viernes, 19 de junio de 2015

Una inyección de eternidad

Hola a todos.  Pasó un largo tiempo desde la última publicación. Como tal vez recuerden, o tal vez no, toda esa serie de publicaciones relacionadas con pasajes de Eclesiastés no estaban basadas en ese libro, sino acompañadas de él. Era una serie de reflexiones sobre mi vida, pero que leyendo Eclesiastés descubrí que tenían mucho que ver con las experiencias de vida de Salomón plasmadas en ese libro de la biblia.

Lo mismo pasa con esta publicación. Estos últimos tiempos estuve viviendo experiencias que me dieron vuelta muchas de las formas de ver la vida que venía manejando. Una especie de “zona gris” mejorada y ampliada, para los que leyeron esa reflexión. En muy pocos meses todo el panorama de mi vida se transformó, tanto que por primera vez en mucho tiempo siento que no estoy mirando para atrás (al pasado), o para el costado (al presente), sino para adelante (al futuro).

Quiero decir, siempre miró hacia el futuro, o lo tengo un poco en cuenta. Pero estos meses estuve reaprendiendo muchas ideas, pero desde la práctica, desde la vida misma, y ya no sólo desde la razón, y eso me llevó a mirar mi pasado, mi presente y mi futuro de otra manera. Me reordenó el panorama, como si fuera una inyección de eternidad.

Sobre mi pasado, lo que me vi empujado a reaprender fue la idea de libertad. Hasta ahora, creía que sabía qué era ser libre. No me consideraba libre, ni me considero libre ahora, pero creía que sabía lo que significaba la libertad. No tener presiones, no tener condicionamientos, no estar atado a la opinión de otros, o a obligaciones externas, poder elegir qué hacer y cómo.

Pero estos meses entendí, a través de mi propia experiencia de vida, algo muy importante. Crucial, diría. La libertad está muy relacionada con cómo vivimos el peso de nuestro pasado sobre nosotros. Mis presiones, condicionamientos, etc., estaban muy vinculadas con cómo fue mi pasado, qué presiones, miedos y tristezas tuve que enfrentar, y especialmente, cuáles de ellas viví sin darme cuenta de que limitaban mi libertad.

Por ejemplo, tener un espacio donde sentir que mi opinión vale, donde mi manera de ver la vida es bienvenida, donde puedo responder, actuar, ser de manera totalmente espontánea sin que nadie de afuera censure esa espontaneidad. Parece obvio, pero los invito a revisar sus propias vidas, y cuántos límites cada uno se pone a sí mismo cuando tiene que decirle algo a alguien, ir a algún lado, etc. Estamos llenos de pequeñas esclavitudes sutiles. Esclavitudes superpuestas y muchas veces disfrazadas. Yo, por ejemplo, soy esclavo de mis miedos y mi orgullo. Miedos que nunca quise reconocer, y que, precisamente por miedo de lo que implicaría si fueran verdad, venía negando, haciendo de cuenta que no estaban ahí. Y orgullo que se disfrazaba de muchas cosas: de lenguaje correcto y específico, de ideas con mucho fundamento, de humildad y sencillez, de bondad hacia otros, cortesía, y muchas otras cosas. Sobre este punto del orgullo podría hablar horas.

Pero el punto es la libertad. Somos esclavos de muchas cosas. Los miedos y el orgullo son de lo más invisibles, por ejemplo. Recomiendo una mirada para adentro totalmente cruda, “sincericida”, como a veces decimos, no porque se mate la sinceridad sino al revés, porque es una sinceridad brutal que “mata”. Pero es la única manera de empezar a ser libres de verdad. La libertad que experimenté al darme cuenta y reconocer todo esto, fue extrema. Una sensación enorme de alivio, por no tener que estar inventando excusas, ni justificándome a mí mismo, ni sosteniendo pantallas para que parezca ser un adulto como corresponde o una persona aceptable. Reconocer que soy inmaduro, eso fue la puerta a mi libertad.

Todavía no llegué al fondo, por supuesto, pero empecé. Y tal vez por esta idea del “sincericidio” es que también Dios nos propone, como camino a la libertad, morir: “he sido crucificado con Cristo, y ya no vivo yo sino que Cristo vive en mí, y lo que ahora vivo en el cuerpo lo vivo por la fe en el Hijo de Dios” (Gálatas 2:20).

Y no pienso que sea algo que se logra y listo. No, para nada. Creo que morir para vivir, un tema del que algún día voy a escribir más extensamente, es algo permanente. Todos los días, en cada situación que vivimos, sobre todo cuando hay una situación de crisis, tenemos que mirar para adentro y pensar: ¿qué parte de orgullo hay en todo esto, qué miedos me genera todo esto? Si ese trabajo lo hacemos con honestidad brutal (y no es NADA fácil, a veces hay que mirar más de una vez, porque vamos creando cortinas para no ver, sin darnos cuenta), el efecto puede ser tremendo.

Y cuestionar mi propio orgullo me lleva a vivir mi presente de otra manera, porque empiezo a perder esa tendencia que venía teniendo de negar las cosas malas, pero podríamos pensar en otros efectos. El orgullo es como un velo que no nos deja ver las cosas como verdaderamente son. ¿Será por eso que la biblia dice que “el velo no les ha sido quitado, porque sólo se quita en Cristo” (2 Corintios 3:14)? Otra idea de la que algún día quiero escribir. Entonces, cuando empiezo a renunciar a mi orgullo empiezo a ver con más claridad. Por un lado, dejo de ver la astilla en el ojo ajeno y empiezo a tomar la costumbre de ver la viga que está en mi ojo (Mateo 7:1-5). Empiezo a prestar más atención a qué cosas de mi propia manera de pensar y ver las cosas está equivocada. Hay que tener cuidado con esto, porque nos puede llevar a empezar a sentirnos culpables de todo. Más opresión, menos libertad. No. No es lo que Dios quiere para nosotros, porque Dios quiere liberarnos de todo. Quiere que seamos libres. Otro tema para escribir.

