lunes, 26 de septiembre de 2016

El fruto del Espíritu 7 - Fidelidad

Hola a todos. Hace ya un mes empecé a publicar una serie de reflexiones sobre un tema que creo que se habla mucho, tanto en ámbitos seculares como en iglesias, que tiene que ver con las vidas que dan fruto, vidas fructíferas, podríamos pensarlo como vidas "exitosas", y demás. Mi idea era redirigir la mirada hacia algo que rara vez se encara y que tiene que ver con la cara de crecimiento personal de este tema. Por lo general se lo piensa en términos de resultado (ser exitoso parecería ser cumplir con ciertos estándares y metas), o desde el punto de vista de la conducta (dar fruto es hacer las cosas bien). Si bien no es del todo incorrecto, me parece que solemos descuidar la parte más importante: ¿cómo se produce ese fruto en nosotros? ¿Por qué a veces estamos trabados y no podemos dar fruto? ¿Por qué no obtenemos buenos resultados, o no hacemos las cosas bien, o incluso, por qué no encontramos placer en la vida, y cómo podemos destrabarlo?

Quiero aclarar que a veces las circunstancias realmente nos sobrepasan, y nos hacen estar a media máquina. No siempre es una cuestión de no estar haciendo un buen trabajo en lo personal. Y de hecho, no tiene nada de malo, es algo que simplemente a veces pasa. Pero sí creo que la Biblia nos ofrece muchas herramientas, indicaciones y recursos para poder sobrellevar mejor las diferentes situaciones de la vida y desarrollar más y más fruto en nuestra vida. Eclesiastés 3:12-14 nos muestra que lo mejor que puede pasarnos en la vida, es decir, el mejor fruto que puede salir de nuestro árbol, es "alegrarse y hacer el bien". Bíblicamente, parecería que esto es dar fruto. Es Dios el que produce esto en nosotros por medio de su Espíritu, pero nosotros tenemos la responsabilidad de nutrir y cultivar ese fruto. Gálatas 5:22-23 nos dice cómo se ve, cómo sabe ese fruto, qué sabor tiene, y enfatiza el hecho de que es Dios el que proporciona el crecimiento, el que pone a funcionar los mecanismos que hacen que nuestro trabajo con nuestra propia vida se convierta en fruto con estas características: "el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, humildad y dominio propio".

Esto implica algo que hasta ahora sólo mencioné por encima, pero que voy a enfatizar en la conclusión de todo esto: sólo si pongo mi confianza en Dios para mi crecimiento personal voy a poder desarrollar una vida fructífera. Puedo esforzarme muchísimo, ejercitar, practicar, pensar, pedir consejo, etc. Pero hay un límite, porque nuestros mecanismos de crecimiento están dañados por el pecado (esto tiene que ver con lo que comentaba en la reflexión pasada). La única manera de alcanzar nuestra máxima potencia de crecimiento es sumarnos al proyecto de Dios. Porque lo que primero dañó nuestra persona fue separarnos de él. Eso es la "muerte" de la que habla Génesis 2:17. Eso descompaginó toda nuestra persona, por lo que la única forma de empezar a reparar todo es reparar esa primera ruptura, esa primera separación, que nos sacó de nuestro eje. Lo que digo es que sólo si nos aferramos a Jesús y al mensaje del evangelio vamos a poder crecer como necesitamos, y dar este fruto que Dios promete que podemos dar.

Dicho esto, voy a pasar al tema de hoy, que está relacionado con esto, y que es la fidelidad. La palabra que acá usa el original en griego, PISTIS, aparece traducida muchas veces como "fe". Otra traducción posible es "convicción", estar convencido de algo, dar crédito a algo. Ahora, bíblicamente, nos encontramos con que no cualquier tipo de fe o confianza es fructífera. La gran pregunta es, a qué somos fieles. A qué convicciones somos fieles. La Biblia nos invita, una y otra vez, a poner nuestra confianza en Dios, es decir, dar crédito a lo que él nos dice, ser fieles a lo que él nos enseña, estar convencidos de él. Y esto no es simplemente estar convencido de su existencia, porque Santiago 2:19 nos dice que "los demonios lo creen, y tiemblan". Creo que todos vamos a estar de acuerdo en que los demonios no son fieles a Dios.

+Fidelidad es la convicción sobre las enseñanzas del evangelio, la convicción de que son ciertas y de que son buenas.

En última instancia, es la convicción de que Dios es bueno y veraz, es decir, que lo que nos dice es efectivamente la verdad. Pablo, en Romanos 4:20-21, ejemplifica esto con Abraham, que "ante la promesa de Dios no vaciló como un incrédulo, sino que se reafirmó en su fe y dio gloria a Dios, plenamente convencido de que Dios tenía poder para cumplir lo que había prometido". Alguno que conozca la historia de Abraham sabrá que él no siempre se mantuvo firme en esta convicción, fue un proceso, tuvo que aprender a confiar, pero lo hizo. Así que la fe, la fidelidad, la confianza y convicción en Dios es una característica del fruto que también se desarrolla o se traba, y por lo tanto se destraba. Dios nos dice un montón de cosas sobre cómo podemos vivir de la mejor manera. Está en nosotros creerle o no. Pero si queremos creerle, y simplemente nos cuesta, es importante poder entender por qué, y cómo destrabar esto.

Lo primero que necesitamos entender es cuál es el mensaje del evangelio. El mensaje es extremadamente sencillo y claro:

"Todos han pecado y están privados de la gloria de Dios, pero por su gracia son justificados gratuitamente mediante la redención que Cristo Jesús efectuó. Dios lo ofreció como un sacrifico de expiación que se recibe por la fe en su sangre, para así demostrar su justicia. Anteriormente, en su paciencia, Dios había pasado por alto los pecados; pero en el tiempo presente ha ofrecido a Jesucristo para manifestar su justicia. De este modo Dios es justo y, a la vez, el que justifica a los que tienen fe en Jesús" (Romanos 3:23-26).

En otras palabras, todos estamos en falta con Dios. No hay nada que podamos hacer para remediarlo, porque siempre vamos a hacer alguna otra cosa que nos haga seguir estando en falta. Estamos en falta porque es nuestra condición espiritual. Por ser humanos, después de Adán, estamos privados (separados) de Dios. Pero Dios, por el simple hecho de lo mucho que le importamos, lo mucho que nos quiere, que nos valora y nos aprecia, ofreció él mismo la paga del precio que demandaba por la ofensa contra él. Esta paga la cumplió Jesús al vivir en completa obediencia y al morir en la cruz. Dios confirmó la eficacia de este sacrificio al resucitarlo. Y de esta forma, cualquiera que cree en esto, cualquiera que admite su irremediable falta y acepta que Jesús fue el que pagó la justa condena a pesar de ser inocente, queda justificado ante Dios. Esto es la base de todo el mensaje de Dios para nosotros.

A esto, después, cuando ya creímos, se suma el estar convencidos de lo que Dios nos enseña para vivir vidas verdaderamente sanas. Dios quisiera vernos vivir de determinada manera. Personalmente, estoy tan agradecido por lo que Dios hizo por mí, y por el enorme amor y paciencia que tiene conmigo, que quiero hacer cada vez mejor lo que él espera de mí. No para que me apruebe, porque sé que ya me aprobó (aunque a veces me siento desaprobado, pero sé que no es cierto). Sino justamente porque ya me aprobó sin que yo estuviera calificado, entonces me da ganas de hacer lo que a él le gusta. Y eso requiere que estemos convencidos también de que eso, no sólo le gusta, sino que también es lo mejor para nosotros.

Además, Dios nos rescató para poder tener una relación personal e íntima con él. Una vida fructífera es una vida de comunión con él. El deseo de Dios hacia nosotros es que lo amemos y experimentemos su amor, y por eso él es fiel con nosotros, cumpliendo sus propias promesas hacia nosotros, aunque ni siquiera tendría por qué haberlas hecho. Por ese amor, también trabaja permanentemente en nosotros para que, por ejemplo, demos fruto, es decir, podamos desarrollar vidas fructíferas. Estar convencidos de estas promesas de Dios es una característica fundamental de este fruto.

Ahora, muchas veces creemos con nuestra mente, sabemos que lo que Dios nos dice es cierto, pero nos cuesta sentirnos realmente convencidos. ¿Por qué? ¿Qué es lo que hace que no podamos estar plenamente seguros de Dios?

Creo que, a grandes rasgos, tenemos dos barreras. La primera es que muchas veces tenemos creencias erróneas sobre Dios, la vida o el mundo. Esto tiene que ver con la influencia de la cultura en la que nacimos, que moldea nuestra concepción del mundo, nuestra manera de entender las cosas. También, algunas creencias tienen un origen emocional, basado en cosas que vivimos cuando éramos chicos. Si nuestra forma de ver las cosas está muy anclada en la manera en que nuestra cultura entiende las cosas, nos va a costar apoyarnos en lo que Dios nos dice y creer que es cierto. Cuando lo que Dios nos dice entre en contradicción con lo que la cultura nos dice, vamos a desconfiar o dudar de Dios, no de la cultura. Muchas veces también, en el fondo, tiene que ver con que apoyar lo que nos enseña nuestra sociedad nos hace ser bien recibidos en ella y no sentirnos aislados o dejados afuera. Es una forma de querer ganarnos la aprobación de las personas que tenemos a nuestro alrededor. En la próxima publicación voy a hablar un poco más sobre esto.

