—Si se mantienen fieles a mis palabras, serán realmente mis discípulos; y conocerán la verdad, y la verdad los hará libres.
—Nosotros somos descendientes de Abraham —le contestaron—, y nunca hemos sido esclavos de nadie. ¿Cómo puedes decir que seremos liberados?
—Les aseguro que todo el que peca es esclavo del pecado —afirmó Jesús—. Ahora bien, el esclavo no se queda para siempre en la familia; pero el hijo sí se queda en ella para siempre. Así que, si el Hijo los libera, serán ustedes verdaderamente libres."
Hola a todos. Hace un tiempo publiqué un artículo sobre el tema de la gracia y la verdad, donde hablaba de que no es lo mismo decir "verdad" que decir "ley". En nuestra tradición cristiana, sobre todo en la evangélica, solemos equiparar esos dos conceptos. Sin embargo, Juan nos dice al principio de su evangelio que "la Ley fue dada por medio de Moisés, mientras que la gracia y la verdad nos han llegado por medio de Jesucristo" (Juan 1:17). Es decir, nombra a la ley y a la verdad por separado. De hecho, Jesús nunca dijo de sí mismo "yo soy la ley", pero sí dijo "yo soy la verdad". No es la ley la que nos abre camino al Padre, pero sí la verdad. En esta publicación vamos a ver un poco por qué.
Hay un primer punto que es importante recordar, y es que gracia y verdad van de la mano. Según el testimonio de Juan, Jesús está "lleno de gracia y de verdad" (Juan 1:14). En Cristo, y por lo tanto en el Padre, las cosas no están separadas, sino unidas. Podríamos decir que la verdad es todo lo que es real, tanto lo que nos gusta como lo que no, y la gracia es la aceptación amorosa de la verdad. Pensémoslo de esta manera: Dios nos ve y sabe que estamos rotos pero, en lugar de descartarnos, nos recibe para repararnos y devolvernos al propósito para el que fuimos creados.
De hecho, la verdad misma es la que nos repara. La ley nos condena, nos dice que no cumplimos con nuestro propósito, pero la verdad nos repara. Porque la ley es la verdad sin la gracia. La ley nos produce culpa, una culpa que muchas veces puede ser necesaria para motivar un cambio profundo de actitud, de cosmovisión, de comportamiento. Pero sin la gracia, es una culpa que nos paraliza. Nos deja en una posición de ser rechazados. En cambio, la verdad incluye la gracia, incluye la aceptación amorosa de todo lo que somos, con nuestros aciertos y desaciertos. Entones nos predispone a un cambio, nos da la esperanza de que es posible. Nos libera de la presión de tener que cumplir nuestro propósito.
Y es que, en realidad (o podríamos decir, en verdad), no somos capaces de cumplir nuestro propósito. Empecemos por el principio: fuimos creados para buscar a Dios. Sin embargo, como la propia Biblia nos enseña (y también nuestra experiencia como humanos), "no hay un solo justo, ni siquiera uno; no hay nadie que entienda, nadie que busque a Dios" (Romanos 3:11). Solamente cuando el Señor nos ablanda el corazón empezamos a entender y reconocer que sin Dios perdemos nuestra humanidad real, la que fue diseñada por él. Pero por nosotros mismos, no somos capaces. La gracia se expresa, en ese sentido, en que Dios, a pesar de que nosotros ni siquiera nos gastemos en buscarlo, enciende el deseo por él en nuestro corazón, para empezar a devolvernos a nuestro propósito.
Y pongo el énfasis en empezar. Tengamos en cuenta que para Dios, todo ya sucedió. La reparación de cada persona que fue llamada por él ya está completa. Pero nuestra experiencia humana está encerrada en el sentido del tiempo, y para nosotros la reparación es un proceso. El Dr. Henry Cloud, psicólogo, teólogo y pastor (recomiendo mucho sus libros, y en especial, para este tema, Cambios que sanan), habla de que gracia, verdad y tiempo son los principales componentes de crecimiento. En las escrituras, esto lo vemos una y otra vez. La gracia y la verdad son los nutrientes que abonan nuestra planta, y por lo tanto, lo esencial para dar fruto. Una vez que somos abonados, es sólo cuestión de esperar y continuar cultivándonos en la verdad y en la gracia para desarrollar el carácter que refleje la imagen de Dios en nosotros.
