sábado, 24 de diciembre de 2016

Navidad: el Dios íntimo

Hola a todos. El significado de la celebración de Navidad es múltiple. Cada creyente tiene su propia vivencia, experiencia y por lo tanto significado de lo que el nacimiento de Jesús representa. Y hasta puede cambiar con el paso del tiempo.

Desde el punto de vista de los hechos, celebramos la llegada de Jesús a este mundo. Dios se dio a conocer a los seres humanos de una manera totalmente nueva: en la forma de otro ser humano.

Pero esta Navidad, un pensamiento especial cruzó mi mente. De todas las posibilidades humanas que podía elegir, Dios eligió la más íntima para darse a conocer: un niño. Dios no eligió mostrarse como un rey guerrero y poderoso descendiendo del cielo, ni como un anciano sabio y venerable surgiendo de pronto desde las montañas. Eligió darse a conocer como un niño, frágil y vulnerable.

Creo que justamente, al elegir nacer en este mundo, y no simplemente manifestarse como un ser humano ya adulto, Dios estaba también invitándonos a tener una relación de intimidad con él, mostrándonos que él mismo, el creador de todo el universo, es un Dios íntimo. La realidad es que nuestra vitalidad, nuestra paz interior y nuestra felicidad requieren que nosotros desarrollemos una intimidad cada vez mayor con Dios.

Los niños tienen total intimidad con su madre. El momento más cómodo y seguro para todo bebé es en los brazos de su madre. Hay tres cosas que creo que hacen tan fuerte esa intimidad: la cercanía, la vulnerabilidad y la dependencia. Quiero invitarlos en esta tarde a reflexionar en estas tres caras de la intimidad.

La cercanía tiene que ver con el tiempo. El niño, en sus primeros años, pasa casi todo su tiempo en compañía de su madre. Para tener mayor intimidad con Dios, necesitamos dedicarle tiempo a estar en su presencia, en su compañía. Esto no quiere decir que tengamos que pasar todo el tiempo orando, leyendo la biblia o participando en actividades de la iglesia. Pero si quiero tener una mayor intimidad con Dios, necesito invertir parte de mi tiempo en él. Es cierto que puedo orar en cualquier lugar y momento, pero necesito poder hacerlo también en la quietud, cuando no estoy haciendo ninguna otra cosa sino hablar con él. Puedo leer la biblia mientras viajo a otra parte, pero también necesito concentrarme y leer tranquilo, con el corazón. Puedo escuchar prédicas de otros y pedir a otros que me enseñen, pero yo también necesito explorar a Dios personalmente si quiero tener intimidad con él.

La vulnerabilidad tiene que ver con ser sinceros. El niño llora cada vez que quiere o siente algo, se ríe despreocupadamente cuando algo le da placer o alegría, y grita con fuerza si algo le molesta o no le gusta. Por supuesto que a medida que crecemos, aprendemos formas más eficaces de comunicar lo que pensamos y sentimos y de expresar nuestras necesidades y emociones, pero a veces perdemos esa espontaneidad que un niño tiene para hacerlo. Nos vamos poniendo filtros (por lo general a causa de cómo el entorno nos trata de acuerdo a lo que pensemos, sintamos, queramos, etc.) y podemos perder nuestra capacidad de ser transparentes y sinceros. Pero si queremos tener intimidad con Dios, necesitamos entender que con él no necesitamos tener filtros. Él nos acepta, nos ama y nos valora sin importar lo que nos pase por dentro. Él quiere escuchar lo que realmente pensamos, sentimos y queremos, aunque a nosotros nos parezca incorrecto, ofensivo o despreciable. Quiere conocer nuestros miedos, enojos, tristezas, alegrías, sueños, ideas, pasiones. Quiere escucharnos hablar de ellos. La intimidad con él tiene que ver con que lo hagamos parte de nuestro mundo, pero de nuestro verdadero mundo, el que día a día habitamos.