Por otro lado, el otro tipo de barrera que tenemos está relacionado con la imagen que tenemos de Dios en nuestra mente. Cuando somos chicos, nuestros padres son nuestro "dios": son los que pueden aprobarnos o condenarnos, y son los que nos enseñan qué está bien y qué está mal. Nuestra experiencia emocional con nuestros padres nos deja una imagen afectiva de cómo es o cómo puede ser Dios. Si en nuestra casa no había lugar para las emociones, es probable que sintamos que Dios es un Dios frío y emocionalmente distante. Si nuestros padres tenían expectativas sobre nosotros que nunca alcanzábamos, es posible que sintamos que Dios es un Dios que nunca se conforma con nosotros. Si nuestros padres eran violentos o abusivos, es probable que sintamos que Dios quiere pasarnos por arriba. Esto, obviamente, nos hace difícil confiar en Dios. Nadie quiere confiar en un Dios que lo va a pasar por arriba, o al que no le interesa lo que nos pasa, o lo que fuera. Otras veces, la experiencia misma de vivir nuestra fe queda asociada a emociones o sentimientos desagradables. Por ejemplo, si nos maltrataron por nuestra fe, seguramente quede asociada al miedo, o si nos rechazaron por nuestra fe, o si no tenemos personas cercanas que compartan la misma fe, puede quedar asociada a la soledad. Esto hace que nos cueste vivir la fe, apoyarnos en lo que creemos. No desesperes por esto, Dios te ama y te acepta igual. él entiende tu dificultad, y quiere acompañarte en el proceso.

Entonces, ¿qué podemos hacer para desarrollar mayor convicción, mayor confianza en que lo que Dios nos dice es cierto, mayor seguridad en él?

Lo primero es empezar a cuestionar lo que nuestra cultura nos enseña; desnaturalizar lo que tenemos incorporado sobre cómo es la vida, el mundo, las personas, Dios, o lo que fuera. 1 Timoteo 4:7 nos aconseja esto: "rechaza las leyendas profanas y otros mitos semejantes". Sólo Dios sabe cómo funcionan las cosas, porque él creó todo. Si la Biblia contradice lo que se nos enseña fuera, sea en la escuela, en la universidad, en los medios, en casa o incluso en la iglesia, optemos siempre por la Biblia, nunca por el afuera. Si no, nuestra fe se va a ver disminuida.

Además de esto, es importante revisar una y otra vez nuestra manera de pensar sobre diferentes cosas. Un buen punto de partida para esto es pensar en qué áreas de mi vida me cuesta más confiar en Dios, o estoy negado a creer que la Biblia dice determinada cosa sobre eso. Tal vez ahí haya algo de mi cosmovisión (punto de vista sobre el mundo y la vida) que debería revisar. Es a lo que nos invita el apóstol Pablo: "sean transformados mediante la renovación de su mente. Así podrán comprobar cuál es la voluntad de Dios, buena, agradable y perfecta" (Romanos 12:2).

También necesitamos "desintelectualizar" a Dios. Muchas veces nuestro conocimiento de Dios es puramente, o mayormente, intelectual, racional. Conocemos un montón de ideas acerca de él, tal vez incluso reflexionamos mucho sobre él, pero no nos relacionamos con él desde nuestras emociones, lo que verdaderamente sentimos. Esto muchas veces tiene que ver con que creemos que las emociones son algo malo, o tonto, o insignificante. Todo lo contrario. Necesitamos acercarnos a Dios desde nuestra verdad personal, que incluye lo que verdaderamente sentimos, en cada momento particular y también en la vida, en general, y lo que sentimos sobre las cosas, y sobre Dios. Necesitamos abrirnos con él, contarle hasta las "pavadas" que no nos animamos a contarle a nadie. Lo mismo necesitamos hacer al leer la Biblia, acercarnos a ella desde lo que realmente sentimos. Contarle a Dios lo que siento al leer su palabra. Dios mismo nos enseña que este es el camino para encontrarnos realmente con él: "me buscarán y me encontrarán, cuando me busquen de todo corazón" (Jeremías 29:13).

Por último, necesitamos sanar nuestras experiencias de Dios que nos hacen alejarnos de él, tenerle miedo, tenerle bronca, sentirlo apático e indiferente. Para esto, necesitamos tratar con nuestra realidad emocional y con nuestro pasado, especialmente con nuestra relación con nuestros padres. Esto muchas veces requiere ayuda de un pastor, consejero, psicólogo o algún otro adulto con el que podamos abrirnos y ser fortalecidos por él, porque justamente necesitamos sanar la imagen que tenemos de la autoridad. Si logramos encontrar una autoridad, especialmente si es creyente, que nos reafirme, que nos escuche, que nos demuestre interés, que se preocupe por nosotros y que nos acepte sin expectativas inalcanzables, vamos a empezar a sanar nuestra imagen de Dios. También necesitamos establecer vínculos con personas que nos fortalezcan en la fe, que nos animen, que nos acompañen y que sean comprensivos con nuestra falta de fe, y no nos reten ni condenen por ella. El apóstol Pablo apuesta por esta solución cuando les escribe a los Efesios sobre su oración por ellos: "le pido que, por medio del Espíritu y por el poder que procede de sus gloriosas riquezas, los fortalezca a ustedes en lo íntimo de su ser, para que por fe Cristo habite en sus corazones. Y pido que, arraigados y cimentados en amor, puedan comprender, junto con todos los santos, cuán ancho y largo, alto y profundo es el amor de Cristo" (Efesios 3:16-18).

Entonces, la fe es lo que nos une a Dios. Es lo que hace que podamos apoyarnos en él y sentirnos seguros en nuestra existencia. Dios nos hizo para tener una relación de amor e intimidad con nosotros. Una vida fructífera es una vida de fe y convicciones firmes. Muchas veces, nuestro sistema de ideas o creencias o nuestras experiencias pasadas nos ponen dificultades a la hora de mantenernos firmes en la fe. Pero la invitación de Dios es a renovar nuestra mente, rechazar los mitos de la cultura, abrir nuestros corazones a Dios y echar raíces en el amor de nuestras comunidades de fe. Así, nuestra fidelidad a Dios, nuestra convicción, va a brotar y florecer. Dios es fiel y trabaja en nosotros todo el tiempo. Animémonos a ser perseverantes nosotros también en construir y fortalecer nuestra fe, nuestras convicciones, nuestra fidelidad, porque es algo que nos va a traer mucho disfrute y porque "esto es todo para el hombre" (Eclesiastés 12:13).

Que el Dios fiel que persevera en nosotros nos fortalezca en lo más íntimo de nuestro ser, ayudándonos a sanar y renovando nuestra manera de pensar para que podamos perseverar nosotros en él, y así dar un verdadero buen fruto, teniendo una relación cada vez más cercana con él. ¡Amén!

Hasta que volvamos a encontrarnos.

lunes, 19 de septiembre de 2016

El fruto del Espíritu 6 - Bondad

Hola a todos. El mes pasado empecé a publicar una serie de reflexiones basadas en una charla que tuve la oportunidad de dar, relacionada con el tema de dar fruto. Había planteado el tema de dar fruto como una combinación de hacer el bien y alegrarse, como lo propone Eclesiastés 3:12-14. En realidad, es Dios el que produce en nosotros este fruto, él es quien lo diseñó así, y lo produce a través de su Espíritu. Por eso Gálatas 5:22-23 dice que "el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, humildad y dominio propio". Por lo general se usa este pasaje para mostrar cómo deberíamos comportarnos, y los cristianos tratamos de adaptar nuestras conductas para ajustarnos a esas características, sin darnos cuenta de que estas no son conductas, formas de hacer, sino formas de ser.

Por eso, lo que planteé desde el principio fue que si queremos desarrollar más este fruto necesitamos trabajar con lo más íntimo de nuestra persona, revisar nuestra vida para encontrar qué nos traba en cada una de esas características del fruto, y reparar lo que haya que reparar para destapar el fluir del Espíritu en nosotros y que dé fruto. Si lo tratamos de forzar por nuestros propios medios, solemos irnos al extremo opuesto: nos descuidamos nosotros mismos por cuidar a otros, ignoramos o escondemos nuestras tristezas para estar alegres siempre, etc. En cambio, si logramos respondernos por qué no nos sale ser así, podemos encontrar herramientas que nos ayuden a tratar con la raíz del problema.

El tema de hoy es la bondad. Creo que es un tema sobre el que podemos llegar a tener un poco de confusión, porque la palabra "bueno" se usa para demasiadas cosas. Empecemos por pensar qué no es la bondad. Bondad no es conformar a todos. Generalmente nos dicen que somos buenos cuando están contentos o conformes con nosotros, o cuando complacemos a alguien. Pero eso no es exactamente la bondad. Bondad no es tampoco ser tranquilo, no enojarse nunca o dejarse pisar. Como cuando alguien dice "es demasiado bueno, siempre se deja pisar", o "es re bueno, nunca se enoja". Bondad no es perfección, y esto tenemos que entenderlo. Ser bueno y ser perfecto son dos cosas diferentes.

La palabra que se usa para "bondad" acá es AGATHOSUNE, que tiene que ver por un lado con la virtud y por otro lado con el bienestar. No sé si ya a esta altura les resuena con algo que había planteado desde el principio: una de las caras de las vidas fructíferas es "hacer el bien", leíamos en Eclesiastés. El apóstol Pablo nos da otra pista sobre qué es hacer el bien:

"Al vivir la verdad con amor, creceremos hasta ser en todo como aquel que es la cabeza, es decir, Cristo" (Efesios 4:15).

La verdad, en este contexto y entendida desde el punto de vista bíblico, son los valores de Dios, el modelo justamente de Jesús. Él mismo dijo, "yo soy el camino, la verdad y la vida" (Juan 14:6), y también dijo, orando al Padre, "tu palabra es la verdad" (Juan 17:17). Entonces, la bondad tiene que ver con vivir en la palabra de Dios y en el ejemplo de Jesús.

+Bondad es vivir los valores de Dios con naturalidad, y libremente.

