A lo largo del libro de Job,
el autor (o los autores) se identifican permanentemente con nuestra experiencia
humana. El libro, como ya vimos, parece estar narrado desde la perspectiva de
Job, pero a la vez desde una perspectiva trascendente. Combina, en cierta
forma, la mirada del hombre con la mirada de Dios. En este hecho, el libro una vez más nos confronta con
la pregunta de cómo es Dios, si es un Dios lejano que ve todo desde arriba o
uno cercano que mira las cosas desde al lado nuestro. Y nos anticipa una
primera respuesta: es ambos a la vez. Él es completamente Dios, pero a la vez
es completamente humano. Tiene las dos facetas en sí mismo: el Padre y el Hijo,
el Dios y el hombre. El Espíritu, en ese sentido, es un paso más: Dios dentro
de nosotros, conociendo lo más profundo de nuestro interior y encontrándose con
nosotros allí.
El libro de Job, entonces, se identifica con nuestras
experiencias, especialmente nuestras experiencias con Dios y con el
sufrimiento, y también se identifica con algunos de nuestros interrogantes más
importantes en tiempos de dolor y angustia:
—¿Quién
pecó para que me suceda esto?
—¿Quién
tiene razón, cuando mis amigos me dicen que estoy siendo ingrato, exagerado o
necio?
—¿Puede alguien ponerse en mi lugar y defenderme en esos momentos de sufrimiento?
Y, afortunadamente, el libro también nos da algunas
respuestas para atajarnos frente a esos interrogantes:
—No
importa quién pecó, o si alguien pecó, para que me suceda todo esto. No hay una
relación de pecado y castigo en los sufrimientos que vivimos. Puede haber una relación
de causa y efecto entre el pecado y la situación que ahora nos toca vivir, pero
el punto es que Dios no nos acusa ni nos culpa a nosotros por nuestro
sufrimiento, ni nos desecha por estar sufriendo, ni nos reprende por quejarnos,
incluso si ese sufrimiento pudiera ser “justo”.
—Aunque
nuestra doctrina se vuelva un poco (o a veces muy) incorrecta cuando atravesamos
momentos de dolor y angustia, para Dios pesa más el hecho de que esos errores
vienen de alguien que está desesperado. En medio del sufrimiento, el corazón de la persona es más
importante para Dios que la doctrina. Dios nos da la razón a
nosotros frente a las personas que intentan “corregirnos” en cuanto a lo que
sentimos.
—Cuando atravesamos sufrimientos, y frente a las voces que nos condenan, acusan o reprenden por nuestros lamentos y quejas, Dios mismo baja
del trono y se pone de nuestro lado, nos comprende, se duele junto a nosotros e
interviene, muchas veces detrás del telón, para que esos tiempos de sufrimiento
sean tan cortos como sea posible. El dolor es parte de la vida humana en este
mundo, pero Dios no es indiferente. Él es testigo de lo mucho que sufrimos, es
nuestro abogado defensor y es nuestro amigo, que se queda con nosotros hasta el
final. Y, lo que es aun más, desafía a las personas a nuestro alrededor a adoptar esa misma actitud. No todas las personas van a condenarnos por sufrir. Dios mismo mueve a otros a compasión para ponerse a nuestro lado y defendernos también.
Sin
embargo, hay algo llamativo en todo lo que analizamos hasta ahora del libro de
Job. Dios no apareció por ningún lado. Es decir, hasta ahora, Él mismo no dijo ni
una sola palabra. Todo lo que pudimos reflexionar se basó en las referencias a
Dios que Job mismo hizo y, por supuesto, en el final. En ese sentido, a
diferencia de Job, nosotros ya sabíamos de antemano que Dios iba a responder, y
sabíamos cuál era esa respuesta. Pero desde el punto de vista de Job se
presenta un nuevo y último interrogante, y el libro nos confronta, de hecho, a
nosotros con él: frente a nuestro sufrimiento, frente al sufrimiento de Job,
¿hay una respuesta?
Pienso
que el hecho mismo de que Dios espere hasta el final para hablar es una
respuesta en sí misma. Su principal actitud ante todo lo que se dice en todos los discursos es escuchar. Es su especialidad. El silencio de Dios nos invita a hacer silencio también y escuchar lo que tenemos adentro. Muchas veces, después de sacar de adentro nuestro la queja y el lamento, aparece una calma que nos permite conectarnos con una voz más profunda de nuestro interior. El silencio es una respuesta de Dios, y la invitación es a aprovecharlo, porque ahí dentro nos encontramos con una nueva respuesta, que es, como mencionaba al principio, la del Espíritu. En el silencio de nuestro corazón ocurre el encuentro con Dios. Esto no suele funcionar si mi cabeza está enredada en quejas. Por eso, es muy importante poder sacar esas quejas afuera, ponerlas en palabras.