La dependencia tiene que ver con la confianza. Un bebé ni siquiera se pregunta si mamá es confiable. Simplemente siete total tranquilidad cuando está en sus brazos. Nosotros no siempre podemos esperar que esto sea así con Dios todo el tiempo, porque nuestra confianza sube y baja según muchos factores, pero sí podemos poner a prueba la confiabilidad de nuestro Dios. El Salmo 34:8 dice "prueben y vean que el Señor es bueno". A veces, todo lo que hace falta es hacer una mirada hacia atrás y esforzarnos en ver las cosas que él hizo por mí últimamente. Detenernos a pensar en las cosas que se resolvieron y que no dependían tanto de nosotros, las cosas que recibimos y que no perdimos, y demás. A veces necesitamos conocer las promesas y enseñanzas de Dios (o volver a encontrarnos con ellas). Otras veces, simplemente, cuando vamos a enfrentar una decisión que nunca enfrentamos, necesitamos dar un salto de fe. Pero si queremos tener mayor intimidad con Dios, necesitamos dar nuevos pasos hacia una mayor dependencia.

Para alentarnos a la cercanía, Dios se hizo hombre, y habitó junto a nosotros como uno más de los nuestros; para la vulnerabilidad, Dios vino a este mundo tal como estaba, en un tiempo de opresión y dolor para su pueblo, para que entendamos que él quiere encontrarse con nosotros en nuestra realidad tal como es; para estimularnos a la dependencia, Dios anunció previamente lo que iba a pasar, lo cumplió al pie de la letra y hasta lo hizo a través de milagros, tal vez queriendo mostranos que si lo que hace falta es crear intimidad, él está dispuesto a desplegar todo el poder necesario.

Para las personas que estuvieron involucradas de una u otra manera en los acontecimientos de Navidad, también fue un momento de intimidad, tanto hacia otros como hacia su interior. Podemos pensar en José y María, todo lo que habrán tenido que atravesar, tanto juntos como individualmente. Todo lo que tuvieron que meditar, procesar, aprender y descubrir. Lo mismo podemos pensar de los pastores, a quienes se les aparecieron nada menos que ángeles, anunciando el cumplimiento de profecías que se les habían hecho a los abuelos de los abuelos de sus abuelos.

La intimidad interior está hecha de las mismas tres cosas: tiempo, sinceridad y confianza. Necesitamos pasar tiempo con nosotros mismos, encontrarnos cara a cara con lo que sentimos sobre las cosas, con lo que realmente pensamos, con lo que verdaderamente deseamos, así con lo que no nos gusta, no queremos y no sentimos. Necesitamos estar cerca de nosotros mismos, porque tendemos a distraernos, sumergirnos en la rutina o llenar nuestros huecos con amistades, actividades o recreación; todas cosas muy buenas, pero que sólo están alejándonos de nosotros mismos si no tomamos conciencia. Para ser personas más íntimas, necesitamos detenernos a mirar hacia adentro, hacernos preguntas, conocernos bien a fondo. Y necesitamos desarrollar la confianza en nosotros mismos, aceptarnos con nuestros defectos y limitaciones pero también entender que ellos no nos hacen menos confiables. En realidad, muchas veces es el desconocimiento (o la negación) de nuestros defectos y limitaciones lo que puede hacernos más impredecibles e inseguros. Si nos exploramos a nosotros mismos, podemos conocernos mejor, aceptarnos con sinceridad y animarnos a confiar en nuestras fortalezas sin miedo de nuestras debilidades.

Esta también es la base para ser personas que se relacionan de manera íntima con otros. Si quiero tener vínculos íntimos, tengo que desarrollar mi propia intimidad personal primero. Pero una vez que lo estoy haciendo, también necesito invertir tiempo en las relaciones que quisiera volver más íntimas. Pero no sólo tiempo de diversión o de actividades compartidas, sino tiempo de conocimiento mutuo. Tiempo de hablar y escuchar. Y también necesito poder abrirme con sinceridad, ser vulnerable en esas relaciones. Que las dos personas puedan expresar lo que sienten, piensan y quieren, y ser escuchadas, aceptadas y respetadas, es la base de una relación íntima. Y por supuesto, la confianza mutua es otro pilar. Es lo que hace que podamos estar tranquilos de que esa intimidad de la relación es un espacio seguro. Estas tres cosas se refuerzan mutuamente.

