Hola a todos. Pasó un largo tiempo desde la última
publicación. Como tal vez recuerden, o tal vez no, toda esa serie de
publicaciones relacionadas con pasajes de Eclesiastés no estaban basadas en ese
libro, sino acompañadas de él. Era una serie de reflexiones sobre mi vida, pero
que leyendo Eclesiastés descubrí que tenían mucho que ver con las experiencias
de vida de Salomón plasmadas en ese libro de la biblia.
Lo mismo pasa con esta
publicación. Estos últimos tiempos estuve viviendo experiencias que me dieron
vuelta muchas de las formas de ver la vida que venía manejando. Una especie de “zona
gris” mejorada y ampliada, para los que leyeron esa reflexión. En muy pocos
meses todo el panorama de mi vida se transformó, tanto que por primera vez en
mucho tiempo siento que no estoy mirando para atrás (al pasado), o para el
costado (al presente), sino para adelante (al futuro).
Quiero decir, siempre
miró hacia el futuro, o lo tengo un poco en cuenta. Pero estos meses estuve
reaprendiendo muchas ideas, pero desde la práctica, desde la vida misma, y ya no
sólo desde la razón, y eso me llevó a mirar mi pasado, mi presente y mi futuro
de otra manera. Me reordenó el panorama, como si fuera una inyección de
eternidad.
Sobre mi pasado, lo
que me vi empujado a reaprender fue la idea de libertad. Hasta ahora, creía
que sabía qué era ser libre. No me consideraba libre, ni me considero libre
ahora, pero creía que sabía lo que significaba la libertad. No tener presiones,
no tener condicionamientos, no estar atado a la opinión de otros, o a obligaciones
externas, poder elegir qué hacer y cómo.
Pero estos meses
entendí, a través de mi propia experiencia de vida, algo muy importante.
Crucial, diría. La libertad está muy relacionada con cómo vivimos el peso de
nuestro pasado sobre nosotros. Mis presiones, condicionamientos, etc., estaban
muy vinculadas con cómo fue mi pasado, qué presiones, miedos y tristezas tuve
que enfrentar, y especialmente, cuáles de ellas viví sin darme cuenta de que
limitaban mi libertad.
Por ejemplo, tener un
espacio donde sentir que mi opinión vale, donde mi manera de ver la vida es
bienvenida, donde puedo responder, actuar, ser de manera totalmente espontánea
sin que nadie de afuera censure esa espontaneidad. Parece obvio, pero los
invito a revisar sus propias vidas, y cuántos límites cada uno se pone a sí
mismo cuando tiene que decirle algo a alguien, ir a algún lado, etc. Estamos
llenos de pequeñas esclavitudes sutiles. Esclavitudes superpuestas y muchas
veces disfrazadas. Yo, por ejemplo, soy esclavo de mis miedos y mi orgullo.
Miedos que nunca quise reconocer, y que, precisamente por miedo de lo que
implicaría si fueran verdad, venía negando, haciendo de cuenta que no estaban
ahí. Y orgullo que se disfrazaba de muchas cosas: de lenguaje correcto y específico,
de ideas con mucho fundamento, de humildad y sencillez, de bondad hacia otros,
cortesía, y muchas otras cosas. Sobre este punto del orgullo podría hablar
horas.
Pero el punto es la
libertad. Somos esclavos de muchas cosas. Los miedos y el orgullo son de lo más
invisibles, por ejemplo. Recomiendo una mirada para adentro totalmente cruda, “sincericida”,
como a veces decimos, no porque se mate la sinceridad sino al revés, porque es
una sinceridad brutal que “mata”. Pero es la única manera de empezar a ser
libres de verdad. La libertad que experimenté al darme cuenta y reconocer todo
esto, fue extrema. Una sensación enorme de alivio, por no tener que estar
inventando excusas, ni justificándome a mí mismo, ni sosteniendo pantallas para
que parezca ser un adulto como corresponde o una persona aceptable. Reconocer
que soy inmaduro, eso fue la puerta a mi libertad.
Todavía no llegué al
fondo, por supuesto, pero empecé. Y tal vez por esta idea del “sincericidio” es
que también Dios nos propone, como camino a la libertad, morir: “he sido
crucificado con Cristo, y ya no vivo yo sino que Cristo vive en mí, y lo que
ahora vivo en el cuerpo lo vivo por la fe en el Hijo de Dios” (Gálatas 2:20).
Y no pienso que sea
algo que se logra y listo. No, para nada. Creo que morir para vivir, un tema
del que algún día voy a escribir más extensamente, es algo permanente. Todos
los días, en cada situación que vivimos, sobre todo cuando hay una situación de
crisis, tenemos que mirar para adentro y pensar: ¿qué parte de orgullo hay en
todo esto, qué miedos me genera todo esto? Si ese trabajo lo hacemos con
honestidad brutal (y no es NADA fácil, a veces hay que mirar más de una vez,
porque vamos creando cortinas para no ver, sin darnos cuenta), el efecto puede
ser tremendo.
Y cuestionar mi propio
orgullo me lleva a vivir mi presente de otra manera, porque empiezo a perder
esa tendencia que venía teniendo de negar las cosas malas, pero podríamos
pensar en otros efectos. El orgullo es como un velo que no nos deja ver las cosas
como verdaderamente son. ¿Será por eso que la biblia dice que “el velo no les
ha sido quitado, porque sólo se quita en Cristo” (2 Corintios 3:14)? Otra idea
de la que algún día quiero escribir. Entonces, cuando empiezo a renunciar a mi
orgullo empiezo a ver con más claridad. Por un lado, dejo de ver la astilla en el
ojo ajeno y empiezo a tomar la costumbre de ver la viga que está en mi ojo (Mateo 7:1-5).