La bondad es equivalente a la salud espiritual, o a lo espiritualmente sano. Las dos cosas son en realidad una misma cosa. Lo contrario, por supuesto, es la maldad, y por lo tanto, lo espiritualmente insalubre o enfermo. Esta característica del fruto entonces tiene que ver con tener en nuestra vida una forma de vivir que esté en línea con la propuesta de Dios para la vida humana, valorar lo que Dios valora, rechazar lo que Dios rechaza, vivir lo más parecido posible a como Jesús vivió. Acá, uno podría pensar "bueno, entonces soy bueno, no robo, no mato, no cometo adulterio". Sin embargo, la bondad y la maldad, como todas las demás cosas de las que vengo hablando en esta serie, son un problema del corazón. Es ahí donde vamos a encontrar las trabas que tenemos para desarrollar bondad. "Porque de adentro, del corazón humano, salen los malos pensamientos, la inmoralidad sexual, los robos, los homicidios, los adulterios, la avaricia, la maldad, el engaño, el libertinaje, la envidia, la calumnia, la arrogancia y la necedad" (Marcos 7:21-22).

La primera traba que tenemos, precisamente, es el pecado, y esta nos excede ampliamente. Nacemos con la disposición a hacer las cosas a contramano de Dios, porque esa es nuestra herencia desde Adán. Esto es importante entenderlo. No es que cuando somos malos aparece el pecado, sino que es al revés: como nacemos con el pecado a cuestas, lo malo nos sale fácilmente. En otras palabras, nacemos espiritualmente enfermos. También aprendemos lo malo de nuestra familia y de nuestra cultura. Incluso las personas con las mejores intenciones (por ejemplo, nuestros padres, si son bienintencionados), nos enseñan cosas malas, cosas que no se corresponden con lo que Dios quiere enseñarnos, o con cómo Dios nos diseñó para vivir. La cultura, la sociedad que nos rodea, también; tiene formas de hacer las cosas que muchas veces van a contramano de lo que Dios nos enseña, y por lo tanto, a medida que la cultura que nos rodea nos va formando, nos imprime ciertas formas malas de actuar y pensar, malas en el sentido que vengo diciendo: contrarias a Dios, y por lo tanto, objetivamente insalubres.

Esto es importante entenderlo, porque obviamente tenemos grabada a fuego la imagen que nuestra familia y nuestra cultura nos transmitieron sobre qué es bueno y qué es malo. Necesitamos entender cuanto antes que lo bueno y lo malo no son cosas relativas sino absolutas. Lo que Dios dice que es bueno, es bueno; lo que Dios dice que es malo, es malo. Y si no lo entendemos, vamos a vivir preguntándonos por qué pasa lo que pasa, en nuestra vida o alrededor, y hasta angustiándonos por no poder entenderlo. Las cosas malas pasan porque rechazamos a Dios y la humanidad se volvió espiritualmente enferma. Vivimos en un mundo caído. Caído de ese plan original de Dios, que era bueno. Ese es el primer origen de la maldad, la primera traba que tenemos para desarrollar bondad en nuestra vida. La primera traba que tenemos para poder vivir la verdad de Dios.

Por otro lado, a veces simplemente ignoramos qué es lo bueno. Tal vez a veces ni siquiera nos preguntamos qué es lo bueno. Vivimos nuestra vida según nuestros propios parámetros, según lo que nosotros mismos creemos que es bueno o malo, porque nuestra experiencia nos demuestra que eso es bueno o es malo, pero muchas veces perdemos de vista que nuestra percepción es muy limitada. Dios mismo nos dejó dicho, "mis caminos y mis pensamientos son más altos que los de ustedes" (Isaías 55:9). Él mira el camino desde mucho más arriba que nosotros, y por eso sabe mejor que nosotros qué es lo que conviene y qué es lo que no. Y por otro lado, él creó todo; él es el que sabe cómo las cosas funcionan. Y además, lo creó en parte para disfrutar de su creación, por lo tanto, lo que no funciona como él planeó, le disgusta. Nosotros, sin embargo, vivimos, obviamente, centrados en nosotros mismos, pensamos la vida como si el ser humano fuera el centro, y no nos preguntamos "qué es lo que Dios querrá en una situación como esta", o "con este tema", o "con esta área de la vida". Entonces, no podemos ser buenos; simplemente porque no sabemos qué es lo bueno (porque no lo averiguamos y ni siquiera nos lo preguntamos). Incluso puede pasar que estemos tan acostumbrados a manejarnos de determinada manera que terminamos asumiendo que eso que es bueno para nosotros es también lo bueno desde el punto de vista de Dios, en lugar de revisar si es así o no.

Finalmente, muchas veces estamos demasiado cómodos para poder descubrir qué es lo bueno. Cómodos no quiere decir que estemos realmente bien, que nos sintamos realmente bien. Cómodos significa más bien que no reflexionamos sobre nuestra propia conducta y sobre nuestra propia vida. Vivimos irreflexivamente, como en modo automático, yendo de un lado a otro, resolviendo las cosas a medida que se presentan, sin detenernos a pensar, a mirar "desde fuera" nuestra vida para ver cómo estamos viviéndola. En este sentido, vivimos como necios, y no como sabios (Efesios 5:15). Al no pensar en lo que hacemos o vivimos, o en lo que sentimos, o en lo que creemos u opinamos sobre la vida, ni siquiera surge la posibilidad de preguntarnos qué es bueno y qué no. O nos lo preguntamos en el momento en que surge algo, cuando la presión de la situación hace difícil que lo podamos determinar con claridad. Terminamos haciendo a veces una cosa, a veces otra, o simplemente andando por la vida sin importarnos qué clase de efecto tienen nuestras acciones y decisiones.

Por supuesto que, y quiero insistir en esto, incluso aunque sí sepamos lo que es bueno, no siempre nos va a salir, porque el pecado nos tira para lo malo, constantemente. Es importante entender esto. Igual que con las demás características del fruto, lo importante es poder ver cuándo estoy viviendo más cerca o cuándo más lejos del modelo que Dios nos propone, y poder pensar de dónde viene.

También es importante entender que si mi confianza en Dios está en crisis por algún motivo, es muy posible que mi manera de vivir refleje menos sus valores. Pero eso es tema de la próxima publicación. Por ahora, asumamos que nuestra fe está en condiciones pero nuestra vida no lo refleja. Entonces, la pregunta es, ¿cómo hacer para crecer en bondad? ¿Cómo se puede hacer para desarrollar más este "sabor" del fruto?

En primer lugar, por supuesto, es importante preguntarme cuánto creo que Dios quiere lo que es bueno, que Dios es un Dios bueno. Es decir, preguntarme si realmente lo siento así. Si no, ahí es otra característica la que tengo que trabajar, no tanto la bondad. Pero si creo que Dios es bueno, hay algunas cosas que se pueden hacer.

"Que habite en ustedes la palabra de Cristo con toda su riqueza: instrúyanse y aconséjense unos a otros con toda sabiduría" (Colosenses 3:16). Es importante que podamos acompañarnos entre nosotros en el camino de hacer el bien, porque el fruto que Dios desarrolla en nosotros no lo diseñó de manera solitaria sino comunitaria. Se supone que seamos una comunidad (idealmente, que lleguemos a ser una humanidad) que haga el bien, y que dé fruto en el mundo. Tal vez por eso Dios nos alienta a que "no dejemos de congregarnos, como acostumbran hacerlo algunos, sino animémonos unos a otros" (Hebreos 10:25). Es más fácil crecer en bondad si me junto con otros que también están creciendo en bondad, y que pueden aconsejarme y animarme desde la palabra de Dios. Y acá tenemos que entender que las personas que no creen en Jesús van a darnos muchas veces consejos muy útiles y prácticos, pero no necesariamente buenos. Porque no creen en la palabra de Dios, y por lo tanto no se basan en ella. Siempre tenemos que contrastar lo que nos aconsejen con la palabra de Dios, o el modelo de vida de Cristo, o asegurarnos que la persona de la que viene es una persona que ama a Dios y tiene su vida arraigada en su verdad.

"Al necio le parece bien lo que emprende, pero el sabio atiende el consejo" (Proverbios 12:15). Por supuesto, de nada me sirve rodearme de personas de bien (en el sentido que vengo diciendo, personas que viven en la palabra de Dios y en el modelo de Jesús), si no estoy dispuesto a escuchar no sólo sus consejos y palabras de ánimo, sino también su corrección e instrucción. Si no escucho lo que me enseñan sobre la base de la Biblia, porque me suena feo, o porque contradice lo que yo pienso que está bien, es poco probable que pueda crecer en bondad. Lo mismo si ignoro lo que me dicen sobre mi manera de vivir. Si mis amigos me corrigen algo porque les parece que estoy haciendo mal, y yo ni siquiera lo considero, me estoy perdiendo una oportunidad de oro de crecer en bondad, de aprender a hacer el bien. Necesitamos escuchar cuando alguien nos dice que estamos haciendo algo mal, y sobre todo si es sobre la base de la enseñanza bíblica, y obviamente, si es con amor. Las personas que nos quieren nos corrigen para que estemos mejor. Seamos sabios, recibiendo esas correcciones y valorando a esas personas por dárnoslas.

"Somos hechura de Dios, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios dispuso de antemano a fin de que las pongamos en práctica" (Efesios 2:10). Originalmente, habíamos sido creados para hacer el bien. Era parte de nuestra esencia y de nuestro propósito. El pecado distorsionó esto, pero en Cristo volvemos a nacer para ese propósito original. Dios dispuso de antemano, desde la creación del mundo, que andemos por sus caminos, que practiquemos el bien. Por eso es importante que nos informemos sobre qué es el bien desde el punto de vista de Dios, porque su punto de vista sobre esto es el definitivo. Y nuestro propósito en la vida está en juego. Nunca vamos a sentirnos del todo plenos hasta que no sintonicemos con el bien, con el proyecto de Dios, y nos pongamos en marcha en el camino de practicarlo. Y obviamente, practicarlo es practicarlo: entrenarnos para el bien. Ejercitar los valores de Dios, para que se nos vayan grabando y vayan saliendo cada vez más naturalmente. Meditar en esas cosas, reflexionar, pensar qué es lo bueno, leer la Biblia y quedarnos pensando en ella, en lo que nos enseña, en las cosas con las que nos confronta. Este es el camino para crecer en bondad. "Toda la Escritura es inspirada por Dios y útil para enseñar, para reprender, para corregir y para instruir en la justicia, a fin de que el siervo de Dios esté enteramente capacitado para toda buena obra" (2 Timoteo 3:16-17).