Por supuesto, no alcanza con que yo dedique tiempo, me abra con sinceridad y confíe en la otra persona. Es importante que yo mismo pueda convertirme en una persona que alienta a los demás a la intimidad. ¿Tengo un trato agradable, que hace que las personas quieran pasar tiempo conmigo, estar cerca? ¿Dejo espacio para que los demás elijan cómo y cuándo quieren pasar tiempo conmigo? ¿Escucho con verdadero interés lo que me cuentan los demás, para conocer realmente un poco más acerca de la mente y el corazón del otro? ¿Acepto, respeto y trato de ponerme en el lugar del otro en lugar de tratar de cambiar lo que siente y piensa? ¿Cuido la manera en la que doy mi opinión, teniendo en cuenta con quién estoy hablando y el nivel de seriedad de lo que me cuenta? Estas preguntas tal vez puedan ayudarnos a ser personas que ayudan a que los demás quieran pasar tiempo, ser sinceros y confiar en nosotros.

Dios, de todas las posibilidades que tenía, eligió ser adorado primero como un niño. El mensaje de la Navidad es que Dios, además de ser un Dios enorme, poderoso, amoroso y justo, es un Dios íntimo. Y nosotros, hechos a su imagen, fuimos creados para vivir en intimidad, hacia el interior, hacia los demás y hacia Dios mismo. Cuanto más espacio haya para la intimidad en nuestras vidas, más vamos a desarrollarnos como seres humanos, mejor vamos a vivir y más vamos a poder aprovechar y disfrutar de nuestra vida.

Que el Dios íntimo llene hoy nuestros corazones y nuestros pensamientos, para que esta Navidad sea una invitación a la intimidad, en nuestras iglesias, en nuestras casas y en nuestras vidas. ¡Amén!

Hasta que volvamos a encontrarnos.

lunes, 19 de diciembre de 2016

El fruto del Espíritu 9 - Dominio propio

Hola a todos. Hace bastante tiempo, con algunos meses de interrupción en el medio, empecé una serie de publicaciones sobre un tema del que suele hablarse bastante, no sólo en las iglesias pero especialmente en las iglesias, que es cómo podemos tener vidas que den buenos frutos, y lo relacioné con el fruto del Espíritu. Por lo general, se lo piensa desde el punto de vista de los resultados o de las conductas, pero la idea de esta serie era replantearlo desde el punto de vista del crecimiento de las personas. En otras palabras, la idea es pensar qué es y cómo se desarrolla una vida fructífera.

Empezando en Eclesiastés 3:12-14, había planteado que el plan de Dios para nuestra vida es que tengamos alegría y hagamos el bien; esto sería dar fruto. Tener vidas que podemos disfrutar y que a su vez enriquecen las vidas de los que nos rodean. No hay nada mejor para una persona que esto, según el pasaje. Esto es algo que Dios produce en nosotros, por eso lo asocié con el pasaje de Gálatas 5:22-23, que nos dice que “el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, humildad y dominio propio”. Si damos fruto con estas características, con estos “sabores”, “no hay nada que añadirle ni quitarle”, dice Eclesiastés. El propósito de todo esto es que demos a conocer el carácter de Dios, que quede claro qué clase de Dios es él.

A pesar de que todo esto es fruto del obrar de Dios en nosotros, tenemos la responsabilidad de cuidar y cultivar ese fruto. Muchas veces, por diferentes experiencias que vamos viviendo a lo largo de la vida, este fruto del Espíritu se traba, nuestro árbol no está preparado para dar fruto con todas estas características, y nos quedan algunas de ellas poco desarrolladas. En un árbol real, esto tiene mucho que ver con los nutrientes que la planta recibe o no durante su crecimiento. En nuestras vidas, ocurre exactamente lo mismo. Si no recibimos ciertos nutrientes, no se desarrollan plenamente las características de nuestro fruto. Dios proporciona el crecimiento, pero nosotros somos llamados a ocuparnos de conseguir los nutrientes que nos faltan, y también a darnos esos nutrientes unos a otros.

Un poco de esto se trata la publicación de hoy, la característica más activa del fruto, que es el dominio propio. Creo que es uno de los aspectos del fruto del Espíritu con el que más confusión solemos tener a la hora de desarrollarlo. Empecemos por pensar qué no es el dominio propio. En esto, creo que no tenemos tanta confusión. Sin embargo, es importante aclarar algunas cosas. Dominio propio no es controlar nuestras emociones. Las emociones son reacciones de nuestra mente a las situaciones que se nos presentan, y son automáticas. No es algo que podemos controlar con esfuerzos nuestros. Dominio propio no es tampoco no tener deseos o no perseguir nuestros deseos. Los deseos en sí no tienen por qué ser malos, incluso cuando parecieran ser superficiales o muy personales. Pero entonces, ¿qué es el dominio propio?

