viernes, 20 de septiembre de 2024

La verdad nos hace libres

"Jesús se dirigió entonces a los judíos que habían creído en él, y les dijo:
—Si se mantienen fieles a mis palabras, serán realmente mis discípulos; y conocerán la verdad, y la verdad los hará libres.
—Nosotros somos descendientes de Abraham —le contestaron—, y nunca hemos sido esclavos de nadie. ¿Cómo puedes decir que seremos liberados?
—Les aseguro que todo el que peca es esclavo del pecado —afirmó Jesús—. Ahora bien, el esclavo no se queda para siempre en la familia; pero el hijo sí se queda en ella para siempre. Así que, si el Hijo los libera, serán ustedes verdaderamente libres."
Juan 8:31-36


Hola a todos. Hace un tiempo publiqué un artículo sobre el tema de la gracia y la verdad, donde hablaba de que no es lo mismo decir "verdad" que decir "ley". En nuestra tradición cristiana, sobre todo en la evangélica, solemos equiparar esos dos conceptos. Sin embargo, Juan nos dice al principio de su evangelio que "la Ley fue dada por medio de Moisés, mientras que la gracia y la verdad nos han llegado por medio de Jesucristo" (Juan 1:17). Es decir, nombra a la ley y a la verdad por separado. De hecho, Jesús nunca dijo de sí mismo "yo soy la ley", pero sí dijo "yo soy la verdad". No es la ley la que nos abre camino al Padre, pero sí la verdad. En esta publicación vamos a ver un poco por qué.

Hay un primer punto que es importante recordar, y es que gracia y verdad van de la mano. Según el testimonio de Juan, Jesús está "lleno de gracia y de verdad" (Juan 1:14). En Cristo, y por lo tanto en el Padre, las cosas no están separadas, sino unidas. Podríamos decir que la verdad es todo lo que es real, tanto lo que nos gusta como lo que no, y la gracia es la aceptación amorosa de la verdad. Pensémoslo de esta manera: Dios nos ve y sabe que estamos rotos pero, en lugar de descartarnos, nos recibe para repararnos y devolvernos al propósito para el que fuimos creados.

De hecho, la verdad misma es la que nos repara. La ley nos condena, nos dice que no cumplimos con nuestro propósito, pero la verdad nos repara. Porque la ley es la verdad sin la gracia. La ley nos produce culpa, una culpa que muchas veces puede ser necesaria para motivar un cambio profundo de actitud, de cosmovisión, de comportamiento. Pero sin la gracia, es una culpa que nos paraliza. Nos deja en una posición de ser rechazados. En cambio, la verdad incluye la gracia, incluye la aceptación amorosa de todo lo que somos, con nuestros aciertos y desaciertos. Entones nos predispone a un cambio, nos da la esperanza de que es posible. Nos libera de la presión de tener que cumplir nuestro propósito.

Y es que, en realidad (o podríamos decir, en verdad), no somos capaces de cumplir nuestro propósito. Empecemos por el principio: fuimos creados para buscar a Dios. Sin embargo, como la propia Biblia nos enseña (y también nuestra experiencia como humanos), "no hay un solo justo, ni siquiera uno; no hay nadie que entienda, nadie que busque a Dios" (Romanos 3:11). Solamente cuando el Señor nos ablanda el corazón empezamos a entender y reconocer que sin Dios perdemos nuestra humanidad real, la que fue diseñada por él. Pero por nosotros mismos, no somos capaces. La gracia se expresa, en ese sentido, en que Dios, a pesar de que nosotros ni siquiera nos gastemos en buscarlo, enciende el deseo por él en nuestro corazón, para empezar a devolvernos a nuestro propósito.

Y pongo el énfasis en empezar. Tengamos en cuenta que para Dios, todo ya sucedió. La reparación de cada persona que fue llamada por él ya está completa. Pero nuestra experiencia humana está encerrada en el sentido del tiempo, y para nosotros la reparación es un proceso. El Dr. Henry Cloud, psicólogo, teólogo y pastor (recomiendo mucho sus libros, y en especial, para este tema, Cambios que sanan), habla de que gracia, verdad y tiempo son los principales componentes de crecimiento. En las escrituras, esto lo vemos una y otra vez. La gracia y la verdad son los nutrientes que abonan nuestra planta, y por lo tanto, lo esencial para dar fruto. Una vez que somos abonados, es sólo cuestión de esperar y continuar cultivándonos en la verdad y en la gracia para desarrollar el carácter que refleje la imagen de Dios en nosotros.

