martes, 16 de noviembre de 2021

Romanos 8 - la mentalidad del Espíritu

Texto: Romanos 8

Hola a todos. En la reflexión pasada vimos cómo los creyentes, a pesar de que amamos la ley y creemos que es buena, seguimos incumpliéndola, porque en los miembros de nuestro cuerpo existe otra ley que va en contra de la de Dios, la ley del pecado, la ley de la desobediencia a Dios, la ley de hacer lo que sea que me nace de adentro. Ahora, vimos que no estamos bajo la obligación de la ley, sino bajo el Espíritu, y por lo tanto bajo la gracia. O sea, nuestra relación con Dios, gracias a Jesuscristo, ya no pasa por la ley, sino por su aceptación incondicional a través de la fe en Jesús.

Este concepto de la gracia puede parecer bastante nebuloso, bastante abstracto. Pero en realidad es mucho más concreto. La gracia es, básicamente, Dios concediéndonos su favor (lo que incluye, pero no se limita a, la salvación) a pesar de que, siendo justos con Él, no lo merecemos. Recordemos que nosotros, la humanidad, fuimos los que rompimos (y seguimos rompiendo) el mundo que Él creó y el orden que Él dispuso para su creación. En relación con esto, la gracia es lo que expresa el primer versículo de este capítulo: "ya no hay ninguna condenación para los que están unidos a Cristo Jesús". A pesar de que continuamente, en diversas maneras y grados, desobedecemos la ley de Dios y vivimos a contramano de lo que Él dispuso, estamos aprobados por Él gracias a la obediencia de Cristo. O sea, al creer en Jesús, quedamos pegados a su obediencia, como si hubiéramos sido nosotros los que fuimos "obedientes hasta la muerte", como lo fue él (Filipenses 2:8).

Ahora, hay una pregunta que muchos nos hemos hecho en algún momento. Perfecto, no estamos bajo la ley, somos aprobados sin su intervención. Pero entonces, ¿para qué está la ley? ¿Para qué existe? ¿Solamente existe para que veamos lo malos y desobedientes que somos?

Este capítulo de Romanos nos da una respuesta llena de vida para esa pregunta. El apóstol Pablo nos habla acá de que existen dos maneras de enfocar y encarar la vida, dos "mentalidades". Es decir, hay dos posturas básicas que podemos tener para construir nuestra vida: la mentalidad pecaminosa y la mentalidad del Espíritu. Esta idea de mentalidad, en la palabra original griega, tiene que ver con la disposición o tendencia que sigue una persona, cuál es su inclinación, qué propósitos está persiguiendo. La mentalidad pecaminosa, nos dice Pablo, persigue sus propios deseos de manera sobredimensionada. El que se deja guiar por esta mentalidad busca, por sobre todas las cosas, agradarse y satisfacerse a sí mismo. La mentalidad del Espíritu persigue los deseos de Dios, y por lo tanto, una persona que adopta esa mentalidad tiene como principal objetivo en la vida ser cada vez más agradable a Dios, ser un ser humano de calidad cada vez mayor desde el punto de vista de Dios.

Nos dice el apóstol que la mentalidad pecaminosa "no se somete a la ley de Dios, ni es capaz de hacerlo". O sea, es imposible para una persona someterse a Dios si el motor que mueve su vida es su deseo de autocomplacencia y de satisfacción. Sin embargo, lo irónico de este tipo de inclinación es que no puede a la larga realizarse, porque al no alinearse con los deseos y los planes de Dios para la vida, esta tendencia lleva necesariamente a la muerte. Lleva a la autodestrucción. Y eso no significa solamente la condena eterna. Las personas que no persiguen los deseos de Dios terminan muchas veces estando muertos en vida. Viven muertos por dentro.

En cambio, la mentalidad del Espíritu lleva a la vida y a la paz. Lleva a la vida porque Dios es el autor de la vida. Dios es el que sabe qué es la vida. Seguir su camino significa seguir el camino que más nos conviene, el que nos lleva a más vida, a más vitalidad, a más salud y plenitud. No olvidemos que para eso vino Jesús: para que tengamos vida en abundancia, porque nos une para siempre con la mentalidad de Dios, con sus deseos y con Él mismo. El Espíritu de Dios es el que nos ayuda a someternos a su ley aunque no la podamos cumplir, como leíamos en el capítulo 7. El que permite que la consideremos como buena (¡porque es buena!). Y es por eso que nos lleva a la paz: nos lleva a tener paz con Dios, a experimentar su gracia, su favor inmerecido, y a entender que no nos ve como enemigos, sino como amigos. Y al sentirnos amados incondicionalmente, empezamos a desarrollar la verdadera paz interior, la certeza de que hay un amor que no nos va a abandonar nunca.

Y es acá donde para mí de manera brillante (está inspirado por el Espíritu, después de todo), Pablo da en la tecla de cuál es la utilidad de la ley. La ley nos explica y nos ayuda a entender de qué se trata la mentalidad del Espíritu. Es un farol para ir entendiendo cuáles son las cosas que necesitamos perseguir si queremos tener más vida y más paz. Este es un primer punto. La ley nos da el mapa del Espíritu de Dios. Si nos esforzamos por conocerla y entenderla, podemos empezar a comprender por dónde van los planes de Dios para la vida de la humanidad, y podemos fijar nuestros deseos en ese rumbo. No quiere decir que tenemos que renunciar a lo que soñamos o quisiéramos vivir, sino que a medida que vamos alineándonos con el plan de Dios de manera sincera y genuina, se van redirigiendo nuestras aspiraciones hasta encontrarse con las de Dios.