Como con la mayoría de las características, la Biblia no nos ofrece una definición directa, pero la palabra griega que usa el texto nos ayuda a hacernos una idea: es la palabra ENKRATEIA, que puede traducirse de manera literal como dominio interior, o también como fuerza interior. Pareciera que apunta a dos cosas al mismo tiempo, por un lado ejercer autoridad sobre nuestra propia vida y persona, y por el otro tener fuerza de voluntad. En otro pasaje, Pablo ilustra esta idea con una metáfora:

"Todos los deportistas se entrenan con mucha disciplina. Ellos lo hacen para obtener un premio que se echa a perder; nosotros, en cambio, por uno que dura para siempre" (1 Corintios 9:25).

Es interesante que la palabra que usa acá para decir que “se entrenan con mucha disciplina” se deriva de la que usa en Gálatas 5 para mencionar el “dominio propio”. Podríamos decir que “los deportistas se dominan a sí mismos” o que “el fruto del Espíritu es entrenarse con disciplina”. En todo caso, ambas ideas apuntan a tener control sobre nuestras conductas, y tener la fuerza interior para empujarnos hacia nuestros objetivos.

+ Dominio propio es tener control sobre nuestra vida, y fuerza de voluntad.

Lo contrario a esto podría ser la impulsividad, y también la pasividad. Las emociones, como decía antes, no son algo que podamos controlar. Yo no puedo controlar si algo me enoja o no (aunque si considero que es un enojo desmedido o ilógico puedo tratar de trabajar en lo que está detrás, para que no se me dispare frente a algo que tal vez no debería), pero sí puedo controlar mis acciones, lo que hago en función de ese enojo. Lo mismo con los miedos, la tristeza, la ansiedad y cualquier otra emoción. Eso es parte de gobernarse a uno mismo, no dejar que las emociones determinen qué hago con el que tengo en frente.

Esto es muy importante, porque creo que en nuestra cultura sufrimos de falta de dominio propio colectivo y crónico. No aprendemos a ver la diferencia entre reacción (la emoción que se nos dispara frente a algo) y respuesta (la acción a través de la cual expresamos esa emoción). Podemos oír frases como “no puedo no enojarme por esto, ¿cómo no le voy a decir de todo?”. Pareciera haber una continuidad directa entre estar enojado y decirle de todo. Sin embargo, dos personas sintiendo exactamente lo mismo pueden hacer cosas opuestas. Esto debería ser suficiente para mostrarnos que no es inevitable hacer determinada acción frente a determinada emoción. No tengo por qué gritar si estoy enojado.

La pasividad, en cambio, tiene que ver con la dificultad para hacer que las cosas pasen, es decir, para llevar a cabo nuestros objetivos o responsabilidades. No hacemos las cosas que tenemos que hacer o que queremos hacer. Generalmente le echamos la culpa a otros por esto, o a las circunstancias externas, como la falta de tiempo. Desde el momento en que empezamos a poder tomar decisiones por nosotros mismos, aunque todavía dependemos de nuestros padres para algunas cosas, somos responsables por la parte que nos toca a nosotros. Si tenemos que estudiar, somos nosotros los que tenemos que disponer el tiempo y ordenar nuestras prioridades para que así suceda. Si nos gustaría tener más tiempo para dedicarle a nuestras amistades o vínculos en general, somos los únicos que podemos lograr que eso pase.

La pregunta entonces es, ¿por qué puede ser que nos cueste esto? ¿Qué trabas tenemos para gobernarnos a nosotros mismos, y para tener fuerza de voluntad? ¿De dónde vienen nuestras dificultades con el dominio propio?

Creo que acá tenemos que tener cuidado de no caer en una simplificación circular: “nos cuesta tener dominio propio porque no tenemos suficiente fuerza de voluntad”, o “nos cuesta tener dominio propio porque somos irresponsables”. Ser irresponsable y no tener suficiente fuerza de voluntad es un sinónimo para decir “no tengo suficiente dominio propio”. Entonces, lo que estaríamos diciendo sería “me falta dominio propio porque me falta dominio propio”. Este es el error que muchas veces se comete en las iglesias, y también en la vida personal. Muchas personas no pueden salir de su estancamiento en la pasividad, o no pueden dejar de ser impulsivos, porque simplemente tratan de esforzarse más. Si mi problema es con el dominio propio, esforzarme más no va a funcionar, porque no estoy encontrando cuál es el problema que está detrás.