Hay un punto clave en esto que tiene que ver con los vínculos. Tanto la verdad como la gracia nos llegan, en primer lugar, de nuestro vínculo con Dios a través de Cristo. Pero también se nos encomendó que nos demos unos a otros esa gracia y esa verdad. Por eso, los vínculos son claves en el proceso de crecimiento. Necesitamos personas que nos recuerden las verdades, tanto las incómodas como las restauradoras. Personas que nos marquen la cancha cuando nuestras conductas y palabras les lastiman, y que al mismo tiempo nos recuerden que somos dignos y valiosos más allá de nuestras imperfecciones. Y a medida que recibimos gracia y verdad, a medida que nuestro carácter crece hacia el carácter de Dios, vamos desarrollando hábitos que nos ayudan a vincularnos cada vez más sanamente. Hábitos que nos conectan cada vez más con el amor de otras personas, y por lo tanto con Dios. No olvidemos que Dios es, ante todo, amor, y el amor es vínculo.

¿Cómo se ve concretamente esto de conocer la verdad? Bueno, en primer lugar, Jesús dice que para conocer realmente la verdad, necesitamos ser sus discípulos. En otras palabras, caminar con él, mirarlo a él, mirar su ejemplo, prestar atención a cada una de sus enseñanzas. Necesitamos apuntar a vivir y pensar como él, poner nuestra energía en eso. Recién entonces vamos a empezar, poco a poco, a entender cómo son las cosas, en diferentes áreas de nuestra vida: por qué pasa lo que pasa, por qué somos de la forma que somos hoy en día, por qué los demás son de la manera que son. Vamos a entender qué necesitamos para seguir creciendo, vamos a ser desafiados por sus palabras y enseñanzas, motivados para llegar más lejos que donde hoy estamos, y también vamos a ser reafirmados. Él es la verdad, y por lo tanto él es quien realmente sabe quiénes somos nosotros, cuál es nuestra esencia. En ese sentido, necesitamos dejar que sea Jesús quien nos defina como personas, no los demás, ni nuestros propios pensamientos automáticos sobre nosotros mismos. Necesitamos que él tenga la última palabra sobre todas las cosas.

Y para lograr esto, necesitamos poner nuestra verdad ahí afuera también. Someternos a esa verdad que él trae, exponernos a la luz. Porque podemos razonar un montón de cosas, y vamos a ganar muchísimo conocimiento de lo que Jesús enseña, pero eso no es lo que nos transforma. Lo que nos transforma es exponer nuestro lado más vulnerable, desnudarnos delante de las verdades que Jesús nos trae. Desnudar nuestra inseguridad cuando necesitamos ser reafirmados, desnudar nuestros errores y defectos delante de la confrontación, para poder ser tocados por el amor y la aceptación también, desnudar nuestros puntos de vista equivocados sobre las cosas para que nuestra mentalidad sea moldeada a la mentalidad de Cristo. En ese sentido, hablar la verdad también nos libera. Decir lo que realmente pensamos, lo que realmente sentimos, mostrar lo que realmente hay en nosotros.

Si nos escondemos, nuestro cuerpo no procesa la gracia, y seguimos viviendo bajo la ley. Vivimos con miedo al castigo, de Dios, de la vida o de los otros. Vivimos para cumplir por nuestro propio esfuerzo, cosa que ya vimos que no funciona. De hecho, pretender ser transformados por nuestro propio esfuerzo conductual es como pretender que una planta crezca sin agua, sin nutrientes, sin la luz del sol. La planta simplemente se marchita. Nuestro carácter es igual. La verdad es la que nos libera del miedo, porque nos recuerda que nuestro propósito no es cumplir con las reglas, sino amar y ser amados. La verdad nos trae al amor gratuito de Dios, el amor que nos transforma y nos sana.