En fin, la bondad es hacer las cosas a la manera de Dios, y para conocer esa manera tenemos por un lado la Biblia, por otro lado el ejemplo mismo de Jesús, y por otro lado la comunidad de fe, siempre y cuando los valores del reino de Dios sean la base de la vida de esa comunidad, o por lo menos tengan esa importancia. Si ignoramos lo que la Biblia nos enseña, o no conocemos a Jesús, o no compartimos con otros nuestra fe, es muy difícil que podamos conocer o poner en práctica esas obras de bien para las que además fuimos creados, y por lo tanto es muy probable que la bondad se vaya desdibujando o apagando en nosotros, hasta quedar al mínimo. O en el mejor de los casos, nos terminamos fundiendo con nuestra cultura y adoptando su estilo de vida, mezclando lo bueno con lo malo. Si esto pasa, nuestras vidas no van a poder dar todo el fruto que podrían dar, y tampoco vamos a encontrarle tanta belleza y placer a la vida como podríamos. Recordemos la observación que hace el autor de Eclesiastés: "nada hay mejor para el hombre que alegrarse y hacer el bien mientras viva" (Eclesiastés 3:12). Por supuesto, Dios nos acepta más allá de lo que hagamos, si tenemos nuestra fe depositada en él. Si nos damos cuenta de que no estamos viviendo la vida como a él le gustaría, no desesperemos; simplemente giremos el timón, recalculemos la ruta y esforcémonos por aprender y practicar el bien.

Que el Dios bueno, creador de todas las cosas, haga nacer en nosotros el deseo de hacer el bien, de vivir según su palabra y el ejemplo de su Hijo, para que podamos reflejar su belleza y bondad, hacer que su luz brille a nuestro alrededor y colaborar en la obra de restauración que él está llevando a cabo en el mundo. ¡Amén!

Hasta que volvamos a encontrarnos.

viernes, 16 de septiembre de 2016

El fruto del Espíritu 5 - Amabilidad

Hola a todos. Hace casi un mes vengo publicando una serie de reflexiones basadas en una charla que me tocó dar, sobre cómo desarrollar vidas que den fruto. La idea estuvo inspirada desde el principio en repensar cómo entendemos el pasaje sobre el fruto del Espíritu, bastante conocido, que suele enseñárselo desde el punto de vista de las conductas, sin tener en cuenta la experiencia real personal con cada uno de estos temas, y las cuestiones emocionales que están implicadas en ellos.

Al principio, traté de aclarar qué no era y qué sí era una vida fructífera, y planteaba que no se trata de ser exitosos, ni de ser perfectos, ni de cumplir con una serie de pautas o normas, sino que, como creo que nos muestra Eclesiastés 3:12-14, se trata de tener vidas en las que hagamos el bien y a la vez seamos dichosos, disfrutemos, encontremos placer en la vida. Esto es lo que Dios quiere para nosotros, no sólo ahora sino por toda la eternidad, y si logramos esto, "no hay nada que añadirle ni quitarle", eso es la plenitud de la vida (independientemente de que vengan momentos malos, tengamos situaciones difíciles, y demás, como ya hablamos en la reflexión pasada). El objetivo de Dios con esto es que su nombre sea exaltado y que su hermoso carácter sea conocido, a través de nosotros, en todos lados, por todos.

El pasaje de Gálatas 5:22-23 dice que "el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, humildad y dominio propio". Si es fruto del Espíritu, quiere decir que es Dios el que lo produce en nosotros, por lo cual no depende enteramente de nuestro esfuerzo, él determina el ritmo de ese desarrollo. Sin embargo, tenemos la responsabilidad de cuidar y cultivar ese fruto para contribuir a su crecimiento. Y para esto, necesitamos pensar qué cosas traban el desarrollo de cada característica del fruto y qué podemos hacer para destrabarlo.

Hoy quiero hablar de un tema muy importante, y muy cargado de significados, no todos sanos. El tema es la amabilidad. Quiero empezar por decir lo que desde el panorama general que nos presenta la Biblia no es la amabilidad. Primero, amabilidad no es aceptar todo o estar a disposición de todo lo que los demás quieran. Es decir, amabilidad no es igual a complacencia. Casi que la complacencia es una forma de no ser tan amable, después voy a hacer un comentario sobre esto. Amabilidad no es tampoco no enojarse, y tampoco es no llorar. No sé si alguna vez escucharon a una madre decirle a su hijo o hija "no llores, sé amable con tu mamá/papá/abuela/tío/etc". Tal vez nosotros mismos lo dijimos y estamos de acuerdo en el fondo. Pero eso no es amabilidad.

La palabra original que aparece en este pasaje es CHRESTOTES, que se usa para hablar de algo que es constructivo, útil, excelente, que aporta algo bueno. El apóstol Pablo nos da una indicación muy linda al respecto:

"Siempre que tengamos la oportunidad, hagamos bien a todos, en especial a los de la familia de la fe" (Gálatas 6:10).

O sea que el tema parecería venir por el lado de edificar al que tengo al lado, tener un trato constructivo hacia él o ella. Relacionarme de una forma que sea útil y aporte cosas buenas al otro. En definitiva, la invitación que nos hace la Biblia es a tener buen trato entre nosotros, buscando siempre construir, siempre mejorar las cosas, siempre enriquecer y siempre bendecir.

#Amabilidad es tener buen trato hacia los demás, cuidarlos en nuestro trato, respetarlos.

Lo contrario del buen trato, y en este caso sí es algo que está mal, aunque no debemos desesperar si este es el caso (porque tiene solución), es el maltrato, y el extremo de eso es el abuso. Si nuestro trato hacia los demás tiende a dañarlos o perjudicarlos, no estamos dando fruto con sabor a buen trato, y necesitamos revisar nuestra vida y trabajar lo que tengamos que trabajar para poder darles a los demás lo mejor de nosotros. Insisto: el maltrato, desde sus formas más suaves y sutiles hasta las más abusivas, está mal. Y ahora vamos a ver por qué. Pero no hay que desesperar, porque Dios igual nos recibe y nos acepta, y quiere trabajar con nosotros para que podamos sanar y aprender a tratar bien a los demás.

Lo que tenemos que tener en cuenta con este tema es la verdad fundamental del ser humano según la Biblia: fuimos creados a imagen de Dios (Génesis 1:27). Eso implica muchas cosas, pero una de ellas es que tenemos un valor esencial como seres humanos, un valor que nada puede quitarnos, porque es parte de la definición misma del ser humano desde el día que Dios lo creó. Es decir, al hacernos a su imagen, Dios nos dio valor, tanto valor como se da a sí mismo, podríamos pensar. Nos ama tanto como se ama a sí mismo, y nos valora tanto como se valora a sí mismo.

Alguno podría decir, "bueno, pero después desobedecimos a Dios y la imagen de Dios se rompió en nosotros, y ya no tenemos su imagen, por lo tanto ya no somos valiosos, somos un desecho de lo que en aquel día fuimos, y merecemos lo peor". NO. Un contundente y rotundo NO. Génesis 9:6 (mucho después de la desobediencia de Adán) lo establece claramente: "si alguien derrama la sangre de un ser humano, otro ser humano derramará la suya, porque el ser humano ha sido creado a imagen de Dios mismo". En otras palabras, las personas no se tocan. Con las personas no se juega. Es la creación más preciada del Señor (Salmo 8:4-8). El apóstol Santiago también lo entendía perfectamente cuando se quejaba de que "con la lengua bendecimos a nuestro Señor y Padre, y con ella maldecimos a las personas, creadas a imagen de Dios" (Santiago 3:9). Finalmente, hasta Dios mismo, hablando por medio del profeta Isaías, es bien claro al respecto: "a cambio de ti entregaré hombres; ¡a cambio de tu vida entregaré pueblos! Porque te amo y eres ante mis ojos precioso y digno de honra" (Isaías 43:4).

Dicho todo esto, creo que queda bastante claro por qué es tan importante el buen trato entre nosotros. Cada vez que tratamos a alguien, Dios se siente tocado, o tratado. Si lo tratamos mal, estamos en cierta forma tratando mal a Dios. Si lo tratamos bien, estamos tratando bien a Dios. "Les aseguro que todo lo que hicieron por uno de mis hermanos, aun por el más pequeño, lo hicieron por mí" (Mateo 25:45). Y esto no depende de qué tan "pecador" sea alguien. Todos merecemos buen trato. Por supuesto que un asesino no puede andar suelto y recibiendo buen trato porque nos viene a matar. Pero no porque merezca maltrato, sino porque es peligroso y tenemos que proteger al resto de las personas de él. Voy a volver sobre este punto al final.

Ahora, la pregunta que deberíamos hacernos es, en el caso de que alguno de nosotros tenga problemas para tratar bien a otros, ¿de dónde vienen esas trabas? ¿Por qué nos cuesta? Y las formas de maltrato son muchas: hablar por encima del otro, decirle cosas feas (aunque para mí no lo sean), y no sólo me refiero a insultos, desmerecer al otro, rebajarlo, hablar mal de sus capacidades, hablar mal de cualquier aspecto de su persona en realidad, sea en su presencia o en su ausencia. Y con esto no quiero decir que a veces no haya que confrontar a alguien con sus defectos o errores, o que no se pueda comentar con otros lo que pienso sobre alguien. Pero siempre con el respeto que esa persona merece, y la convicción de que esa otra persona es tan valiosa como yo, y que no es peor que yo, ni merece malos tratos.

