domingo, 5 de junio de 2022

Romanos 9 - la elección de Dios

Texto: Romanos 9

Al principio de la reflexión anterior hablé de la gracia y de cómo, en cierta forma, la gracia podría considerarse "injusta" para Dios, en el sentido de que nosotros, la humanidad, fuimos los que arruinamos el proyecto original de Dios, su creación, y merecíamos pagar por eso. Dios estaba en su derecho de condenarnos a todos, y sin embargo, su justicia es completamente inversa a la que nosotros ejerceríamos: hablando con propiedad, la gracia no es injusta, porque es precisamente la expresión de la justicia de Dios, que es por la fe.

Hay dos conceptos en esto que acabo de decir que son importantes para entender el capítulo 9. Primero, Dios estaba en su derecho de condenarnos a todos o, en otras palabras, nosotros no teníamos ningún derecho a reclamar porque ya se nos había advertido del precio por la desobediencia. Segundo, decir que la justicia es por la fe equivale a decir que la justicia es por la adoración. Es decir, la fe nos conduce a ser personas que aman a Dios y lo reconocen como tal, y eso en sí mismo restaura el plan original: una humanidad obediente a Dios y que entiende que lo que él dice es siempre lo mejor para todos. Después de todo, es su creación, no la nuestra. Voy a volver sobre eso en un rato.

Entonces, en resumen, la adoración no es otra cosa que el tipo de relación original que Dios pensó para con la humanidad: una relación de deseo mutuo, donde Dios desea al humano y el humano desea a Dios. Esto lo vemos permanentemente en la Biblia en la promesa de que "yo seré su Dios, y ustedes serán mi pueblo" (Levítico 26:12). Esa es la adoración de corazón que Dios pide, que deseemos a Dios. Y la fe nos lleva a eso, nos lleva a desear a Dios.

Pero entonces, todo se trata de Dios. Y ese es el punto central del capítulo 9, a mi entender. Y perdonen que empiece por el final, pero Cristo, en ese sentido, es la señal de que Dios es el centro. Cristo es la señal de que Dios es soberano, y es él quien tiene derecho a establecer las condiciones. Cuando las personas nos apropiamos del derecho a establecer las condiciones, queremos salvarnos por las obras. Creemos que por ser buenos merecemos la salvación, o merecemos el favor de Dios. Pero ya vimos que esto no funciona a sí. Recibimos el favor de Dios sin merecerlo. Cristo nos demuestra que no funciona así, porque su enseñanza y su obra en la cruz son un escándalo para los que piensan que la salvación es por las obras. La muerte de Cristo libera de la muerte hasta al peor de los pecadores, si se arrepiente de corazón y adora a Dios. Los que creen en la justificación por ser buenos necesariamente van a tropezar con esa piedra, porque es un escándalo. "¿Cómo se va a salvar este pecador? ¡No se lo merece!", cuando en realidad, nadie se lo merece.

La lógica que el apóstol Pablo intenta destruir en este capítulo es parecida: "¿cómo se van a salvar estos que no son judíos, que no tienen la ley, ni las promesas, ni la descendencia?" Porque la ley no es la ley, ni las promesas se heredan por ley, ni la descendencia es por la sangre. Me encanta lo que dice Juan al principio de su evangelio, "a cuantos lo recibieron, a los que creen en su nombre, les dio el derecho de ser hijos de Dios. Estos no nacen de la sangre, ni por deseos naturales, ni por voluntad humana, sino que nacen de Dios" (Juan 1:12-13). La verdadera ley es la de la fe, la ley que está escrita en nuestro corazón por el Espíritu Santo que recibimos, que nos lleva a la adoración, que nos lleva a desear a Dios en lo íntimo, y a deleitarnos en su ley, como decía el capítulo 7. Las promesas se heredan por la fe, y la descendencia también es por la fe. Pablo nos recuerda las promesas que se le hicieron a Abraham, y nos dice, otra vez, que esas promesas son para todos los que compartimos la misma fe de Abraham, como ya nos decía el capítulo 4.

Entonces, Cristo es la señal de la soberanía de Dios y de su supremacía sobre el ser humano. Es Dios el que cuenta en este plan, no el ser humano. Cristo es tropiezo para los que se pierden y salvación para los que reciben misericordia. Lo que tenemos que entender es que, objetivamente, por justicia, todos estábamos en el primer grupo, todos éramos "los que se pierden". Merecíamos la condenación. Es en ese contexto que, como explica el apóstol, se produce la elección soberana de Dios. Él decide quién se salva y quién no por su propia voluntad, en completa libertad. Nada lo obliga a elegir a unos o a otros.