Y hay un último aspecto importante de esto de conocer la verdad. Habíamos dicho que la palabra "verdad" que aparece en el evangelio equivale también a la "realidad". En ese sentido, si queremos ser transformados y sanados (ser libres, en otras palabras), necesitamos vivir en la realidad. Vivir en la realidad nos libera. Cuando negamos la realidad, nos esclavizamos a una fantasía de lo que nos gustaría que fuera real, pero no es. Jesús dice que "todo el que peca es esclavo del pecado". Pecar, literalmente, es fallar al blanco, fallar al propósito. Ya dijimos que, desde el vamos, nuestra vida le falla al propósito de buscar una relación con Dios. En otras palabras, todos nacemos siendo esclavos del pecado. Y ser esclavos del pecado equivale a ser esclavos de la mentira, que es lo contrario a la verdad.

¿Cuál es la mentira? Tiene muchas caras: todo depende de mi esfuerzo, mi vida depende sólo de mí, soy una basura descartable, soy completamente incapaz de cualquier cosa, lo más importante en esta vida soy yo, lo más importante en esta vida son los demás, lo más importante es mi profesión, el dinero, la naturaleza, y la lista podría seguir. También hay mentiras menores que se desprenden de esas. Somos esclavos de esas falsas realidades que empezamos a percibir y guardar en nuestra mente desde el vientre de nuestra madre. Sólo que además, las creemos. Creemos que son verdad. En el mejor de los casos luchamos con ellas en nuestra mente, nos resistimos, pero hasta que no abrazamos la realidad completa, hasta que no nos animamos a aceptar las cosas tal y como son, con las malas noticias al mismo tiempo que las buenas, vivimos obligándonos a nosotros mismos (y unos a otros) a actuar en base a esas mentiras, lo que no nos permite desarrollar todo el potencial con el que fuimos creados (o permitir a los demás que desarrollen el suyo).

Y el problema es que nuestro cuerpo siempre va a pedirnos que respondamos a la realidad que es, no a la que querríamos que fuera. Los estímulos reales que recibimos de afuera producen cosas en nuestro cuerpo, para bien o para mal. Eventualmente, el desfasaje entre lo que realmente pasa afuera y lo que nosotros creemos que está pasando, o querríamos que esté pasando, nos enferma. Nuestra realidad más íntima es nuestro deseo, lo que deseamos más allá de todos los condicionamientos que recibimos y que fuimos creyendo. Lo que deseamos más allá de las mentiras. Ese deseo es el verdadero deseo de nuestro cuerpo. Y el cuerpo fue diseñado por Dios para estar en una relación con él. Nuestro cuerpo nos empuja hacia la verdad, en todo sentido. Mientras vivamos una mentira, las chances de que nuestro cuerpo se marchite, con todo lo que eso significa mental, emocional y físicamente, permanecen en niveles altísimos: "la esperanza que se demora aflige al corazón; el deseo cumplido es un árbol de vida" (Proverbios 13:12).

Si no construimos desde la realidad, construimos nuestra casa sobre la arena. Uno de mis versículos favoritos de la Biblia es el que dice que "si el Señor no edifica la casa, en vano se esfuerzan los albañiles" (Salmo 127:1). O sea, si no dejamos que sea Dios quien dicte la verdad de nuestra vida, todo nuestro esfuerzo es en vano. En cambio, vivir para Dios significa despojarnos cada vez más de las mentiras que hemos creído sin darnos cuenta: hacerlas visibles, aceptar que las tenemos dentro nuestro, traerlas afuera en vínculos amorosos, con personas que nos acepten aun con las mentiras que creemos y que, cuando aceptemos que están ahí, van a hacernos sentir mucha vergüenza, y que nos digan la verdad: que no somos menos por creer mentiras, que no necesitamos vivir guiados por esas mentiras, y que hay formas mejores de vivir. Personas que, cuando no vemos las mentiras bajo las cuales vivimos, nos lo puedan mostrar. Personas que hablen la verdad cuando las lastimamos, y que acepten la verdad cuando nos lastiman, porque eso también es amor, y eso también nos sana las mentiras que traemos de fábrica. Eso es construir la casa sobre la roca.