Hay un punto clave en esto que tiene que ver con los vínculos. Tanto la verdad como la gracia nos llegan, en primer lugar, de nuestro vínculo con Dios a través de Cristo. Pero también se nos encomendó que nos demos unos a otros esa gracia y esa verdad. Por eso, los vínculos son claves en el proceso de crecimiento. Necesitamos personas que nos recuerden las verdades, tanto las incómodas como las restauradoras. Personas que nos marquen la cancha cuando nuestras conductas y palabras les lastiman, y que al mismo tiempo nos recuerden que somos dignos y valiosos más allá de nuestras imperfecciones. Y a medida que recibimos gracia y verdad, a medida que nuestro carácter crece hacia el carácter de Dios, vamos desarrollando hábitos que nos ayudan a vincularnos cada vez más sanamente. Hábitos que nos conectan cada vez más con el amor de otras personas, y por lo tanto con Dios. No olvidemos que Dios es, ante todo, amor, y el amor es vínculo.
¿Cómo se ve concretamente esto de conocer la verdad? Bueno, en primer lugar, Jesús dice que para conocer realmente la verdad, necesitamos ser sus discípulos. En otras palabras, caminar con él, mirarlo a él, mirar su ejemplo, prestar atención a cada una de sus enseñanzas. Necesitamos apuntar a vivir y pensar como él, poner nuestra energía en eso. Recién entonces vamos a empezar, poco a poco, a entender cómo son las cosas, en diferentes áreas de nuestra vida: por qué pasa lo que pasa, por qué somos de la forma que somos hoy en día, por qué los demás son de la manera que son. Vamos a entender qué necesitamos para seguir creciendo, vamos a ser desafiados por sus palabras y enseñanzas, motivados para llegar más lejos que donde hoy estamos, y también vamos a ser reafirmados. Él es la verdad, y por lo tanto él es quien realmente sabe quiénes somos nosotros, cuál es nuestra esencia. En ese sentido, necesitamos dejar que sea Jesús quien nos defina como personas, no los demás, ni nuestros propios pensamientos automáticos sobre nosotros mismos. Necesitamos que él tenga la última palabra sobre todas las cosas.
Y para lograr esto, necesitamos poner nuestra verdad ahí afuera también. Someternos a esa verdad que él trae, exponernos a la luz. Porque podemos razonar un montón de cosas, y vamos a ganar muchísimo conocimiento de lo que Jesús enseña, pero eso no es lo que nos transforma. Lo que nos transforma es exponer nuestro lado más vulnerable, desnudarnos delante de las verdades que Jesús nos trae. Desnudar nuestra inseguridad cuando necesitamos ser reafirmados, desnudar nuestros errores y defectos delante de la confrontación, para poder ser tocados por el amor y la aceptación también, desnudar nuestros puntos de vista equivocados sobre las cosas para que nuestra mentalidad sea moldeada a la mentalidad de Cristo. En ese sentido, hablar la verdad también nos libera. Decir lo que realmente pensamos, lo que realmente sentimos, mostrar lo que realmente hay en nosotros.
Si nos escondemos, nuestro cuerpo no procesa la gracia, y seguimos viviendo bajo la ley. Vivimos con miedo al castigo, de Dios, de la vida o de los otros. Vivimos para cumplir por nuestro propio esfuerzo, cosa que ya vimos que no funciona. De hecho, pretender ser transformados por nuestro propio esfuerzo conductual es como pretender que una planta crezca sin agua, sin nutrientes, sin la luz del sol. La planta simplemente se marchita. Nuestro carácter es igual. La verdad es la que nos libera del miedo, porque nos recuerda que nuestro propósito no es cumplir con las reglas, sino amar y ser amados. La verdad nos trae al amor gratuito de Dios, el amor que nos transforma y nos sana.
Y hay un último aspecto importante de esto de conocer la verdad. Habíamos dicho que la palabra "verdad" que aparece en el evangelio equivale también a la "realidad". En ese sentido, si queremos ser transformados y sanados (ser libres, en otras palabras), necesitamos vivir en la realidad. Vivir en la realidad nos libera. Cuando negamos la realidad, nos esclavizamos a una fantasía de lo que nos gustaría que fuera real, pero no es. Jesús dice que "todo el que peca es esclavo del pecado". Pecar, literalmente, es fallar al blanco, fallar al propósito. Ya dijimos que, desde el vamos, nuestra vida le falla al propósito de buscar una relación con Dios. En otras palabras, todos nacemos siendo esclavos del pecado. Y ser esclavos del pecado equivale a ser esclavos de la mentira, que es lo contrario a la verdad.
¿Cuál es la mentira? Tiene muchas caras: todo depende de mi esfuerzo, mi vida depende sólo de mí, soy una basura descartable, soy completamente incapaz de cualquier cosa, lo más importante en esta vida soy yo, lo más importante en esta vida son los demás, lo más importante es mi profesión, el dinero, la naturaleza, y la lista podría seguir. También hay mentiras menores que se desprenden de esas. Somos esclavos de esas falsas realidades que empezamos a percibir y guardar en nuestra mente desde el vientre de nuestra madre. Sólo que además, las creemos. Creemos que son verdad. En el mejor de los casos luchamos con ellas en nuestra mente, nos resistimos, pero hasta que no abrazamos la realidad completa, hasta que no nos animamos a aceptar las cosas tal y como son, con las malas noticias al mismo tiempo que las buenas, vivimos obligándonos a nosotros mismos (y unos a otros) a actuar en base a esas mentiras, lo que no nos permite desarrollar todo el potencial con el que fuimos creados (o permitir a los demás que desarrollen el suyo).