Por otro lado, cuando Dios responde, no responde a las quejas de Job,
es decir, no lo reprende por sus quejas, pero tampoco le da respuesta a las preguntas o planteos que
él hizo:
«¿Quién
es éste, que oscurece mi consejo con palabras carentes de sentido? Prepárate a
hacerme frente; yo te cuestionaré, y tú me responderás.»
(Job
38:2-3)
Así
comienza la respuesta de Dios. Su propuesta hacia Job es: “vení, razonemos
juntos”. Es una actitud que vemos a Dios teniendo también en otros momentos
hacia su pueblo (por ejemplo, en Isaías 1:18, “Vengan, pongamos las
cosas en claro —dice el Señor”). En
otras palabras, Job clamó a Dios una y otra vez, especialmente a través de la
queja, y la respuesta de Dios no es abandonar a Job por ingrato, como tal vez
habríamos hecho muchos de nosotros, sino, por el contrario, hacerse presente y
sentarse a hablar con Job, poniéndose de igual a igual (aunque sin dejar de ser
Dios, por supuesto).
Se
puede leer el discurso de Dios desde el capítulo 38 hasta el capítulo 41 de
Job. Pero quiero enfocarme en un hecho en particular, que no lo encontramos en
ese discurso, sino en el resultado que tiene dentro de Job:
Reconozco
que he hablado cosas que no alcanzo a comprender, de cosas demasiado
maravillosas que me son desconocidas. (…) De oídas había oído hablar de ti,
pero ahora te veo con mis propios ojos.
(Job
42:3,5)
Job
reconoce, por un lado, todas las cosas incorrectas que dijo, a pesar de que
Dios no lo reprendió por ellas. Dios simplemente se dio a conocer, le explicó
quién era, le dijo todo lo que Él había hecho, y por qué. En pocas palabras,
Dios le respondió que Él es Dios, y no tiene por qué dar explicaciones de lo
que hace. Le hizo ver que su grandeza es visible en cada una de las cosas que creó,
y que este mundo es un mundo difícil para los humanos. Le aclaró que, por mucho
que se esforzara, no iba a poder comprender el mundo y sus procesos. Job
reconoce que se colocó a sí mismo en un lugar de arrogancia a causa de su
sufrimiento.
Pero
lo más interesante, y considero que este es el punto central de todo el libro
de Job, es que la verdadera respuesta de Dios fue salir al encuentro de Job. No
lo rechazó, no lo desechó, no lo abandonó, sino que escuchó sus quejas y salió
al encuentro, para hablar. Dios, en algún punto, abrió su corazón con Job al
explicarle sus motivos (a pesar de que le dice que no tendría por qué dar
explicaciones). Este
encuentro de Job con Dios, entonces, tiene tres importantes características.
Por un lado, es sincero. Job ya había sido brutalmente honesto con Dios, le
había dicho todo lo que sentía, sin filtros. Ahora, Él hace lo mismo con Job:
le dice todo lo que pasa por su mente, le habla sin rodeos. Por
otro lado, ese encuentro es íntimo. Job ya había puesto sobre la mesa lo más
profundo de sí mismo, sus angustias, sus anhelos, sus ilusiones rotas. Ahora,
Dios pone sobre la mesa su propia identidad, sus motivos y sus actos. Por
último, ese encuentro es personal. Dios pasa por alto completamente a los
amigos de Job. Le responde directamente a él. Le habla cara a cara. En ese
momento, Job tiene la chance también, por fin, de responderle cara a cara.
Esto
es conocer a Dios. Job mismo lo dice, “ahora te veo con mis propios ojos”
(Job 42:5). Eso es todo lo que Job necesitaba para darle sentido a todo
el sufrimiento que había atravesado. Después vendrá la restitución de Job, y
con creces. Pero el verdadero final del libro es este encuentro que le da
trascendencia a todo el dolor y angustia que Job tuvo que atravesar a lo largo
de sus tragedias y de sus discusiones con los amigos.