En ese sentido, recibir con gracia la verdad que traen los demás también nos hace libres: abrazar sus historias, sus emociones, sus ideas (también las que estamos seguros de que están erradas), sus luchas. Esto no significa que tengamos que convivir con esas cosas en nuestro día a día y traerlas a nuestra vida. Está bien elegir con quienes nos relacionamos íntimamente. Vivir en la verdad significa aceptar que hay cosas a las que, por los motivos que sea, me hace mal exponerme. Pero sí  puedo aceptarlas sin condena. Todos estamos en proceso. Todos estamos en el mismo bote. Si puedo recibir a los otros con lo que traen, sin juzgarlos, voy a poder vivir más libremente mis relaciones: decir que sí a los vínculos y a las situaciones que realmente quiero, decir que no a lo que no quiero, y tener una mejor idea de la realidad que tengo a mi alrededor. Si me peleo con la realidad de los demás, sólo traigo más dolor, a mi vida y a la de esas personas. Ser libres significa permitir a los otros ser libres sin miedo, sin empujarlos a protegerse de nosotros por causa de las mentiras a las cuales, queriendo o sin querer, los terminamos sometiendo.

Muchas veces creemos que somos libres porque hacemos lo que queremos, pero no nos damos cuenta de que lo que hacemos es en realidad lo que otros quieren que hagamos, o lo que otros nos convencieron que teníamos que hacer. No tiene sentido que vivamos así. No fuimos creados para vivir así. Si nos apoyamos en Jesús, si escuchamos la verdad, entonces vamos a ser realmente libres. Necesitamos aprender a reconocer las voces que nos condenan en nuestros propios pensamientos (o también afuera de ellos), y responderles con la verdad. Cualquier área de nuestra vida donde vivimos con miedo al castigo y al rechazo, está sometido a alguna mentira. Busquemos la verdad, para que seamos verdaderamente libres y podamos disfrutar más de nuestra vida. Hasta que volvamos a encontrarnos.

viernes, 9 de febrero de 2024

Gracia y verdad

"El que era la luz ya estaba en el mundo y el mundo fue creado por medio de él, pero el mundo no lo reconoció. Vino a lo que era suyo, pero los suyos no lo recibieron. Mas a cuantos lo recibieron, a los que creen en su nombre, les dio el derecho de ser hechos hijos de Dios. Estos no nacen de la sangre, ni por deseos naturales, ni por voluntad humana, sino que nacen de Dios. Y el verbo se hizo hombre y habitó entre nosotros. Y contemplamos su gloria, la gloria que corresponde al Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad. Juan dio testimonio de él y a voz en cuello proclamó: «Este es aquel de quien yo decía: “El que viene después de mí es superior a mí, porque existía antes que yo». De su plenitud todos recibimos gracia sobre gracia, pues la Ley fue dada por medio de Moisés, mientras que la gracia y la verdad nos han llegado por medio de Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto nunca; el Hijo único, que es Dios y que vive en unión íntima con el Padre, nos lo ha dado a conocer."

Juan 1:13-18


Hola a todos. Hace alrededor de un mes escuché una prédica que me inspiró a compartir algunas reflexiones sobre un tema que me parece hermoso, que tiene mucho que ver con nuestra relación con Dios y también nuestras relaciones entre nosotros. La verdad es que es un tema que da mucho para hablar, por lo que voy a ir publicando seguramente en diferentes momentos otras reflexiones con el mismo tema, y a medida que lo haga las voy a ir agrupando para que sea más fácil encontrarlas.

El tema tiene que ver con esta frase que Juan usa al principio de su testimonio, cuando dice que Jesús está "lleno de gracia y de verdad". Es una frase tan simple, pero que, analizándola en profundidad, demuestra la intimidad con la que el apóstol llegó a conocer a Cristo durante su paso por la tierra.

Tanto la palabra gracia como la palabra verdad son muy usadas hoy en día en el mundo cristiano. Me atrevo a decir que en general las usamos tan livianamente que no siempre tomamos conciencia de todo el significado que tienen. Hablamos de la gracia para remarcar que Dios perdonó nuestros pecados, y de la verdad para resaltar que lo que nos enseña la Biblia es cierto y es confiable, o a veces para indicar que lo que enseña nuestra cultura es falso o errado. Todas cosas que tienen valor, por supuesto. Pero vamos a ver que la gracia y la verdad son mucho más que eso.