Las trabas que solemos tener pueden venir de muchos lados, pero podríamos dividirlas en dos grupos: por un lado, límites dañados de nuestra persona. Cuando éramos chicos, o incluso de más grandes, estuvimos expuestos de manera recurrente a situaciones donde nuestros deseos, nuestra persona, nuestros pensamientos o lo que sea no fueron respetados. Es decir, no respetaron nuestro "no". Cuando decimos que no, ponemos un cerco entre nosotros y la otra persona, como diciendo, bueno, ahí estás vos, y está bárbaro, pero yo estoy acá, este es mi territorio y eso que traés no me gusta para mi jardín. Si todo el tiempo nos rompieron la cerca y traspasaron nuestros límites, seguramente fuimos volviéndonos resentidos, y siempre estamos esperando que el otro vaya a traspasar nuestros límites. Estamos como un país que fue invadido muy seguido por mucho tiempo: las defensas al máximo, armados y esperando siempre un ataque.

En otras palabras, tenemos un enojo profundo, una ira acumulada que sale siempre que tiene oportunidad. No quiere decir que siempre sale toda, muchas veces sale de a poquito, en determinadas formas de burla (que solemos camuflar con la excusa de que "es un chiste, nada más, no te lo tomes a mal"), en formas de menospreciar a otros, en formas de despreciar a otros, en insultos, o en mal temperamento. A veces, el problema pasa a mayores. Si tenemos brotes de ira, puede también venir de acá. Si tenemos alguna forma de conducta abusiva (y mejor empezar a aceptarlo desde ahora, y escuchar a todas esas personas que por ahí nos lo dijeron y nosotros ignoramos o atacamos), también puede que venga de acá. Y no te olvides que Dios te sigue queriendo y considerando exactamente igual de valioso si este es tu caso. El punto es que tal vez fui maltratado yo, y tal vez incluso llegué a creer que merezco ser maltratado. Tal vez cuando vi ese pasaje de mi valor como persona sentí una profunda resistencia a creerlo porque aprendí que yo no valgo tanto, o que no valgo nada. Pero parece que Dios opina distinto.

Por otro lado, puede que en nuestra familia, o en algún entorno en el que pasamos mucho tiempo (por ejemplo, la escuela), aprendimos formas disfuncionales de relacionarnos con otros, es decir, formas que no responden al correcto funcionamiento de las relaciones humanas sanas. Aprendimos que el maltrato es la forma de relacionarnos con otros, a veces con malos tratos más suaves (la forma de relacionarnos es burlarse, la forma de relacionarnos es mentirnos, la forma de relacionarnos es imponiendo nuestro deseo y compitiendo con los demás), o a veces con malos tratos más serios (la forma de relacionarnos es a los empujones, o a los gritos, o a los insultos). Lo cierto es que en cualquier caso, es algo que aprendí y que incorporé como lo natural, al punto que cuando otros lo hacen conmigo no me molesta, ya ni lo siento, es lo natural. Llegué a creer que merezco ese mal trato, también. O que así es la vida. Tal vez no conozco otra cosa.

Cualquiera sea su origen, la pregunta que por ahí a esta altura nos podemos hacer es, ¿cómo hago para salir de ese círculo de malos tratos, y desarrollar el "sabor" del buen trato en mi fruto? ¿Cómo hago para pasar de tener formas dañinas, perjudiciales o destructivas de tratar a otros a tener formas constructivas, lindas y amables de hacerlo?

Primero que nada, muchas veces necesitamos hablar con alguien de lo que sentimos, sacar afuera toda esa ira de forma sana, con alguien que no la dispare, digamos, y empezar a entender un poco nuestra historia con los malos tratos. Si es simplemente algo que tengo naturalizado, necesito primero desnaturalizarlo, dejar entrar las verdades bíblicas con las que empezaba esta reflexión. Dios nos hizo a su imagen, y nos dio un valor incalculable. A mí, y a los demás. No podemos tratarnos como se nos antoja. No es "sólo un chiste". El maltrato es maltrato. Punto.

Una regla de oro que nos da la Biblia para aprender a tratar mejor a los demás, es pensar en lo siguiente, meditar en esto, darle vueltas al asunto: "en todo traten ustedes a los demás tal y como quieren que ellos los traten a ustedes" (Mateo 7:12). Por supuesto, esto funciona una vez que creí las verdades sobre cómo quiere Dios que nos tratemos, una vez que entiendo que yo no merezco malos tratos. Porque entonces puedo empezar a desear para mí mismo buen trato, y empezar a tratar a los demás como ahora quiero que me traten a mí. Pero esta regla es útil. Esta forma en la que estoy tratando a esta persona, ¿es la forma en la que me gustaría que me traten? ¿Me gustaría que hagan esto conmigo? En una situación así, ¿querría yo recibir una respuesta como esta?

Por lo general pensamos en estas cosas cuando ya tratamos mal al otro. Y está bien. Siempre hay tiempo para pedir perdón, y es importante, porque justamente nos ayuda a desnaturalizar el maltrato. Si le pido perdón, grabo en mi cabeza esa sensación de haber hecho algo mal, y mi cabeza empieza a trazar conexiones nerviosas nuevas al respecto. Y esto es real. Por supuesto que si puedo darme cuenta antes del maltrato, mejor; puedo recalcular la ruta y tratar a la persona de otra forma antes de que el mal trato salga de mí.

Otra cosa muy importante es prestar atención a lo que otros nos dicen sobre nuestro trato, dejarnos confrontar. "El que corrige al burlón se gana que lo insulten; el que reprende al malvado se gana su desprecio. No reprendas al insolente, no sea que acabe por odiarte; reprende al sabio y te amará. Instruye al sabio, y se hará más sabio; enseña al justo, y aumentará su saber" (Proverbios 9:7-9). ¿Queremos ser como el burlón, como el malvado, como el insolente o como el sabio? El desafío de Gálatas 5:22 es ser como el sabio, que escucha la reprensión, es decir, la confrontación, especialmente de los que más cerca están (que son los que más nos conocen, y también los que más se ven afectados por nuestras conductas ásperas), y aprende, cambia de rumbo. El mejor espejo de mí, es el otro. Si el otro me confronta con algo, tal vez haya algo de verdad, y algo que necesite cambiar, especialmente si me lo dice varias veces. No despreciemos ni ataquemos al que nos confronta, al revés, abramos nuestro corazón para mostrarle lo débiles que su confrontación nos hace sentir, y dejemos entrar la corrección para volvernos más amables.

Es importante también tratar de rodearnos de gente amable. Así como por estar en ámbitos en los que los malos tratos son costumbre, los incorporamos, lo mismo pasa con los buenos tratos. Tratemos de alejarnos un poco de los grupos que se relacionan a través del maltrato (no siempre es tan fácil dejarlos, porque pueden ser nuestra propia familia o grupo de amigos más cercano, pero es importante limitar nuestra exposición a esas relaciones), y pasemos más tiempo con gente de buen trato. "No te hagas amigo de gente violenta, ni te juntes con los iracundos, no sea que aprendas sus malas costumbres y tú mismo caigas en la trampa" (Proverbios 22:24-25). Por lo general, al distanciarnos, a esas personas les estamos haciendo un bien, porque si varios lo empiezan a hacer, se van a dar cuenta de que algo anda mal con ellos mismos, y tal vez, sólo tal vez, logren ver que es un problema del trato, y puedan cambiar, y vivir ellos también vidas, en definitiva, más sanas, y por lo tanto más fructíferas.

Es importante para todo esto, obviamente, salir del automático, animarme a revisar cómo fui tratado yo, qué formas de trato aprendí a lo largo de mi vida, para poder decir "no, esperá, yo no quiero ser así, esto no está bien, yo no lo quiero reproducir en mi vida". Tenemos que desaprender el maltrato para aprender el trato que Dios quiere: "con respecto a la vida que antes llevaban, se les enseñó que debían quitarse el ropaje de la vieja naturaleza, la cual está corrompida por los deseos engañosos; ser renovados en la actitud de su mente; y ponerse el ropaje de la nueva naturaleza, creada a imagen de Dios, en verdadera justicia y santidad" (Efesios 4:22-24).

Recordemos que nuestro valor como personas no está en duda, ni está en juego, ni siquiera aunque seamos personas que maltratan. Nuestro valor ya está garantizado. Por lo tanto, no permitamos que traspasen nuestros límites, aprendamos a decir que no. Si no lo aprendimos, es posible que al principio nos salga de formas bruscas. Está perfecto, es parte del proceso. Sepamos que es importante que eso cambie, pero permitámonos ese margen de brusquedad al principio. Pero digamos que no, para poder decir que sí a lo que sí queremos, en este caso, el buen trato. Digamos que no a lo que no queremos. No dejemos que abusen de nuestro tiempo, de nuestra energía, de nuestro amor. Demos nuestro amor libremente. Para eso, a veces vamos a necesitar recuperar nuestra libertad, si siempre transgredieron nuestros límites. Si ya tenemos edad para esto, si somos ya adolescentes, jóvenes, adultos, empecemos a preguntarnos qué queremos realmente para nuestra vida y, con la mayor amabilidad que podamos, decirle a nuestros padres, a nuestros hermanos, a nuestros primos, a nuestros amigos, "no, esto no me gusta, yo en mi vida no quiero esto".

Y demos la libertad también a los demás para decirnos que no a nosotros, aceptando que decir que no es una forma de amar, porque si puedo ser sincero con mi "no", mi "sí" va a ser sincero también. Si no, digo que sí para complacer, para no tener que decir que no, y evitar así "ser un problema" para el otro. Por eso decía que complacer no es ser amable, sino incluso es lo contrario. Complacer es, aunque suene fuerte y un poco duro, una forma de manipular al otro para que me quiera. Te digo que sí, porque si no, no me querés. Es preferible que no me quiera, si así son las cosas, porque en el fondo, alguien que no respeta mi "no", está queriéndome a medias (aunque tenga las mejores intenciones de quererme). Hagamos valer nuestro "no", y valoremos el "no" de otro, para que todos podamos cumplir lo que nos pidió Jesús, "cuando ustedes digan "sí", que sea realmente sí; y cuando digan "no", que sea no" (Mateo 5:37).

