Si nos importa lo que Dios espera de nosotros o no. Todo lo demás, en cierta forma, es relleno. Si es genuino, es algo bueno, por supuesto, y nos ayuda a crecer y mantenernos en la fe. Pero no puede servirnos de excusa para despreciar o desmerecer a otros por comparación. La ley misma, que hoy podríamos asociar con la Biblia, no puede ser una excusa para juzgar y condenar a otros. Para confrontar sí, sin duda, si tenemos bajo nuestra responsabilidad a otra persona, o si alguien nos pide consejo o corrección. Pero no para juzgar y condenar. Nunca para juzgar y condenar. Porque la misma vara puede estar juzgándonos y condenándonos a nosotros.

En definitiva, "lo exterior no hace a nadie judío, ni consiste la circuncisión en una señal en el cuerpo. El verdadero judío lo es interiormente; y la circuncisión es la del corazón, la que realiza el Espíritu, no el mandamiento escrito". Lo mismo aplica a la iglesia hoy, y me tomo el atrevimiento de parafrasear el pasaje: lo exterior (las costumbres, los gustos, los hábitos, las formas de orar o de cantar, las opiniones políticas, la vestimenta, ir a la iglesia cada domingo, etc.) no hace a nadie cristiano, ni consiste el bautismo en una ceremonia en la iglesia. El verdadero cristiano lo es interiormente; y el bautismo es el del corazón, el que realiza el Espíritu, no el que se hace porque lo indica la costumbre. Todo lo demás es arrogancia y orgullo, a menos que se haga espontanea y genuinamente, en cuyo caso jamás lo usaríamos para medirnos y compararnos con otros. Lo que cuenta es qué actitud tenemos en nuestro corazón hacia Dios, hacia el evangelio y hacia su palabra. Lo que cuenta, en definitiva, es la obediencia a la fe: nuestro permanente trabajo en ajustarnos cada vez más a lo que Dios pide de nosotros, en la convicción de que no es eso lo que nos salva, sino el precio que Jesús pagó por nosotros en la cruz.

"Que Dios nuestro padre y el Señor Jesucristo les concedan gracia y paz" (Romanos 1:7).

Hasta que volvamos a encontrarnos.

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