Jesús mismo dijo sobre sí mismo: "yo soy el camino, la verdad y la vida" (Juan 14:6). El camino, porque no hay otra forma de conocer al Padre si no es por medio de Cristo. Enseguida vamos a ver que la vida y la gracia tienen mucho que ver. Y si Jesús está lleno de verdad es porque él es la verdad.

La palabra que traducimos como gracia en este pasaje es charis, tiene varios significados, todos relacionados entre sí. Por un lado es regalo, por otro lado es favor, y también es beneficio y es aceptación y placer. Si combinamos todo esto en un sólo significado, podríamos decir que Jesús está lleno de aceptación hacia nosotros, se complace en nosotros, quiere beneficiarnos y está a nuestro favor, y todo esto por mera generosidad, como un regalo. Es decir, no hacemos nada para ganarnos su aceptación, su favor y su ayuda, si no que él simplemente nos lo da. Y por medio de él, es el Padre quien nos lo da. Jesús nos da a conocer, en sí mismo, la gracia del Padre, es decir, el favor, la aceptación y las bendiciones de Dios mismo que nosotros no nos ganamos de ninguna manera.

En otras palabras, la gracia es el favor, la aceptación y la ayuda de Dios que recibimos aunque no merecemos. De hecho, sabemos que no solamente no ganamos nada de todo eso, sino que lo perdimos desde el día que decidimos desconocer su autoridad. Sin embargo, él nos lo ofrece gratuitamente por medio de Cristo. Acá quiero detenerme y marcar un primer punto importante: Juan dice que los hijos de Dios, o sea, los que creen en su nombre, no nacen por voluntad humana, sino que es un regalo de Dios. O sea, creer en Cristo es un regalo del Padre. La gracia viene antes que la fe. Eso quiere decir que si sos creyente, ya estás bajo la gracia de Dios, incluso desde antes de creer. Nada puede quitarte algo que a lo que no accediste por tus propios méritos.

Digo eso porque a veces tenemos miedo de que, por nuestras dudas, incertidumbres, cuestionamientos, temores, etc., Dios se enoje y nos quite de la gracia. No existe tal cosa en la Biblia. No podemos perder la salvación, ni el favor de Dios. Esto es importantísimo para nuestra vida, porque una de las raíces principales de la mayor parte de nuestras luchas emocionales y de carácter es un sistema de culpa que viene instalado en nuestra cabeza, ya sea desde nuestra crianza, desde nuestra escolarización, desde nuestro nacimiento o el momento en que a cada uno le haya tocado. El sentimiento de culpa en sí no es malo, es necesario. Pero hay tipos y niveles de culpa que nos impiden crecer y desarrollar la plenitud que Dios quiere darnos en la vida. Es uno de los temas en los que quiero ahondar más adelante.

Por el momento quiero decir esto: vivir llenos de culpa y de vergüenza por ciertas partes de nuestra vida o de nuestra persona en las que no somos aceptados por otros nos lleva a escondernos. Escondemos de la vista las cosas que sabemos que otros van a condenar. A veces son cosas que Dios también condena, otras veces no. Vivimos expuestos a un sistema de relaciones que nos miden de acuerdo a una "ley", que generalmente es una mezcla de la ley de Dios con códigos sociales que no tienen nada que ver con la ley de Dios. Esto nos pasa incluso en la iglesia, y ese es el motivo por el que muchas veces desarrollamos una máscara de "pureza" para mostrar con las personas de nuestra comunidad, porque no podemos mostrarnos con nuestras rupturas, nuestras luchas, nuestros defectos y nuestros problemas de carácter.

Obviamente, hay actitudes y defectos que lastiman a otros, y la ley de Dios nos ayuda a detectar estas cosas para poder aprender otras formas de lidiar con el mundo que nos rodea. Pero si volvemos al pasaje, vemos que Juan establece una diferencia entre la verdad y la ley: "la Ley fue dada por medio de Moisés, mientras que la gracia y la verdad nos han llegado por medio de Jesucristo". Generalmente hablamos de la verdad para referirnos a la ley, y obviamente están relacionadas. Pero no son lo mismo. Si fueran lo mismo, Juan no las pondría como dos cosas separadas, una dada por Moisés y la otra por Jesús.