Dios es paciente con nosotros. Nos enseña, pero no nos presiona. Quiere que si vamos a hacer lo que él nos pide, lo hagamos de manera espontánea. Eso requiere estar cerca de él, en el sentido de tenerlo en cuenta, traerlo a nuestra vida cotidiana. Él quiere que “queramos” hacerle caso, no que lo hagamos por obligación. Pero lo importante es que si nos aferramos a nuestra forma de hacer o ver las cosas (una forma de orgullo), no vamos a ver con claridad a Dios. No vamos a entender nuestro presente con la amplitud que necesitaríamos. Obvio, siempre se nos escapan cosas de la realidad, pero empezar a cuestionarnos los motivos que tenemos para estar “orgullosos” de nosotros, empezamos a entender mejor muchas cosas, de nuestra vida y de Dios. Especialmente, la idea de la gracia de Dios, su favor hacia nosotros que no hicimos nada para merecer. Ese mensaje, que es el centro del evangelio, es lo que nos da verdadera libertad.

Y recién cuando empezamos a vivir en un proceso de libertad, y en un proceso de humillación, podemos entender de otro modo la esperanza. Digo “humillación” en el sentido de perder el orgullo, no la dignidad como personas. Dios quiere que nuestra dignidad como personas pase por otro lado: no por nuestros méritos, por aquello en lo que somos buenos. No quiere que nos sintamos personas dignas por lo que hacemos. Hacer las cosas bien no vale nada, ser buen profesional no vale nada, ser buen padre, buen amigo, buen novio, buen marido, “buen cristiano” no vale nada. No quiero decir que Dios no quiera eso. Dios quiere eso para nosotros, porque es lo que nos lleva a vivir con más plenitud a todos. Pero ahí está la diferencia: nos lleva a vivir con plenitud, pero no nos hace más dignos.

El deseo de Dios es que nuestra dignidad, nuestro valor como personas, esté en sentirnos y sabernos amados por él. Amados hasta el extremo de darnos a elegir cómo vivir. Si elegimos vivir como él nos indica, vamos a ser más libres y más plenos. Pero quiere que nuestro valor como personas esté en su amor. Porque esa es la única manera de empezar a ser libres. Y es la única manera de empezar a ser humildes y crecer bien y fuertes. Lo demás no vale nada para nuestra dignidad como humanos. El apóstol Pablo lo entendió muy bien. Cuando habla de todos los motivos que él tendría para considerarse una persona recta y digna, dice: “todo aquello que para mí era ganancia, ahora lo considero pérdida por causa de Cristo” (Filipenses 3:7).

Y eso, en estos dos meses, fue mi puerta a empezar a entender la esperanza desde otro lado. Ya no desde un lado racional, sino más desde la experiencia. Hasta ahora, no había entendido bien la esperanza. O sea, nunca había podido conservar un registro emocional de lo que es la esperanza, más real, más palpable. Pero de repente, todo este proceso que empecé a vivir, de más libertad, de más honestidad, me llevó a plantearme cosas y encarar decisiones que me hicieron mirar al futuro con otros ojos. Me dieron ganas de hacer planes, proyectos, pensar ideas; antes veía mi futuro como algo lejano, confuso y hasta me daba un poco de miedo (aunque no lo aceptaba o no lo veía). Pero ahora, el futuro se me aparece como algo que empieza ya, ahora mismo, y que está lleno de oportunidades, como una especie de hoja en blanco.

Cuando escribimos en una hoja en blanco, por supuesto, no empezamos de la nada. Tenemos un montón de ideas, experiencias y creencias previas. Tenemos un rumbo, algo que queremos escribir, tenemos un plan. Supongo que pasa lo mismo cuando alguien quiere dibujar, y podríamos hacer muchas comparaciones parecidas. Y la hoja en sí nos presenta sus propios límites. Pero sigue estando en blanco. Empiezo a sentir que soy yo el que decide cómo quiere vivir. Otro tema del que quiero escribir.

Tal vez todo esto me dure nada más un tiempo, o tal vez toda la vida, o tal vez va y viene esta sensación de descubrir tantas cosas nuevas. Tal vez me acostumbre y se vuelva parte natural de mi vida. Tal vez me olvide de todo. No lo sé. Pero de una cosa estoy plenamente convencido, más que nunca antes, aunque es una idea que desde que conocí a Dios da vueltas en mi cabeza y siempre la creí: “Ningún ojo ha visto, ningún oído ha escuchado, ninguna mente humana ha concebido lo que Dios ha preparado para quienes lo aman” (1 Corintios 2:9). Ahora lo entiendo como nunca antes. Toda mi vida, toda mi experiencia entera, con sus luces y sus sombras, con sus alegrías y tristezas, con sus miedos, dolores, esperanzas y disfrutes, cobra sentido en Cristo. Como dice una canción: “el centro de mi historia será siempre la cruz”. Bendita la hora en que creí en el Hijo de Dios. Nada va a ser igual. Amén.

Hasta que volvamos a encontrarnos.