Empiezo a prestar más atención a qué cosas de mi propia manera de pensar y ver
las cosas está equivocada. Hay que tener cuidado con esto, porque nos puede
llevar a empezar a sentirnos culpables de todo. Más opresión, menos libertad.
No. No es lo que Dios quiere para nosotros, porque Dios quiere liberarnos de
todo. Quiere que seamos libres. Otro tema para escribir.
Dios es paciente con
nosotros. Nos enseña, pero no nos presiona. Quiere que si vamos a hacer lo que
él nos pide, lo hagamos de manera espontánea. Eso requiere estar cerca de él,
en el sentido de tenerlo en cuenta, traerlo a nuestra vida cotidiana. Él quiere
que “queramos” hacerle caso, no que lo hagamos por obligación. Pero lo
importante es que si nos aferramos a nuestra forma de hacer o ver las cosas
(una forma de orgullo), no vamos a ver con claridad a Dios. No vamos a entender
nuestro presente con la amplitud que necesitaríamos. Obvio, siempre se nos
escapan cosas de la realidad, pero empezar a cuestionarnos los motivos que
tenemos para estar “orgullosos” de nosotros, empezamos a entender mejor muchas
cosas, de nuestra vida y de Dios. Especialmente, la idea de la gracia de Dios,
su favor hacia nosotros que no hicimos nada para merecer. Ese mensaje, que es
el centro del evangelio, es lo que nos da verdadera libertad.
Y recién cuando
empezamos a vivir en un proceso de libertad, y en un proceso de humillación, podemos
entender de otro modo la esperanza. Digo “humillación” en el sentido de perder
el orgullo, no la dignidad como personas. Dios quiere que nuestra dignidad como
personas pase por otro lado: no por nuestros méritos, por aquello en lo que
somos buenos. No quiere que nos sintamos personas dignas por lo que hacemos. Hacer
las cosas bien no vale nada, ser buen profesional no vale nada, ser buen padre,
buen amigo, buen novio, buen marido, “buen cristiano” no vale nada. No quiero
decir que Dios no quiera eso. Dios quiere eso para nosotros, porque es lo que
nos lleva a vivir con más plenitud a todos. Pero ahí está la diferencia: nos
lleva a vivir con plenitud, pero no nos hace más dignos.
El deseo de Dios es
que nuestra dignidad, nuestro valor como personas, esté en sentirnos y sabernos
amados por él. Amados hasta el extremo de darnos a elegir cómo vivir. Si
elegimos vivir como él nos indica, vamos a ser más libres y más plenos. Pero
quiere que nuestro valor como personas esté en su amor. Porque esa es la única
manera de empezar a ser libres. Y es la única manera de empezar a ser humildes
y crecer bien y fuertes. Lo demás no vale nada para nuestra dignidad como
humanos. El apóstol Pablo lo entendió muy bien. Cuando habla de todos los
motivos que él tendría para considerarse una persona recta y digna, dice: “todo
aquello que para mí era ganancia, ahora lo considero pérdida por causa de
Cristo” (Filipenses 3:7).
Y eso, en estos dos
meses, fue mi puerta a empezar a entender la esperanza desde otro lado. Ya no
desde un lado racional, sino más desde la experiencia. Hasta ahora, no había
entendido bien la esperanza. O sea, nunca había podido conservar un registro
emocional de lo que es la esperanza, más real, más palpable. Pero de repente, todo
este proceso que empecé a vivir, de más libertad, de más honestidad, me llevó a
plantearme cosas y encarar decisiones que me hicieron mirar al futuro con otros
ojos. Me dieron ganas de hacer planes, proyectos, pensar ideas; antes veía mi
futuro como algo lejano, confuso y hasta me daba un poco de miedo (aunque no lo
aceptaba o no lo veía). Pero ahora, el futuro se me aparece como algo que
empieza ya, ahora mismo, y que está lleno de oportunidades, como una especie de
hoja en blanco.
Cuando escribimos en
una hoja en blanco, por supuesto, no empezamos de la nada. Tenemos un montón de
ideas, experiencias y creencias previas. Tenemos un rumbo, algo que queremos
escribir, tenemos un plan. Supongo que pasa lo mismo cuando alguien quiere
dibujar, y podríamos hacer muchas comparaciones parecidas. Y la hoja en sí nos
presenta sus propios límites. Pero sigue estando en blanco. Empiezo a sentir
que soy yo el que decide cómo quiere vivir. Otro tema del que quiero escribir.
Tal vez todo esto me
dure nada más un tiempo, o tal vez toda la vida, o tal vez va y viene esta
sensación de descubrir tantas cosas nuevas. Tal vez me acostumbre y se vuelva
parte natural de mi vida. Tal vez me olvide de todo. No lo sé. Pero de una cosa
estoy plenamente convencido, más que nunca antes, aunque es una idea que desde
que conocí a Dios da vueltas en mi cabeza y siempre la creí: “Ningún ojo ha
visto, ningún oído ha escuchado, ninguna mente humana ha concebido lo que Dios
ha preparado para quienes lo aman” (1 Corintios 2:9). Ahora lo entiendo como
nunca antes. Toda mi vida, toda mi experiencia entera, con sus luces y sus
sombras, con sus alegrías y tristezas, con sus miedos, dolores, esperanzas y
disfrutes, cobra sentido en Cristo. Como dice una canción: “el centro de mi
historia será siempre la cruz”. Bendita la hora en que creí en el Hijo de Dios.
Nada va a ser igual. Amén.
Hasta que volvamos a
encontrarnos.