Jesús dijo "yo soy la verdad", pero sabemos que él no es solamente la ley. De hecho, él es una persona. Juan dice que "el Verbo se hizo hombre". La palabra logos, que esta versión traduce como "verbo" y otras traducen como "palabra", es, efectivamente, la palabra, pero es más que eso: es la expresión, la imagen visible. En otras palabras, la imagen visible de Dios tiene forma de hombre en Cristo, y su voz tiene sonido físico en Cristo. Dios se hace real, concreto y palpable a nosotros en Cristo. Es por eso que Jesús está "lleno de verdad". Todo lo que Jesús habla es palabra que viene de Dios mismo. La palabra de Dios es mucho más que la ley: es también todo lo que él dice sobre las cosas, sobre la creación, sobre la vida, sobre las personas. Es sus promesas. Todo lo que él dice es verdadero, es real. Todo lo que él dice se cumple. Dios, y por lo tanto, Cristo, no esconde nada. Él siempre se muestra tal cual es, y dice las cosas tal y como son.

Más adelante, el evangelio de Juan nos dice que "los verdaderos adoradores rendirán culto al Padre en espíritu y en verdad" (Juan 4:23). El llamado que nos hace el evangelio es a adorar a Dios sin apartarnos de la verdad, sin esconder la realidad. La adoración verdadera es una adoración sincera, que no intenta parecer algo que no es. Busca crecer y desarrollar un carácter cada vez más sano, sí. Pero no esconde la inmadurez de la etapa en la que está. Esto tiene mucho que ver con la cuestión de la gracia. Vamos a ver en futuras publicaciones sobre este tema que esa unión inseparable entre gracia y verdad es la que nos permite venir delante del Padre sin vergüenza ni temor por nuestros errores y defectos, aun entendiendo nuestra responsabilidad y la gravedad de lo que hayamos hecho. Es esa combinación la que nos permite vivir en libertad y dignidad, despojarnos del miedo a equivocarnos y perdonarnos a nosotros mismos y a otros sin minimizar lo que sea que pasó. Y en esa combinación se basan también todas las enseñanzas del Señor en relación a nosotros mismos y a nuestro trato con los demás.

Nuestro gran desafío es vivir en la gracia, conscientes de que somos aceptados por el Padre independientemente de nuestras manchas, y vivir en la verdad, aceptando las cosas como son, aceptando nuestras responsabilidades, siendo auténticos y sinceros aún en relación con nuestras dudas, temores, errores y defectos, y trabajando en desarrollar un carácter cada día más maduro, más completo. Cuando aprendemos a integrar ambas cosas, gracia y verdad, accedemos a un nuevo nivel de conocimiento e intimidad con Dios que a su vez nos trae una paz y una plenitud mayores que las que hasta ese momento conocíamos, y nos habilita nuevos niveles de madurez. Sin duda, esto es lo que experimentó Juan, y de lo cual dio testimonio al declarar que Jesucristo está "lleno de gracia y de verdad".

Que Dios Padre nos llene de la plenitud del Espíritu de Cristo para que nos abra cada día más a la gracia y la verdad.

Hasta que volvamos a encontrarnos.

domingo, 5 de junio de 2022

Romanos 9 - la elección de Dios

Texto: Romanos 9

Al principio de la reflexión anterior hablé de la gracia y de cómo, en cierta forma, la gracia podría considerarse "injusta" para Dios, en el sentido de que nosotros, la humanidad, fuimos los que arruinamos el proyecto original de Dios, su creación, y merecíamos pagar por eso. Dios estaba en su derecho de condenarnos a todos, y sin embargo, su justicia es completamente inversa a la que nosotros ejerceríamos: hablando con propiedad, la gracia no es injusta, porque es precisamente la expresión de la justicia de Dios, que es por la fe.

Hay dos conceptos en esto que acabo de decir que son importantes para entender el capítulo 9. Primero, Dios estaba en su derecho de condenarnos a todos o, en otras palabras, nosotros no teníamos ningún derecho a reclamar porque ya se nos había advertido del precio por la desobediencia. Segundo, decir que la justicia es por la fe equivale a decir que la justicia es por la adoración. Es decir, la fe nos conduce a ser personas que aman a Dios y lo reconocen como tal, y eso en sí mismo restaura el plan original: una humanidad obediente a Dios y que entiende que lo que él dice es siempre lo mejor para todos. Después de todo, es su creación, no la nuestra. Voy a volver sobre eso en un rato.