Y el problema es que nuestro cuerpo siempre va a pedirnos que respondamos a la realidad que es, no a la que querríamos que fuera. Los estímulos reales que recibimos de afuera producen cosas en nuestro cuerpo, para bien o para mal. Eventualmente, el desfasaje entre lo que realmente pasa afuera y lo que nosotros creemos que está pasando, o querríamos que esté pasando, nos enferma. Nuestra realidad más íntima es nuestro deseo, lo que deseamos más allá de todos los condicionamientos que recibimos y que fuimos creyendo. Lo que deseamos más allá de las mentiras. Ese deseo es el verdadero deseo de nuestro cuerpo. Y el cuerpo fue diseñado por Dios para estar en una relación con él. Nuestro cuerpo nos empuja hacia la verdad, en todo sentido. Mientras vivamos una mentira, las chances de que nuestro cuerpo se marchite, con todo lo que eso significa mental, emocional y físicamente, permanecen en niveles altísimos: "la esperanza que se demora aflige al corazón; el deseo cumplido es un árbol de vida" (Proverbios 13:12).
Si no construimos desde la realidad, construimos nuestra casa sobre la arena. Uno de mis versículos favoritos de la Biblia es el que dice que "si el Señor no edifica la casa, en vano se esfuerzan los albañiles" (Salmo 127:1). O sea, si no dejamos que sea Dios quien dicte la verdad de nuestra vida, todo nuestro esfuerzo es en vano. En cambio, vivir para Dios significa despojarnos cada vez más de las mentiras que hemos creído sin darnos cuenta: hacerlas visibles, aceptar que las tenemos dentro nuestro, traerlas afuera en vínculos amorosos, con personas que nos acepten aun con las mentiras que creemos y que, cuando aceptemos que están ahí, van a hacernos sentir mucha vergüenza, y que nos digan la verdad: que no somos menos por creer mentiras, que no necesitamos vivir guiados por esas mentiras, y que hay formas mejores de vivir. Personas que, cuando no vemos las mentiras bajo las cuales vivimos, nos lo puedan mostrar. Personas que hablen la verdad cuando las lastimamos, y que acepten la verdad cuando nos lastiman, porque eso también es amor, y eso también nos sana las mentiras que traemos de fábrica. Eso es construir la casa sobre la roca.
En ese sentido, recibir con gracia la verdad que traen los demás también nos hace libres: abrazar sus historias, sus emociones, sus ideas (también las que estamos seguros de que están erradas), sus luchas. Esto no significa que tengamos que convivir con esas cosas en nuestro día a día y traerlas a nuestra vida. Está bien elegir con quienes nos relacionamos íntimamente. Vivir en la verdad significa aceptar que hay cosas a las que, por los motivos que sea, me hace mal exponerme. Pero sí puedo aceptarlas sin condena. Todos estamos en proceso. Todos estamos en el mismo bote. Si puedo recibir a los otros con lo que traen, sin juzgarlos, voy a poder vivir más libremente mis relaciones: decir que sí a los vínculos y a las situaciones que realmente quiero, decir que no a lo que no quiero, y tener una mejor idea de la realidad que tengo a mi alrededor. Si me peleo con la realidad de los demás, sólo traigo más dolor, a mi vida y a la de esas personas. Ser libres significa permitir a los otros ser libres sin miedo, sin empujarlos a protegerse de nosotros por causa de las mentiras a las cuales, queriendo o sin querer, los terminamos sometiendo.
Muchas veces creemos que somos libres porque hacemos lo que queremos, pero no nos damos cuenta de que lo que hacemos es en realidad lo que otros quieren que hagamos, o lo que otros nos convencieron que teníamos que hacer. No tiene sentido que vivamos así. No fuimos creados para vivir así. Si nos apoyamos en Jesús, si escuchamos la verdad, entonces vamos a ser realmente libres. Necesitamos aprender a reconocer las voces que nos condenan en nuestros propios pensamientos (o también afuera de ellos), y responderles con la verdad. Cualquier área de nuestra vida donde vivimos con miedo al castigo y al rechazo, está sometido a alguna mentira. Busquemos la verdad, para que seamos verdaderamente libres y podamos disfrutar más de nuestra vida. Hasta que volvamos a encontrarnos.