Entonces, para resumir, la amabilidad es el buen trato. Todos nosotros fuimos creados a imagen de Dios, y eso nos da un valor esencial como personas, que es innegociable. Merecemos ser bien tratados, y necesitamos aprender a tratar bien a los demás. Muchas veces aprendimos malos tratos porque nos criamos o vivimos mucho tiempo expuestos a ambientes donde esa era la norma; necesitamos desaprenderlos y practicar nuevas formas de tratar. Otras veces fuimos traspasados e invadidos de muchas formas, más sutiles o más evidentes, y necesitamos aprender a decir que no, para aplacar la ira que tenemos guardada y escondida y que a veces nos impide tener buen trato. De esa forma, vamos a poder edificarnos unos a otros, y tener vidas que impacten a nuestro alrededor de manera hermosa, llenando todo de fragancia de Cristo (2 Corintios 2:14).

Que el Dios de amor, que nos creó a su imagen y nos dio un valor absoluto e incalculable como seres humanos, nos ayude a sanar nuestras experiencias de maltrato y nos enseñe cómo tratarnos unos a otros de manera que sea constructiva, y que nos potencie, para que entre todos podamos hacernos la vida cada vez un poco más linda y placentera. ¡Amén!

Hasta que volvamos a encontrarnos.

Algunos libros de referencia:
- Henry Cloud, Cambios necesarios, Editorial Vida (2010).
- Henry Cloud, Cambios que sanan, Editorial Vida (2003).
- Henry Cloud & John Townsend, Límites, Editorial Vida (2006).
- Henry Cloud, Integridad, Editorial Vida (2008).
- Anselm Grün, Límites sanadores, Bonum (2005).
- María Elena Mamarian, Esperanza en medio de ilusiones perdidas, Ediciones Kairós (2008).

martes, 13 de septiembre de 2016

El fruto del Espíritu 4 - Paciencia

Hola a todos. Hace un mes empecé a publicar una serie de reflexiones sobre cómo tener vidas que dan fruto, pensando un poco en el pasaje del fruto del Espíritu, que suele enseñárselo como una guía de conducta pero siempre sin tener en cuenta lo que nos pasa dentro con estos temas, las trabas que tenemos y cómo hacer para superarlas. Dios es un Dios de restauración, y trabaja en nosotros (por eso es fruto del Espíritu) para que podamos sanar y dar fruto, y muchas veces lo hace a través de su palabra (que nos ofrece herramientas y soluciones) y de otros creyentes (que nos dan ese "arraigo en el amor" que necesitamos para funcionar bien).

Dar fruto está relacionado con poder alegrarnos en nuestra vida, tener placer, y también con impactar positivamente a nuestro alrededor, que sería hacer el bien, y que es el propósito de nuestra creación. Dios quiere que tengamos vidas de ese estilo, y nos guía y acompaña en el proceso. Las preguntas que nos venimos haciendo son, ¿cómo son esas características del fruto? ("amor, alegría, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, humildad y dominio propio", como dice Gálatas 5:22-23). ¿Qué trabas tenemos para desarrollar esa característica del fruto, ese sabor? Por ejemplo, qué es lo que nos dificulta dar fruto con sabor a amor, a alegría, a paz, etc. ¿Cómo podemos hacer para habilitar ese sabor en nuestro fruto? Qué nutrientes necesitamos recibir, podríamos preguntarnos.

El tema de hoy es la paciencia. Como vengo haciendo, me gustaría empezar pensando qué no es la paciencia, desde el punto de vista bíblico, para sacarnos de encima algunas concepciones culturales de lo que es y no es paciencia. La paciencia no es no enojarse. Una persona que se enoja no perdió la paciencia, como solemos pensar. El enojo es una reacción interna a una situación externa, por simplificarlo. Como cualquier otra emoción, es simplemente un mecanismo de nuestro cuerpo para defenderse de una amenaza que percibe. Paciencia tampoco es dejarse estar y no hacer nada para resolver un determinado problema. Eso no es paciencia, es irresponsabilidad. Paciencia, por último, no es aguantarse cualquier cosa de otros, cualquier trato, cualquier actitud. Ser paciente no es eso. Si alguien nos maltrata, como dije en la reflexión pasada, tenemos que hacer algo al respecto.

No hay, por supuesto, una definición bíblica de la paciencia, aunque sí hay muchos pasajes que nos hablan de ella. La palabra griega es larga, MAKROTHUMIA, y la idea misma es larga, según algunos diccionarios bíblicos tiene que ver con mantener el temperamento en el sufrimiento. Sobre esto, hay un Salmo que nos da una imagen muy gráfica de lo que la paciencia es:

"Dios es nuestro amparo y nuestra fortaleza, nuestra ayuda segura en momentos de angustia. Por eso, no temeremos aunque se desmorone la tierra y las montañas se hundan en el fondo del mar; aunque rujan y se encrespen sus aguas, y ante su furia retiemblen los montes" (Salmo 46:1-3).

Me gusta la imagen de este pasaje, porque el salmista no dice que confía en Dios porque él hace que a su alrededor no pase nada malo. El salmista confía en Dios porque puede ampararse y refugiarse en él cuando a su alrededor pasan cosas malas. Él puede atravesar esos momentos temibles y terribles porque sabe que Dios está con él.

+Paciencia es la capacidad de atravesar el dolor y las situaciones adversas sin derrumbarse, sin perder la esperanza.

Lo contrario a la paciencia, en ese sentido, es la frustración y la desesperanza. Otra vez, aclaro que no son cosas que están mal. Simplemente, cuando vivimos en frustración y desesperanza, no disfrutamos nuestra vida y muchas veces no impactamos positivamente las vidas de otros. A veces cuando atravesamos situaciones adversas, situaciones difíciles o dolorosas, nos ponemos irritables o nos desanimamos y nos derrumbamos, sentimos que no podemos seguir, que no podemos levantarnos, que todo se acabó. Esto es una respuesta normal muchas veces, a ciertas situaciones que realmente sentimos que nos sobrepasan. A veces, incluso, el desánimo puede ser algo bueno, porque muchas veces tratamos de controlar situaciones que en realidad escapan a nuestro control, y es mejor perder las esperanzas y abandonar el asunto en vez de gastar energía y tiempo tratando de resolver algo que no está en nuestro poder resolver (puede pasarnos también con relaciones con otros, o cuando queremos "cambiar" a otro).

Ahora, hay momentos en la vida que son difíciles de atravesar de por sí. Y es natural que nos duela. La muerte de un ser querido es un buen ejemplo. Una calamidad repentina es otro ejemplo. El problema está, podríamos decir, en que eso nos haga perder el temperamento, nos quiebre el carácter y nos deje contra las cuerdas. Digamos que el problema no es que suframos, sino que el sufrimiento nos paralice y nos haga renunciar a cosas importantes que tal vez sí podríamos conseguir si lográramos atravesar ese sufrimiento.

¿Por qué nos pasa esto? ¿Por qué hay etapas en nuestra vida en las que no logramos permanecer de pie frente a la presión de las circunstancias externas? ¿O por qué, incluso, nunca llegamos hasta ahora a desarrollar la capacidad de sobreponernos a las crisis y al sufrimiento, y siempre nos quebramos por dentro cuando nos pasa algo así?

Puede haber muchos motivos, pero quiero enfocarme en algunas. Por un lado, puede que haya motivos relacionados con nuestra experiencia de la vida. Por ejemplo, si estuve o estoy muy solo en la vida, en términos afectivos, si no siento que realmente yo sea importante para los demás, puedo sentir que en esos momentos críticos no voy a tener a nadie que me ayude, me levante o me sostenga, y luchar es en vano. O me lleva a perder las fuerzas rápido. Esto también puede venir de experiencias de abandono, donde muchas personas me dejaron solo o sola en diferentes situaciones difíciles, nadie le dio validez a lo que sentía o lo que me pasaba o simplemente me criticaron de alguna forma por sufrir, por lo cual terminé sintiéndome culpable o avergonzado frente a mi sufrimiento. Eso nos paraliza, no podemos resolver el problema porque tenemos otro problema que resolver primero: la culpa y la vergüenza de estar teniendo ese problema, o lo solos y desprotegidos que nos sentimos frente a esa situación.

Por otro lado, a veces tenemos una visión legalista de las cosas (aunque no está totalmente separado de lo anterior). Cuando nuestra vida está bien y pasan cosas lindas, sentimos que es porque de alguna forma lo merecemos, porque somos buenas personas, buenos estudiantes, buenos hijos, buenos amigos, etc. Por lo tanto, cuando nos pasan cosas malas nos quedamos enroscados en sentir o que somos culpables de eso, y lo merecemos, o que no entendemos por qué pasa eso, si nosotros somos buenas personas. Es el famoso planteo de "¿por qué a mí?". Creemos que la vida "nos debe algo" por ser buenos (tal vez, si esto es lo que suele pasarnos, la pregunta que podríamos ir pensando es, "¿por qué no a mí?").

Finalmente, a veces nos cuesta integrar lo malo y lo bueno de la vida, y somos idealistas. Creemos que las cosas son como deberían ser, y entonces, cuando pasa algo que "no debería pasar", nos paralizamos o nos hundimos en el pensamiento de que "esto no debería ser así", negamos la realidad de lo que pasa (a veces incluso sin darnos cuenta, y no sólo sobre lo exterior sino también sobre lo que nos pasa a nosotros mismos adentro), o pensamos "qué injusta que es la vida a veces", pero la vida no es injusta, la vida es vida. El mundo no es ideal. El mundo real es lo que es, y las cosas casi nunca marchan según lo que debería ser.

No quiero dejar de mencionar que a veces venimos de tener muchas experiencias de desilusión con la vida, de no lograr lo que queremos, lo que soñamos, lo que proyectamos, y eso puede dejarnos el sentimiento de que no podemos lograr nada, de que todo nos va a salir siempre mal.

Pero entonces, ¿qué podemos hacer para salir de estas trabas y enfrentar la realidad sin derrumbarnos? ¿Qué herramientas nos da la Biblia para desarrollar paciencia frente al sufrimiento o la adversidad?