El otro punto en el que la ley nos ayuda es que nos confronta con las áreas y temas de nuestra vida en las que estamos viviendo bajo la mentalidad pecaminosa, para que podamos identificarlas y así podamos cambiar. La ley nos muestra qué hábitos, actitudes, comportamientos y pensamientos no forman parte de la vida que Dios creó y promueve. Cuando nos acercamos a la ley de Dios con un corazón abierto, el Espíritu nos ayuda a aceptar nuestro pecado y a convencernos de que necesitamos cambiar, para ser fieles a Dios, pero también por nuestro propio bien y, muchas veces, por el bien de quienes nos rodean.

Ahora, ¿cómo se hace para cambiar? Porque ya vimos que en nuestro cuerpo hay otra ley que nos empuja hacia la autocomplacencia. Una vez más, este capítulo da en la tecla. El Espíritu de Dios es el que nos adopta como hijos y nos permite tener una relación íntima con Dios a pesar de nuestros errores y de nuestras partes más malvadas. Ya no hay condenación: estamos aprobados, aceptados. Vivimos bajo la gracia, no bajo la ley. Y por lo tanto, desde el punto de vista de Dios, no tenemos la presión de tener que hacer todo bien para ganarnos la vida, porque "Cristo es el que murió, e incluso resucitó". Ya se pagó el precio por la maldad. Ya está paga la cuenta. Si tratamos de cambiar para cumplir con la ley, sin darnos cuenta estamos buscando justificarnos a nosotros mismos, y eso es una forma más de autocomplacencia. Estaríamos viviendo con la mentalidad pecaminosa aunque nuestra intención fuese la contraria, porque tiene que ver con lo que realmente en el fondo estaríamos persiguiendo: preservar nuestra propia existencia. Pero Dios es el que justifica. Ya estamos justificados a sus ojos.

De hecho, nada puede detener el cambio, nada puede detener esa trasnformación hacia la manera de vivir que Dios quiere promover en nosotros. Puede retrasarse, muchas veces por la dureza de nuestro propio corazón, y otras veces por las experiencias dolorosas y angustiantes que vivimos, pero no puede detenerse porque Dios ya nos predestinó a "ser transformados según la imagen de su Hijo".

Sin embargo, sí podemos usar la ley a nuestro favor para acelerar ese cambio y disfrutar cada vez más de las bendiciones de esa transformación. Porque recordemos que vivir de acuerdo con los deseos del Espíritu no es solamente el camino correcto: es también el camino a la vida plena. Si nos dejamos confrontar y nos atrevemos a explorar nuestro corazón para encontrar las raíces amargas que alimentan nuestro costado pecaminoso, desobediente, podemos sacar a la luz todas las heridas, experiencias de vida y aprendizajes que hicieron que desarrolláramos los malos hábitos que hoy tenemos.

Jesús ya nos lo dijo claramente: "de adentro, del corazón humano, salen los malos pensamientos, la inmoralidad sexual, los robos, los homicidios, los adulterios, la avaricia, la maldad, el engaño, el libertinaje, la envidia, la calumnia, la arrogancia y la necedad" (Marcos 7:21-22). Se van gestando adentro nuestro a medida que vivimos y aprendemos diferentes cosas que potencian nuestra tendencia natural al pecado, y nos terminan contaminando con malos hábitos y actitudes destructivas. Si aprovechamos la ley para dejarnos confrontar, podemos exponer todas esas cosas que tenemos ocultas en el corazón, primero a nuestros propios ojos y a los de Dios, y después a los ojos de los demás mediante la confesión, que es una parte fundamental del proceso de sanar y ser transformados a imagen de Jesucristo (Santiago 5:16).

Esto es fundamental. La mentalidad del Espíritu se construye no sólo en relación con Dios, sino también en relación con otros creyentes. Para eso existe la iglesia. El proceso de transformación requiere de vínculos amorosos sanos, vínculos donde encontremos gracia, compasión y apoyo.  Quiero cerrar esta reflexión de esta manera:
- "¿Quién acusará a los que Dios ha escogido? Dios es el que justifica". Si alguien nos acusa de algo y tiene razón, animémonos a aceptarlo, no nos resistamos, reconozcamos nuestra falta, entendiendo que no pasa nada, Dios ya nos justificó. Ahora somos hijos. Y como hijos, somos herederos, y estamos destinados a ser transformados en una mejor versión de nosotros mismos: la imagen de Cristo en nosotros.
- "¿Quién condenará? Cristo es el que murió, e incluso resucitó". Recordemos esto: nadie tiene derecho a condenarnos por nada; ni por nuestros errores y faltas, ni tampoco por lo que sentimos o pensamos. Por supuesto que la confrontación muchas veces es necesaria, pero una confrontación saludable significa necesariamente que va a venir de la mano de la compasión.
- "¿Quién nos apartará del amor de Cristo?". No hicimos nada para ganarnos el amor que Dios nos manifestó en su Hijo, y por lo tanto no hay nada que podamos hacer para perderlo. No hay absolutamente nada que podamos hacer, decir, pensar o vivir que nos pueda separar del amor de Dios. Su amor por mí, por vos, por cada uno de nosotros está completamente asegurado. No olvidemos que la justicia que proviene de Dios "es por fe de principio a fin" (Romanos 1:17).

"Que Dios nuestro padre y el Señor Jesucristo les concedan gracia y paz." (Romanos 1:7)

Hasta que volvamos a encontrarnos.

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