La principal raíz del problema del dominio propio es falta de aceptación. Desde chicos, o tal vez siendo ya un poco más grandes, fuimos sistemáticamente rechazados por determinadas cosas, ya sea por decir que no, por hacer lo que nos gusta, por tener determinados intereses, por ser de tal o cual manera, o por sentirnos de determinada manera. El dolor o incluso la culpa o el miedo que sentimos por eso está tan grabado en nosotros que tenemos esas áreas de nuestra vida bloqueadas, como “confiscadas”, no nos pertenecen. En el fondo, es como si le pertenecieran a esas personas que nos rechazaron o de alguna otra manera no nos aceptaron en esas áreas.

Sin embargo, a veces son cosas que realmente nos gustan, nos dan placer o nos hacen bien, o necesidades reales que tenemos. No es que las dejamos de hacer, sino que están fuera de control. Están fuera de nuestro control. Tal vez tenemos problemas para manejar nuestro enojo, se nos va de las manos, tenemos estallidos de ira que sentimos que no podemos controlar. Tal vez siento que no tengo dominio sobre mi tiempo, por algún motivo nunca me alcanza para equilibrar bien mis obligaciones con hacer lo que me gusta. Tal vez tengo algún hábito que se escapa a mi control, y que por mucho que me esfuerzo no logro dominarlo. Se volvió una adicción, y siento que ni siquiera soy yo el que lo hace, porque si fuera por mí no lo haría más. Tal vez siempre termino dejándome convencer por los demás cuando tengo que decidir qué quiero hacer el fin de semana, o cómo quiero pasar mi tiempo libre. Tal vez me siento ridículo por querer arreglarme y ponerme lindo, o por querer expresar lo que siento, o por tener determinada opinión política (o por no tener una opinión política formada), o por el tipo de películas que me interesan (o porque no me interesan las películas). Entonces, no me arreglo, o lo hago a escondidas; no expreso lo que siento; no participo en las conversaciones sobre temas de política, o me sumo a la opinión que tenga la mayoría; o termino mirando películas que en realidad no me interesan para sentir que no soy tan ridículo, o para que los demás no me vean así.

En cuanto a las reacciones y respuestas, puede ser que no hayamos desarrollado límites propios en algún área de nuestra vida. Somos dueños de nuestras acciones y responsables por sus consecuencias. Si otros decidieron siempre por nosotros, o si siempre nos cubrieron para que no sufriéramos por nuestras malas decisiones, es probable que no hayamos aprendido a hacernos cargo de las cosas. Es por eso que muchas veces solemos culpar a otros por nuestras malas decisiones o que a veces somos muy indecisos. No sabemos qué hacer en determinadas áreas porque nunca tuvimos que decidirlo nosotros. Tal vez no sabemos realmente lo que nos gusta, o no sabemos cómo organizar nuestro tiempo, o qué comprarnos, o incluso qué ropa ponernos. Puede ser que tengamos esta indecisión en cosas muy cotidianas. Además, puede que nos sintamos ridículos por ser tan indecisos, porque eso fue lo que siempre nos dijeron.

Tal vez tampoco nos enseñaron a esperar por lo que queremos. Nadie nos dijo que para comer el postre teníamos que comer primero la comida. Nos daban siempre el postre igual. Nos acostumbramos a tener todo en el momento que lo pedimos, entonces hacemos las cosas sin pensar, para satisfacer nuestros deseos ahora. Quiero resaltar que no son nuestros deseos los que necesariamente están mal, sino que no tienen forma; no están moldeados según parámetros sanos, sino que están fuera de control. Quiero todo, lo quiero ahora y lo trato de obtener ahora. No aprendimos a posponer las cosas para lograr un objetivo.

La lista de problemas y sus motivos podría seguir, pero a esta altura tal vez alguno se esté preguntando, ¿cómo se hace para revertir todo eso? ¿Cómo puedo desarrollar más dominio propio, si la fuerza de voluntad es justamente lo que me falta?

