sábado, 14 de diciembre de 2019

Job 3 — ¿Hay alguien que me defienda? (parte 2)

En la reflexión pasada vimos cómo el libro de Job se pregunta por quién nos defiende en esos momentos donde a nuestro sufrimiento se le suman las palabras insensibles y acusadoras de quienes nos rodean. No siempre alcanza con saber que tenemos razón. Necesitamos que alguien nos ampare y nos haga saber que nos entiende y nos defiende. El propio libro de Job anticipa una respuesta muy enigmática:

Ahora mismo tengo en los cielos un testigo; en lo alto se encuentra mi abogado. Mi intercesor es mi amigo, y ante él me deshago en lágrimas para que interceda ante Dios en favor mío, como quien apela por su amigo.

(Job 16:19-21)

Job dice que tiene en los cielos un testigo, un abogado y un amigo. Dice tener, en definitiva, un contacto en los cielos, que le ruega a Dios por él. Al finalizar la reflexión planteé la pregunta, ¿de quién está hablando Job?

Creo que es claro que está hablando de Jesús. El libro de Job, a pesar de haber sido escrito muchos siglos antes del nacimiento de Cristo, lo está mencionando. Job está viendo, en algún sentido, a Jesús, sentado en el cielo, dispuesto a interceder por él. Es cierto que, desde una perspectiva humana, Jesús “todavía” no había hecho el sacrificio que nos daba acceso al trono de Dios. Pero aquí, el libro de Job juega otra vez con la contraposición entre mirada humana y mirada divina. Desde esta última, el sacrificio de Jesús en la cruz ya había ocurrido, porque iba a ocurrir inevitablemente. No es extraño, por lo tanto, que a los autores del libro de Job se les haya revelado que había en el cielo un intercesor, un testigo, un amigo para todos aquellos que, en su sufrimiento, busquen a Dios, aunque más no sea a través de la queja y el lamento.

Esto no es mera especulación. El pasaje de Job coincide completamente con la visión que el Nuevo Testamento ofrece acerca del lugar de Jesús como intercesor:

No tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que ha sido tentado en todo de la misma manera que nosotros, aunque sin pecado. Así que acerquémonos confiadamente al trono de la gracia para recibir misericordia y hallar la gracia que nos ayude en el momento que más la necesitamos.
(Hebreos 4:15-16)

Este pasaje nos indica que Jesús, nuestro sumo sacerdote, estuvo ahí, sabe perfectamente lo que significa la experiencia de ser humano, sabe de la tentación, del dolor y del sufrimiento. Jesús, al igual que Job, es en cierta forma nosotros. Él también padeció, fue rechazado y se sintió abandonado. No sólo padeció en la cruz; pasó por toda clase de sufrimientos y privaciones físicas y emocionales durante su vida entera, no sólo durante el ministerio. También fue rechazado por mucha gente, la misma gente que él había venido a salvar y sanar. Incluso sus amigos terminaron por rechazarlo. Y no me refiero a Judas, sino a Pedro. Por otro lado, poco antes de morir, sintió el abandono del propio Padre, y lo expresó de manera muy transparente: “Eloi, Eloi, ¿lama sabactani? (que significa: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?»)” (Marcos 15:34).

Por lo tanto, Jesús entiende perfectamente nuestras luchas y sufrimientos. En general, es más fácil para nosotros asociar a Jesús con la compasión y con alguien que se pone en nuestro lugar que a Dios Padre. Eso mismo pareciera experimentar Job: Dios no me está escuchando, no le interesa lo que me pasa, pero afortunadamente tengo a Jesús a su lado que le suplica por mí. Por supuesto que, en parte, la misión de Jesús era mostrarnos un costado más humano de Dios. Pero no nos olvidemos que Jesús y el Padre no son dos Dioses diferentes, sino un mismo Dios. Jesús no es otro, diferente del Padre. Él mismo lo dijo: “El Padre y yo somos uno” (Juan 10:30). Por supuesto, y más importante aún, Dios no es otro que Jesús mismo. No tenemos un Dios indiferente (el Padre) y uno comprensivo y compasivo (el Hijo), sino un solo Dios, que es comprensivo y compasivo: “no digo que voy a rogar por ustedes al Padre, ya que el Padre mismo los ama porque me han amado y han creído” (Juan 16:26-27).

Job nos confronta entonces con una cuestión importante. Hay, efectivamente, alguien que nos defiende en el cielo. Desde la perspectiva humana, sabemos que es Jesús. Pero si escuchamos lo que Jesús tiene para decirnos, él mismo nos aclara que es el propio Padre el que está abierto a recibirnos en su trono de gracia con compasión y comprensión. No nos va a dar una piedra cuando nos acerquemos para pedirle pan. No nos va a dar palabras duras y reprensión cuando nos acerquemos a pedirle que nos entienda y nos defienda. Él mismo, el Padre, que es uno con Cristo, nos recibe con compasión y se pone en nuestro lugar.

¿Qué pasaría entonces si tratáramos de imaginar, aunque sea por un momento, que la actitud que sentimos que tiene Jesús hacia nosotros es la misma que tiene el Padre; si tratáramos de meditar en que Jesús está también en el Padre? No tenemos dos dioses, uno con el corazón y el otro con el rayo. Dios es uno solo, y es compasivo, “lento para la ira y grande en amor” (Salmo 103:8).

La respuesta que encuentra Job, entonces, ante la pregunta de si hay alguien que lo defienda, es que sí. Y el desafío que Job se pone a sí mismo, y lleva a cabo, es el de acercarse a Dios con el corazón abierto. Cuando oramos desde lo más íntimo de nosotros, con apertura, con la frescura del niño que llora porque tiene sueño, hambre, sed, o cualquier otra necesidad básica inmediata, estamos en definitiva acercándonos al “trono de la gracia”. Estamos pidiéndole a Dios gracia, es decir, ese favor suyo que no lo pedimos porque lo merecemos sino porque lo necesitamos. Y Dios, que es compasivo y grande en amor, no nos responde “algo habrás hecho para que te pase esto”, sino que nos da lo que le pedimos: la misericordia y la atención que necesitamos. Dios se pone de nuestro lado, en nuestro lugar, y nos defiende.

Jesús intercede por nosotros, eso es cierto. Pero es cierto desde el punto de vista de la necesidad humana. La realidad espiritual es que el Padre mismo nos ama, sin que nadie interceda. No necesitamos en realidad un abogado. Si creemos que Jesús es Dios, podemos ser totalmente sinceros con él, y buscarlo en nuestro momento de sufrimiento. Él mismo nos quiere defender de las injusticias que nos toca vivir. Quiere estar con nosotros en esos momentos de angustia y de soledad. Quiere conocer los pensamientos nuestros, incluso los más negativos, para estar muy cerca de nuestro corazón. Porque él es testigo de lo que vivimos, abogado frente a los que nos juzgan y nos condenan por sufrir y amigo en esos tiempos difíciles de dolor y angustia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

¿Querés compartir tus propias reflexiones sobre el tema?