Ahora
bien, lo que Dios hizo con Job prefigura de manera impecable lo que estaba por
hacer con su pueblo. Podemos creer en la interpretación que dice que el libro
fue escrito en la época de los patriarcas o en la que dice que fue escrito
después del exilio. Yo me inclino por esta última, pero es indistinto: para
Dios, todo “está por suceder”, porque él está fuera de la limitación temporal
humana. Y lo que estaba por hacer Él por su pueblo era enviar a su propio Hijo,
para nacer en cuerpo humano, de madre humana, llevar una vida de humano y morir
como humano para rescatar a su pueblo. Dios estaba por salir al encuentro de su
pueblo. Al
igual que en el libro de Job, luego de mucho dolor y sufrimiento, luego de que el
pueblo de Israel atravesara la experiencia de perderlo todo a causa del exilio y
la posterior esclavización por parte del imperio romano, Dios “se hizo hombre
y habitó entre nosotros” (Juan 1:14), vino a nuestro encuentro:
El
que era la luz ya estaba en el mundo, y el mundo fue creado por medio de él,
pero el mundo no lo reconoció. Vino a lo que era suyo, pero los suyos no lo
recibieron. Mas a cuantos lo recibieron, a los que creen en su nombre, les dio
el derecho de ser hijos de Dios. Éstos no nacen de la sangre, ni por deseos
naturales, ni por voluntad humana, sino que nacen de Dios.
(Juan
1:10-13)
Dios
se dio a conocer a nosotros en su propio Hijo. Como el propio Jesús dijo a lo
largo de todo su ministerio, no era otro Dios el que había venido, sino el Padre
mismo hecho hombre. Es decir, nuestro Padre celestial es igual, en su forma de
ser, que Jesús. Como ya vimos, a veces creemos que el Padre es el duro y Jesús
el comprensivo, pero la Biblia nos muestra que no es así: “El que me ha
visto a mí, ha visto al Padre”, dice Jesús (Juan 14:9). Jesús vino
para dar a conocer al Padre. En ese sentido, es importante que nos llevemos como conclusión que el mensaje de Jesús, y el mensaje del libro de Job, es que Dios está cerca. Dios está con nosotros y, para todo creyente, en nosotros.
La lección del libro de Job, entonces, es que en el sufrimiento, en el dolor, lo normal es expresarnos, hacernos preguntas y planteos, cuestionar a Dios, y él tiene respuestas, sólo que no siempre esas respuestas vendrán en forma de palabras, tal
vez ni siquiera provendrán de su Palabra escrita (a veces, sí). Es muy probable que las
respuestas más importantes y significativas de Dios hacia nosotros vengan en la
forma del encuentro, el encuentro sincero, íntimo y personal con Dios, y de
Dios con nosotros. Tal vez no escuchemos una voz audible, o no veamos una zarza
ardiendo o lenguas de fuego. Pero este encuentro es real e
intenso, y es transformador. En primer lugar, él escucha. ¿Cuáles son tus quejas? ¿Cuáles son tus reclamos? No tengas miedo de expresárselas a Dios. No trates de ser correcto con él, sino sincero. Sólo así vas a sentir el encuentro. Después, la reflexión y el silencio pueden ser gran compañía en el sufrimiento. ¿Qué te dice la voz que está dentro tuyo cuando todos las demás voces se callan? ¿Qué escuchás en tu mente si te concentrás en el presente, en el aquí y ahora, apagando uno a uno los "ruidos", los pensamientos automáticos? Respirá y escuchá. Por otro lado, necesitamos alguien en quien apoyarnos, alguien que encarne para nosotros a ese Dios que nos comprende y nos defiende. ¿Quiénes son las personas más significativas para vos hoy? ¿Quiénes encarnan a Dios en tu vida?
En definitiva, la conclusión de Juan acerca de los hijos
de Dios se parece a la conclusión de Job acerca de Dios mismo: “hemos
contemplado su gloria, la gloria que corresponde al Hijo unigénito del Padre,
lleno de gracia y de verdad” (Juan 1:14). Los hijos de Dios nacen (y renacen permanentemente) del encuentro con él. Las respuestas de Dios nos llegan a través del encuentro
con él. Es el encuentro sincero, íntimo y personal con Dios, y con aquellos que nos lo encarnan, el que
permanentemente renovará nuestras vidas, atravesemos lo que atravesemos, para
que cada vez tengamos una relación más completa con él, y podamos ser llenos de
gracia y de verdad.
Hasta que volvamos a encontrarnos.