En realidad, lo que está explicando Pablo va un paso más allá. Dios elige a todos. Lo que pasa es que a unos los elige para salvación, y a otros para condenación. Ninguno queda fuera de su mirada. Nadie se escapó de su plan, quedando librado a la suerte. La condenación no es accidental. Por eso Pablo ataca el cuestionamiento de que Dios es injusto. Porque alguno podría pensar "pero, si Dios elige quién se salva y quién no, ¿por qué nos echa la culpa a nosotros?" Y la respuesta es clara: porque en realidad todos merecíamos la condenación.

Evidentemente, Dios preferiría que ninguno se pierda: "¿Acaso creen que me complace la muerte del malvado? ¿No quiero más bien que abandone su mala conducta y que viva? Yo, el Señor, lo afirmo." (Ezequiel 18:23). Cabría suponer que el número de los que se salvan, entonces, no va a ser un número pequeño, sino grande. Pero eso, por supuesto, es especulación. No lo sabemos. Lo que sí sabemos es que Dios decide quién se salva y quién no, por su propia iniciativa. En ese sentido, y esto me parece que es muy claro, la elección viene antes que la fe del creyente. El creyente cree porque, primero, Dios lo eligió para salvación. Si no, sería imposible creer. Recordemos que "no hay nadie que entienda, nadie que busque a Dios" (Romanos 3:11).

Y también sabemos por qué algunos, pocos o muchos, fueron elegidos para condenación. Pablo mismo lo remarca: "¿Qué si lo hizo para dar a conocer sus gloriosas riquezas a los que eran objeto de su misericordia, y a quienes de antemano preparó para esa gloria?". Entonces, de cara a nosotros, los seres humanos, lo que Dios quiere es que nos quede claro lo grande que fue su misericordia al salvarnos, y para eso tenemos que poder tomar dimensión de las consecuencias y la gravedad del pecado. Tenemos que poder entender la magnitud del daño que hicimos como humanidad. Eso debería llevarnos a tener un deseo incluso más fuerte, e irrenunciable, de Dios. No para que nos salve, porque ya estamos salvados, sino por gratitud y por admiración. Por darnos cuenta de lo fuerte que fue su deseo por cada uno de nosotros que eligió librarnos de ese terrible destino que nos esperaba, y tener una relación de amor con nosotros.

Porque esta es la clave: el mundo sólo funciona bien cuando la gente ama, adora, desea a Dios, genuinamente y de todo corazón. Entonces, su objetivo hacia nosotros es que lleguemos a tener un deseo tan fuerte hacia Él que estemos completamente entregados a una relación con Él, y lo deseemos para siempre y por encima de todo. Por eso a Dios no le gusta la tibieza de corazón (Apocalipsis 3:16). Esa idea muchas veces se la usa para alentar a la gente al servicio, a involucrarse con la iglesia, y cosas parecidas, pero me parece un error muy grande. Para mí, es claro que habla del estado del corazón en relación con Dios. Es la tibieza de corazón la que lleva a la hipocresía que describe el versículo de Apocalipsis.

En cambio, cuando entendemos la profundidad de la gracia y de la misericordia de Dios, recién ahí nuestro corazón arde de deseo por Dios, y entonces se produce el tipo de relación con Él que Él quiere, más allá de que tengamos momentos de más cercanía y de más distancia, que son inevitables en este mundo quebrado.

En resumen, el plan de Dios es, justamente, de Dios, y para Dios. Su propósito tiene que ver con restaurar su creación. Por eso es Él quien decide a quiénes salva, no depende para nada de nosotros. Y a otros los eligió desde antes de la creación del mundo para perderse, y de esa manera mostrar lo profundo de la gracia y de su misericordia a los que recibieron la salvación, también, desde antes de la creación del mundo. Esa elección se confirma cuando una persona se vuelve hacia Cristo y cree en Él. Desde el punto de vista humano, la persona elige a Dios. Pero espiritualmente, antes de eso, Dios eligió a esa persona. Si no, el cambio de corazón que habilitó la fe habría sido imposible. Dios y el ser humano se eligen mutuamente, pero Dios es el que toma la iniciativa, y conquista el corazón de las personas.

Algunos dicen que esto invalida la proclamación del evangelio, porque dicen "pero entonces, ¿para qué predicamos, si Dios ya eligió a quiénes salvar y a quiénes no?". Bueno, la respuesta me parece muy clara: porque es la predicación la que activa la fe de los que fueron elegidos. Si no predicaramos, nunca escucharían el mensaje y en realidad nunca aprenderían a desear a Dios. Por eso Cristo nos mandó que prediquemos, y enseñemos a obedecer, y hagamos discípulos, es decir, entrenemos a las personas en la adoración y el amor a Dios.

Que el Dios de Abraham e Isaac, el Dios de la promesa y de la descendencia basada en la fe, y el Señor Jesucristo, tropiezo de los que se pierden pero salvación de los que reciben misericordia, "les concedan gracia y paz." (Romanos 1:7)

Hasta que volvamos a encontrarnos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

¿Querés compartir tus propias reflexiones sobre el tema?