Lo primero que tenemos que hacer es aceptar lo que nos pasa, sea exterior o interior, y compartirlo, con Dios y con otros. Jesús mismo dijo, "vengan a mí todos ustedes que están cansados y agobiados, y yo les daré descanso" (Mateo 11:28). Siendo el cuerpo de Cristo, cuando él dice "vengan a mí", se espera que también vayamos los unos a los otros. A lo largo de todo el Nuevo Testamento se repite esta idea una y otra vez. Tenemos que poder aceptar al hermano o hermana en la fe (o también a cualquier no creyente) que viene desanimado, frustrado y sufriendo. Sufrir es parte de la vida y necesitamos ser escuchados y aceptados en nuestro sufrimiento para salir adelante. Lo mismo ocurre con la desesperanza y la frustración. Necesitamos hablar de todo eso, hablar de las heridas y desilusiones de nuestro pasado también, y recibir palabras de aliento que vengan de una escucha y comprensión genuinas, de una verdadera empatía.

Una vez que pudimos aceptar lo que sentimos y lo que está pasando, aceptar nuestras circunstancias, tal vez necesitemos empezar a pensar en qué recursos tenemos para enfrentar las circunstancias adversas que estamos atravesando, o para elaborar y superar eso que nos hizo o nos hace sufrir. Si nunca desarrollé esa capacidad, tal vez necesito empezar a ver qué recursos tengo yo como persona para poder avanzar en la vida, salir adelante de todo el sufrimiento o abandono que haya vivido, empezar a proyectarme, soñar y mirar al futuro con esperanza:

"La viuda de un miembro de la comunidad de los profetas le suplicó a Eliseo: «Mi esposo, su servidor, ha muerto, y usted sabe que él era fiel al Señor. Ahora resulta que el hombre con quien estamos endeudados ha venido para llevarse a mis dos hijos como esclavos». «¿Y qué puedo hacer por ti?», le preguntó Eliseo. «Dime, ¿qué tienes en tu casa?». «Su servidora no tiene nada en casa», le respondió, «excepto un poco de aceite.»" (2 Reyes 4:1-2).

A veces sentimos que los recursos que tenemos no nos sirven, porque no alcanzan, y por eso muchas veces necesitamos pedir ayuda para que nos hagan ver que esos recursos ya son mucho, y que Dios puede hacer que eso poco que tenemos de más fruto en nosotros que el que por sí solo podría dar. Incluso a veces necesitamos a alguien de afuera que nos haga ver qué recursos tenemos como personas para salir adelante. Y sólo ahí podemos empezar a creer que hay esperanza para nosotros, porque ya no estamos solos, y porque empezamos a ver que podemos hacerle frente a las dificultades de la vida.

Por último, una vez que ya atravesamos el momento de crisis y encontramos los recursos que tenemos, en nosotros o a nuestro alrededor, a veces necesitamos reconsiderar cómo vemos el mundo que nos rodea. ¿Somos idealistas? ¿Somos legalistas? El mundo fue creado hermoso y perfecto, pero la Biblia nos enseña que eso cambió a partir de la desobediencia del ser humano. Ahora vivimos en un mundo complicado, y nos pasan cosas que muchas veces no son culpa nuestra, ni muchas veces culpa de nadie. Simplemente pasan. Y Dios quiere estar a nuestro lado para ayudarnos a atravesarlas. Eclesiastés 6:9 dice, "vale más lo visible que lo imaginario. Y también esto es absurdo; ¡es correr tras el viento!". Si nos enfocamos en lo ideal, no trabajamos con lo real, con lo que es, y siempre nos vamos a dar la cabeza contra la pared. Es mejor aceptar la realidad tal como es, y manejarnos con eso. Tal vez necesitamos revisar nuestras expectativas sobre la vida y las personas, y nuestras metas, y así nos evitaríamos a veces muchos dolores de cabeza.

Sin embargo, no todo es mundo caído. Hay un Dios que quiere traer el ideal a la realidad, el "reino de Dios", y quiere trabajar en y con nosotros para eso. Pero Dios no le hace asco a la realidad, no se asusta ni se paraliza por la realidad. Él trabaja desde lo real. Por eso nos recibe a pesar de nuestros defectos y errores, para restaurarnos desde nuestro estado real. Y por eso podemos tener esperanza. La realidad a veces puede ser cruda, pero Dios siempre es fiel y está con nosotros, y está de nuestra parte. Podemos refugiarnos en él y atravesar con él nuestros sufrimientos. Y si logramos tomarnos así las cosas, si logramos desarrollar la paciencia, desarrollamos, de la mano de Dios, otra característica, que algunos llaman resiliencia: la capacidad de atravesar las situaciones difíciles y no sólo no derrumbarnos, sino también salir fortalecidos. El apóstol Santiago lo describe de manera parecida: "ya saben que la prueba de su fe produce constancia. Y la constancia debe llevar a feliz término la obra, para que sean perfectos e íntegros, sin que les falte nada" (Santiago 1:3-4). Constancia es entereza de carácter, permanecer firme frente a las dificultades. Perfectos es completos. Íntegros es enteros, sin dividirnos ni quebrarnos por dentro, perdiendo nuestra esencia, nuestra identidad, nuestra forma de ser.

Entonces, paciencia es poder atravesar el sufrimiento y las situaciones difíciles sin quebrarnos, sin perder la esperanza y sin perdernos a nosotros mismos, e incluso salir fortalecidos y mejor preparados que antes. Para eso, necesitamos refugiarnos en Dios, expresarle lo que nos pasa, lo que sentimos, incluso nuestra frustración, enojo o desesperanza, y apoyarnos también en otros. Necesitamos poder descubrir qué recursos tenemos para hacer frente a las dificultades de la vida y revisar nuestra forma de ver la vida, para ser personas realistas y construir nuestra esperanza desde ahí. El mundo puede ser muy feo, pero también puede ser algo hermoso. Las dos cosas coexisten, y Dios trabaja con nosotros para traer lo ideal cada vez más a lo real. Y hasta nos enseña cómo, muchas veces, a través de su palabra. Él es siempre fiel, y nos considera verdaderamente muy importantes. Su deseo es cuidarnos, guiarnos y acompañarnos. La Biblia está llena de promesas de Dios sobre cómo puede llegar a ser nuestra vida. Si logramos desarrollar la capacidad de mantener la calma en medio de las peores tormentas, nuestras vidas pueden llegar a dar muchísimo fruto en la vida de otros, y nuestro propio disfrute va a quedar protegido incluso de esas tormentas, al punto que las circunstancias no determinen cuánta belleza le encontramos a la vida. La vida puede ser algo hermoso incluso en medio del sufrimiento. Esa es la promesa y el deseo de Dios para nosotros.

Que el Dios fiel nos ayude a descubrir los recursos que él puso en nosotros para salir adelante en las situaciones difíciles, para que podamos desarrollar vidas de esperanza que también alienten a las personas que nos rodean, y para que podamos disfrutar de nuestra vida a pesar de las circunstancias. ¡Amén!

Hasta que volvamos a encontrarnos.

Algunos libros de referencia:
- Henry Cloud, Cambios necesarios, Editorial Vida (2010).
- Henry Cloud, Cambios que sanan, Editorial Vida (2003).
- María Elena Mamarian, Esperanza en medio de ilusiones perdidas, Ediciones Kairós (2008).
- Eduardo Tatángelo, Cuando no se puede parar de sufrir, Publicaciones Alianza (2014).

viernes, 9 de septiembre de 2016

El fruto del Espíritu 3 - Paz

Hola a todos. Las últimas semanas vengo publicando sobre un tema que creo que suele ser abordado de una forma poco constructiva, que tiene que ver con lo que significa tener vidas que dan fruto, más específicamente con la enseñanza bíblica acerca del fruto del Espíritu. En la introducción mencioné el pasaje de Eclesiastés 3:12-14, donde Dios deja claro que lo mejor que puede pasarnos en la vida es disfrutar y hacer el bien, y que eso es un regalo de Dios, trascendente y completo en sí mismo. Es decir, si logramos dar fruto, vamos a tener vidas plenas, que también impactan positivamente a nuestro alrededor.

También decía que esto no es algo que podamos forzar desde la conducta si primero no trabajamos con lo que está trabando el fruto en nuestro corazón, es decir, en nuestras motivaciones más profundas, en nuestra forma de sentir y ver la vida. Por eso, la idea de esta serie es preguntarnos qué características tiene el fruto (qué "sabor"), qué nos suele impedir dar fruto con esas características y qué podemos hacer al respecto. Ya publiqué sobre el amor y sobre la alegría. El pasaje de Gálatas 5:22-23 describe las demás características del fruto: "el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, humildad y dominio propio". Hoy me toca hablar de la paz.

Empecemos, como las veces anteriores, por ver qué no es paz, para tratar de sacarnos de encima definiciones que vienen más de la cultura, de las costumbres, que de Dios. En primer lugar, paz no es que todo nos resbale, que nada de lo que nos pasa nos afecte en lo más mínimo. Tampoco es no tener problemas, o no sufrir nunca. Paz no es tampoco conformarse con "lo que hay", resignarnos a lo que nos toca.

Como con todas estas características del fruto, la Biblia no nos da una definición exacta de paz, pero nos aporta palabras claras sobre lo que representa la palabra. En el original griego, la palabra es EIRENE, y está relacionada con la quietud, con el descanso y con la armonía, estar "integrado", ser "uno", no estar dividido por dentro, digamos. Lo opuesto de esto podríamos pensar que es la ansiedad. Jesús nos deja una enseñanza hermosa acerca de la ansiedad:

"No se preocupen diciendo: "¿Qué comeremos?" o "¿Qué beberemos?" o "¿Con qué nos vestiremos?" Porque los paganos andan tras todas estas cosas, y el Padre celestial sabe que ustedes las necesitan" (Mateo 6:31-32).