Entonces, en resumen, la adoración no es otra cosa que el tipo de relación original que Dios pensó para con la humanidad: una relación de deseo mutuo, donde Dios desea al humano y el humano desea a Dios. Esto lo vemos permanentemente en la Biblia en la promesa de que "yo seré su Dios, y ustedes serán mi pueblo" (Levítico 26:12). Esa es la adoración de corazón que Dios pide, que deseemos a Dios. Y la fe nos lleva a eso, nos lleva a desear a Dios.

Pero entonces, todo se trata de Dios. Y ese es el punto central del capítulo 9, a mi entender. Y perdonen que empiece por el final, pero Cristo, en ese sentido, es la señal de que Dios es el centro. Cristo es la señal de que Dios es soberano, y es él quien tiene derecho a establecer las condiciones. Cuando las personas nos apropiamos del derecho a establecer las condiciones, queremos salvarnos por las obras. Creemos que por ser buenos merecemos la salvación, o merecemos el favor de Dios. Pero ya vimos que esto no funciona a sí. Recibimos el favor de Dios sin merecerlo. Cristo nos demuestra que no funciona así, porque su enseñanza y su obra en la cruz son un escándalo para los que piensan que la salvación es por las obras. La muerte de Cristo libera de la muerte hasta al peor de los pecadores, si se arrepiente de corazón y adora a Dios. Los que creen en la justificación por ser buenos necesariamente van a tropezar con esa piedra, porque es un escándalo. "¿Cómo se va a salvar este pecador? ¡No se lo merece!", cuando en realidad, nadie se lo merece.

La lógica que el apóstol Pablo intenta destruir en este capítulo es parecida: "¿cómo se van a salvar estos que no son judíos, que no tienen la ley, ni las promesas, ni la descendencia?" Porque la ley no es la ley, ni las promesas se heredan por ley, ni la descendencia es por la sangre. Me encanta lo que dice Juan al principio de su evangelio, "a cuantos lo recibieron, a los que creen en su nombre, les dio el derecho de ser hijos de Dios. Estos no nacen de la sangre, ni por deseos naturales, ni por voluntad humana, sino que nacen de Dios" (Juan 1:12-13). La verdadera ley es la de la fe, la ley que está escrita en nuestro corazón por el Espíritu Santo que recibimos, que nos lleva a la adoración, que nos lleva a desear a Dios en lo íntimo, y a deleitarnos en su ley, como decía el capítulo 7. Las promesas se heredan por la fe, y la descendencia también es por la fe. Pablo nos recuerda las promesas que se le hicieron a Abraham, y nos dice, otra vez, que esas promesas son para todos los que compartimos la misma fe de Abraham, como ya nos decía el capítulo 4.

Entonces, Cristo es la señal de la soberanía de Dios y de su supremacía sobre el ser humano. Es Dios el que cuenta en este plan, no el ser humano. Cristo es tropiezo para los que se pierden y salvación para los que reciben misericordia. Lo que tenemos que entender es que, objetivamente, por justicia, todos estábamos en el primer grupo, todos éramos "los que se pierden". Merecíamos la condenación. Es en ese contexto que, como explica el apóstol, se produce la elección soberana de Dios. Él decide quién se salva y quién no por su propia voluntad, en completa libertad. Nada lo obliga a elegir a unos o a otros.

En realidad, lo que está explicando Pablo va un paso más allá. Dios elige a todos. Lo que pasa es que a unos los elige para salvación, y a otros para condenación. Ninguno queda fuera de su mirada. Nadie se escapó de su plan, quedando librado a la suerte. La condenación no es accidental. Por eso Pablo ataca el cuestionamiento de que Dios es injusto. Porque alguno podría pensar "pero, si Dios elige quién se salva y quién no, ¿por qué nos echa la culpa a nosotros?" Y la respuesta es clara: porque en realidad todos merecíamos la condenación.