Justamente, lo primero que necesitamos es dejar de esforzarnos y empezar a aceptar. Tengo que aceptar que me falta dominio propio para poder empezar a construirlo. Y para eso tengo que entender que está bien si no sé controlarme. Estoy fuera de control, y Dios me sigue amando y recibiendo. Si quiero empezar a tener más control sobre mi vida, primero necesito dejar entrar la gracia de Dios, que me dice que no es por las conductas correctas, adecuadas y equilibradas que Dios me recibe, sino que él me recibe por medio de Cristo, sin que yo lo merezca. Si tengo una adicción horrible, Dios todavía me ama. Si tengo estallidos de ira, Dios todavía me ama. Si soy irresponsable y ni siquiera dedico tiempo a orar y tener intimidad con Dios, él todavía me ama. Si me dejo llevar siempre por lo que dicen o piensan los demás, Dios todavía me ama. Mientras no pueda aceptar esto, relajarme con el esfuerzo y empezar por aceptarme a mí mismo, no puedo desarrollar más dominio propio. Porque el dominio propio tiene que ver con nuestro desempeño en la vida, y nuestro desempeño depende de nuestra seguridad como personas. Y nuestra seguridad como personas depende de saber que somos amados y aceptados.

Obviamente, como en todas las demás características del fruto, necesito relacionarme con personas que me acepten así también. Necesito poder confesar que estoy fuera de control y ser aceptado así. Necesito poder decirle a otro que no sé controlar mis respuestas, que soy indeciso o que no logro controlar mis deseos.

Otra herramienta que tenemos, que la Biblia misma nos ofrece, es la palabra “no”. Aprender a decir "no" es muy importante. Tenemos que recuperar el control de nuestra vida, y a veces para eso tenemos que empezar a establecer límites: esto no me gusta, esto sí me gusta; esto no lo quiero, esto sí lo quiero. Si tenemos personas que nos apoyen en esto, va a ser mucho más fácil. Pero es muy importante que podamos hacerlo.

Y finalmente, necesitamos animarnos a equivocarnos y someternos a las consecuencias de nuestras decisiones o de nuestra indecisión. Necesitamos dejar de depender de otros (y tener que pagar también por los errores de otros) y hacer nuestra propia experiencia, y aprender de nuestros propios errores. Cosechar lo que nosotros mismos sembramos, y preguntarnos si es eso lo que queremos cosechar para saber si estamos sembrando lo que deberíamos. Para esto, es útil también tener a quién rendirle cuentas por lo que hacemos con nuestro tiempo y con nuestra vida, un amigo, familiar, pareja, consejero o lo que fuera que nos entienda, que nos apoye y nos ayude a enfrentar las consecuencias sin librarnos de ellas.

Entonces, el dominio propio es la capacidad de hacernos cargo de nuestra vida, y la fuerza interior para lograrlo. Muchas veces no la desarrollamos porque hay áreas de nuestra vida que no fueron aceptadas, nunca aprendimos a canalizarlas adecuadamente, y por lo tanto están fuera de control. Otras veces no aprendimos a decir que no a los demás, y otras personas decidieron sobre nosotros, o a nosotros mismos, y nuestros deseos y emociones terminaron dominándonos a nosotros. Si queremos recuperar nuestro dominio propio, necesitamos recibir esa aceptación que no recibimos, empezar a enfrentar nosotros mismos nuestras decisiones, animarnos a equivocarnos y pagar las consecuencias, con el apoyo de personas que nos acepten y se queden a nuestro lado a lo largo del camino.

Que el Dios de poder y autoridad nos ayude a desarrollar nuestro control sobre nuestra propia vida y nuestra fuerza de voluntad, para que su voluntad se cumpla en nosotros y demos mucho buen fruto. ¡Amén!

Hasta que volvamos a encontrarnos.

Algunos libros de referencia:
- Henry Cloud, Cambios necesarios, Editorial Vida (2010).
- Henry Cloud, Cambios que sanan, Editorial Vida (2003).
- Henry Cloud y John Townsend, Límites, Editorial Vida (2006).
- Henry Cloud, Integridad, Editorial Vida (2008).
- Timothy Keller, Gálatas para ti, Poiema Publicaciones (2014).