La comida, la bebida y la ropa son medios para sostener nuestra vida y proteger nuestro cuerpo. Es obvio que necesitamos proveernos esas cosas, pero lo que este pasaje trata de decirnos es que no desesperemos por estas cosas, porque nuestra vida y nuestro cuerpo tienen valor para nuestro Padre celestial, y él sabe que necesitamos cubrir ciertas necesidades para estar bien.

+Paz es vivir con la certeza de que somos cuidados y de que nuestras necesidades se pueden cubrir.

Lo contrario, entonces, es la ansiedad. No quiero meterme mucho en el tema, pero digo lo mismo que dije para la tristeza y el desánimo: que sea lo contrario no quiere decir que esté mal. Dios no condena al que está ansioso por su vida y por sus necesidades. Simplemente, si vivimos llenos de ansiedad no disfrutamos de nuestra vida ni la aprovechamos como podríamos, y Dios quiere llevarnos a disfrutarla y aprovecharla. Recordemos que Dios quiere que tengamos vida en abundancia.

Creo que en este punto muchas veces los cristianos hacemos agua, y de la forma más arriesgada: creyendo que estamos en paz, obligándonos a estar en paz, porque lamentablemente, nos enseñan muchas veces que si no estamos en paz, somos malos cristianos. Se nos enseña que estar muy preocupados (es decir, ansiosos o asustados) por algo está mal, porque significaría que no estamos confiando lo suficiente en Dios. Es cierto que la confianza y la paz van de la mano, pero lo que en realidad necesitamos hacer es preguntarnos, ¿por qué me cuesta tanto sentir que Dios me cuida? ¿Por qué me cuesta sentir que él va a proveerme lo que necesito? Dicho en otras palabras: ¿de dónde vienen mis trabas para tener paz en la vida, para sentirme seguro y cuidado?

Recordemos que no estamos hablando de cuando un día tengo miedo, o cuando un día estoy muy preocupado por algo. Eso no significa no dar fruto con sabor a paz, sino que todos tenemos momentos y momentos. La falta de paz se refleja en un miedo o ansiedad más constantes, cuando esa es la forma en la que solemos percibir el mundo y la vida. Se trata de esas etapas de la vida donde alguna necesidad o situación en particular nos supera y nos hace estar con la cabeza y las energías puestas en eso durante la mayor parte de nuestro tiempo, y nos desesperamos porque sentimos que va a pasar algo malo, porque nuestra necesidad va a quedar sin atender. En algunos casos, no se trata sólo de etapas en la vida, sino de la forma en la que nos sentimos la mayor parte del tiempo con cualquier necesidad o situación importante de la vida.

Parecería haber tres grandes disparadores para esta falta de paz profunda. Por un lado, muchas veces estuvimos expuestos a ambientes en los que la mayor parte del tiempo estábamos (o nos sentíamos) en peligro. Puede haber sido nuestra escuela cuando éramos chicos, incluso nuestra propia casa o algún otro ámbito en el que pasábamos mucho tiempo, pero también puede haber sucedido siendo más grandes, en nuestro trabajo, en nuestra universidad, o donde fuera. Estábamos todo el tiempo bajo amenaza o sucedían cosas malas muy seguido, a veces sin razón aparente o a veces como respuesta a nuestras acciones, entonces nos quedó la sensación de que eso puede volver a suceder en nuestros ámbitos actuales, aunque las cosas hayan cambiado.

Por otra parte, puede ser que hayamos atravesado momentos de carencias muy grandes, ya sea carencias materiales o afectivas. Tal vez nos criamos en condiciones materiales muy pobres, y no siempre era seguro que comiéramos, que durmiéramos bajo techo, que tuviéramos con qué abrigarnos. La pasamos realmente muy mal, y nos quedó la sensación de que nuestras necesidades no necesariamente van a quedar cubiertas. Pero también puede ser que nos hayamos criado en familias donde había violencia, malos tratos (y los malos tratos son a veces muy sutiles, como vamos a ver más adelante), o donde el afecto era condicional, y si no cumplíamos con ciertas expectativas (buenas notas, buen comportamiento, ayudar cada vez que se nos pedía, o cualquier otra condición) nos hacían saber que ya no éramos tan valiosos o queridos como antes. Como consecuencia, en el fondo, sentimos que no es seguro que nuestra necesidad de afecto vaya a ser atendida, y eso genera miedo y ansiedad (muchas veces también culpa).

Como habrán visto, lo que vivimos de chicos puede influir mucho en cómo nos sentimos de grandes, muchas veces sin que nos demos cuenta. Pero también las experiencias que vivimos siendo más grandes nos pueden marcar profundamente. Una persona que se haya sentido muy sola o desprovista durante mucho tiempo (a veces la mayor parte de sus vidas) necesita sanar para volver a sentir que la vida es un lugar seguro. Lo mismo las personas que vivieron experiencias muy traumáticas.

Si lo que tenemos es falta de paz, entonces, lo primero que necesitamos hacer es dejar de lado el teatro de que confiamos en que Dios provee y aceptar que en el fondo, no confiamos tanto. Entendamos que Dios nos ama y nos acepta igual. Porque si no aceptamos lo que nos falta, no lo podemos conseguir. "Pidan, y se les dará; busquen, y encontrarán" (Mateo 7:1) dice Jesús. ¿Cómo vamos a pedir o buscar si no aceptamos lo que nos falta?

No estoy diciendo que no sea importante trabajar en nuestra confianza en la soberanía y cuidado de Dios, por supuesto. Eso es clave. Y es clave acercarnos a Dios. Justamente, a Dios no necesitamos hacerle creer que confiamos totalmente en su provisión para pedirle cosas. Podemos acercarnos "confiadamente al trono de la gracia", dice Hebreos 4:16. Muchos de los grandes personajes de la Biblia tuvieron problemas para confiar en que Dios iba a proveerles lo que necesitaban: Abraham, José y Moisés son algunos de ellos. Y Dios no dejó de escucharlos, amarlos y aceptarlos por eso, ni dejó de proveerles lo que necesitaban.

Entonces, ¿qué podemos hacer para destrabarnos en esto? ¿Qué podemos hacer para recuperar el sabor de la paz en nuestro fruto? O para desarrollarlo, si nunca realmente lo tuvimos. En primer lugar, aceptar. Pero la Biblia nos da algunas otras ideas:

En segundo lugar, orar: "no se inquieten por nada; más bien, en toda ocasión, con oración y ruego, presenten sus peticiones a Dios y denle gracias. Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, cuidará sus corazones y sus pensamientos en Cristo Jesús" (Filipenses 4:6-7). Necesitamos traer a Dios esos miedos y ansiedades sabiendo que Dios quiere escucharnos y sanarnos para que vivamos en paz.

En tercer lugar, compartir: "más valen dos que uno, porque obtienen más fruto de su esfuerzo. Si caen, el uno levanta al otro. ¡Ay del que cae y no tiene quien lo levante!" (Eclesiastés 4:9-10). Necesitamos abrir nuestros corazones y compartir con otros lo que nos pone ansiosos o los miedos que tenemos. A veces nos puede dar mucho miedo hacer esto, en primer lugar porque justamente, sentimos que no es seguro. Otras veces porque pensamos que para el otro van a ser tonterías, o que nos va a decir simplemente "no te preocupes, no pasa nada, Dios te cuida", sin entender lo que realmente sentimos, en lo más íntimo. Sin entender nuestra ansiedad y nuestro miedo. Pero necesitamos encontrar personas con las que hacerlo, y atravesar ese primer miedo. Esas personas seguramente van a decirnos lo mismo que los otros, pero después de habernos escuchado y comprendido. Nos van a ayudar a levantarnos y lentamente empezar a confiar otra vez, en la vida y en Dios.

Por último, necesitamos limitar nuestra exposición a entornos peligrosos o de carencias grandes, hacer lo que esté a nuestro alcance para salir de esas situaciones, para que no siga creciendo en nosotros ese sentimiento de inseguridad. Si en un lugar me tratan mal, por ejemplo, o me desmerecen, o de alguna otra forma me descuidan o me ponen en riesgo, no tengo por qué quedarme. Así lo entendieron Pablo y Bernabé en su primer viaje misionero: "hubo un complot tanto de los gentiles como de los judíos, apoyados por sus dirigentes, para maltratarlos y apedrearlos. Al darse cuenta de esto, los apóstoles huyeron" (Hechos 14:5-6). También lo entendió así la familia de Elimélec, esposo de Noemí, mucho antes: "en el tiempo en que los jueces gobernaban el país, hubo allí una época de hambre. Entonces un hombre de Belén de Judá emigró a la tierra de Moab" (Rut 1:1). Lo vemos también al final de la historia de José y Jacob.

Entonces, la paz es vivir confiados de que somos cuidados, no sólo por Dios sino también por las personas que nos rodean, y que nuestras necesidades, de una u otra forma, se pueden cubrir, más allá de mis esfuerzos y de mi control. Es estar tranquilo con lo que vaya a pasar con mi vida, porque tengo un Padre celestial que vela por mí. También es nuestra responsabilidad protegernos de entornos que nos puedan quitar la paz, no exponernos de manera demasiado prolongada a ellos. Pero no nos va a dar más paz tratar de esforzarnos en estar tranquilos, por nuestros propios medios. Probablemente, sólo nos traiga más ansiedad. A menos que al mismo tiempo, tratemos de apoyarnos en otros y de buscar nuevas experiencias donde nuestras vidas puedan estar seguras, más allá de que en el día a día pasemos por ámbitos que no lo sean. Y, dice Pablo, la paz de Dios va a crecer en nosotros.

Que el Dios de paz nos ayude a entender y sentir que nuestra vida le importa, y que vela con mucho gusto por nuestras necesidades, dispuesto a recibirnos también cuando nosotros no lo creemos así, para que podamos encontrar verdadera tranquilidad en la vida y sentirnos seguros y cuidados. ¡Amén!

Hasta que volvamos a encontrarnos.