Evidentemente, Dios preferiría que ninguno se pierda: "¿Acaso creen que me complace la muerte del malvado? ¿No quiero más bien que abandone su mala conducta y que viva? Yo, el Señor, lo afirmo." (Ezequiel 18:23). Cabría suponer que el número de los que se salvan, entonces, no va a ser un número pequeño, sino grande. Pero eso, por supuesto, es especulación. No lo sabemos. Lo que sí sabemos es que Dios decide quién se salva y quién no, por su propia iniciativa. En ese sentido, y esto me parece que es muy claro, la elección viene antes que la fe del creyente. El creyente cree porque, primero, Dios lo eligió para salvación. Si no, sería imposible creer. Recordemos que "no hay nadie que entienda, nadie que busque a Dios" (Romanos 3:11).

Y también sabemos por qué algunos, pocos o muchos, fueron elegidos para condenación. Pablo mismo lo remarca: "¿Qué si lo hizo para dar a conocer sus gloriosas riquezas a los que eran objeto de su misericordia, y a quienes de antemano preparó para esa gloria?". Entonces, de cara a nosotros, los seres humanos, lo que Dios quiere es que nos quede claro lo grande que fue su misericordia al salvarnos, y para eso tenemos que poder tomar dimensión de las consecuencias y la gravedad del pecado. Tenemos que poder entender la magnitud del daño que hicimos como humanidad. Eso debería llevarnos a tener un deseo incluso más fuerte, e irrenunciable, de Dios. No para que nos salve, porque ya estamos salvados, sino por gratitud y por admiración. Por darnos cuenta de lo fuerte que fue su deseo por cada uno de nosotros que eligió librarnos de ese terrible destino que nos esperaba, y tener una relación de amor con nosotros.

Porque esta es la clave: el mundo sólo funciona bien cuando la gente ama, adora, desea a Dios, genuinamente y de todo corazón. Entonces, su objetivo hacia nosotros es que lleguemos a tener un deseo tan fuerte hacia Él que estemos completamente entregados a una relación con Él, y lo deseemos para siempre y por encima de todo. Por eso a Dios no le gusta la tibieza de corazón (Apocalipsis 3:16). Esa idea muchas veces se la usa para alentar a la gente al servicio, a involucrarse con la iglesia, y cosas parecidas, pero me parece un error muy grande. Para mí, es claro que habla del estado del corazón en relación con Dios. Es la tibieza de corazón la que lleva a la hipocresía que describe el versículo de Apocalipsis.

En cambio, cuando entendemos la profundidad de la gracia y de la misericordia de Dios, recién ahí nuestro corazón arde de deseo por Dios, y entonces se produce el tipo de relación con Él que Él quiere, más allá de que tengamos momentos de más cercanía y de más distancia, que son inevitables en este mundo quebrado.

En resumen, el plan de Dios es, justamente, de Dios, y para Dios. Su propósito tiene que ver con restaurar su creación. Por eso es Él quien decide a quiénes salva, no depende para nada de nosotros. Y a otros los eligió desde antes de la creación del mundo para perderse, y de esa manera mostrar lo profundo de la gracia y de su misericordia a los que recibieron la salvación, también, desde antes de la creación del mundo. Esa elección se confirma cuando una persona se vuelve hacia Cristo y cree en Él. Desde el punto de vista humano, la persona elige a Dios. Pero espiritualmente, antes de eso, Dios eligió a esa persona. Si no, el cambio de corazón que habilitó la fe habría sido imposible. Dios y el ser humano se eligen mutuamente, pero Dios es el que toma la iniciativa, y conquista el corazón de las personas.

Algunos dicen que esto invalida la proclamación del evangelio, porque dicen "pero entonces, ¿para qué predicamos, si Dios ya eligió a quiénes salvar y a quiénes no?". Bueno, la respuesta me parece muy clara: porque es la predicación la que activa la fe de los que fueron elegidos. Si no predicaramos, nunca escucharían el mensaje y en realidad nunca aprenderían a desear a Dios. Por eso Cristo nos mandó que prediquemos, y enseñemos a obedecer, y hagamos discípulos, es decir, entrenemos a las personas en la adoración y el amor a Dios.

Que el Dios de Abraham e Isaac, el Dios de la promesa y de la descendencia basada en la fe, y el Señor Jesucristo, tropiezo de los que se pierden pero salvación de los que reciben misericordia, "les concedan gracia y paz." (Romanos 1:7)

Hasta que volvamos a encontrarnos.