sábado, 24 de enero de 2015

Eclesiastés 6 - Disfrutar la trascendencia (parte 2)

"Nada hay mejor para el hombre que comer y beber, y llegar a disfrutar de sus afanes. He visto que también esto proviene de Dios, porque ¿quién puede comer y alegrarse si no es por Dios? En realidad, Dios da sabiduría, conocimientos y alegría a quien es de su agrado; en cambio, al pecador le impone la tarea de acumular más y más, para luego dárselo todo a quien es de su agrado. Y también esto es absurdo; ¡es correr tras el viento!"
Eclesiastés 2:24-26

Hola a todos. Tengo que hacer un importante anuncio: ésta es la publicación número 100. Yo mismo no puedo creer que haya habido tantas publicaciones en este blog desde que lo empecé, cinco años atrás. Más de cinco años, en realidad. Y como celebración de las cien publicaciones, creo que es una coincidencia interesante que haya quedado éste como tema de la reflexión. La verdad es que no lo planeé. Venía pensando en qué iba a hacer para la centésima publicación, pero al parecer, el Espíritu Santo me ganó de mano. Suele pasar.

En la reflexión pasada hablé sobre la trascendencia, y dije que no se trata nada más de la vida después de la muerte, sino que podemos pensarla como una moneda de dos caras: por un lado, eso que queda en este mundo cuando yo me vaya; por otro lado, esos aspectos de la vida que están por fuera y por encima del día a día. Así y todo, la trascendencia, tal como quiero plantearla acá, forma parte del día a día. Porque pensar en la trascendencia de nuestras decisiones y actividades diarias les da un sentido, y las integra a todas entre sí. Digamos que pensar de manera trascendente nos vuelve más integrales a nosotros, menos divididos en nuestro interior entre diferentes piezas de un rompecabezas aparentemente caótico.

Pero el punto es que trabajar para la trascendencia a veces parecería no tener sentido, porque yo no sé que va a hacer mi próxima generación con lo que yo le aporte al mundo. Entonces, la vez pasada planteé que eso sólo pasa si lo pienso desde el lado del resultado. Pero si lo pienso desde el proceso, tal vez pueda encontrar la ganancia en el acto mismo de trabajar para construir ese legado. Y el legado es todo, absolutamente todo lo que hacemos: trabajo, estudio, hobby, relaciones interpersonales, formas de pensar, etc. Todo lo que nos hace ser quienes somos forma parte de lo que le dejamos al mundo. Y en este punto es donde está la clave para entender cómo podemos disfrutar de la trascendencia.

El pasaje de Eclesiastés nos plantea que "nada hay mejor para el hombre que comer y beber, y llegar a disfrutar" (2:24). Y dice que esto, disfrutar, "también proviene de Dios". Al leer esto uno podría pensar que proviene de Dios porque ahora, en el presente, Dios me da esas cosas, y me da esos "afanes" de los que habla el pasaje. Sin embargo, quiero proponer una idea distinta: Dios nos da esas cosas desde la creación misma del mundo. Dios creó todo para que fuera disfrutado o disfrutable. La palabra Edén nos lo comprueba, porque precisamente, ese es el significado: placer, dicha, disfrute. Entonces, cuando el Génesis dice que "Dios el Señor plantó un huerto en Edén, al oriente, y allí puso al hombre que había formado" (Génesis 2:8)*, lo que está diciendo es que Dios puso al hombre en ese huerto en un estado de placer, de dicha y de disfrute. La pregunta que podemos hacernos es: entonces, ¿qué es disfrutar?

Haciendo un juego de palabras en español, aunque por lo que vi en hebreo podría llegarse a esta conclusión haciendo un pequeño análisis semántico, podemos pensarlo de esta manera: dis-frutar es sacar fruto. Y el fruto tiene dos efectos por lo menos. Uno, generarnos placer al comerlo; otro, dar semilla para sembrar y seguir desarrollando la especie.

El primer efecto, el de generar placer, se relaciona directamente con el estado de Edén, el estado de dicha de la creación. O para decirlo más claramente: fuimos creados en una situación de dicha, de placer, de plenitud, de abundancia. En una situación de vida abundante, podríamos decir, pensando en lo que dijo Jesús acerca de su misión (Juan 10:10). Entonces, la dicha aparece asociada a una actividad creadora y creativa. A Dios le da placer crear lo que crea, y por lo tanto, esa creación está impregnada de placer, tiene una esencia placentera. No sé si les pasó alguna vez, pero estoy seguro de que sí: cuando mi actividad está creando algo, me da dicha. Creando lo que sea; no lo piensen desde el lado del arte, solamente, sino desde un proyecto personal cualquiera, incluso si es un hobby. No tengo hijos, pero todos los padres que conozco me hablan de lo lindo que es traer una vida al mundo; participar en la creación de otra persona.

Eso es crear, en un sentido amplio: darle vida a algo que no estaba integrado antes, generando en otra persona cosas nuevas. Es lo que pasa, por ejemplo, en una relación de pareja. Dos personas que no se conocían en algún momento, se van integrando hasta darle vida a una cosa nueva que antes no existía, que es esa relación. Eventualmente, eso puede llevar al punto máximo en el que generan las condiciones para la creación de una vida nueva, literalmente.

Esto me lleva otra vez a la cuestión de los límites, de la que ya hablé en otra oportunidad. Los límites son como las reglas del juego, las leyes espirituales "objetivas", podría decir. Dios creó el mundo, y por lo tanto es el único que realmente sabe cómo funciona. Cuando nos pone límites, simplemente nos está diciendo cómo funcionan las cosas. Si no me gusta o no estoy de acuerdo, está bien, pero tengo que saber que hay consecuencias por no seguir esas indicaciones. No son castigos, sino consecuencias. Por eso se nos marcan los límites. Si quiero tomar agua fría y la expongo al fuego de una hornalla, se va a calentar, me guste o no me guste. Lo mismo pasa con las leyes espirituales.

El problema de la caída del ser humano, es decir, de su expulsión del Edén (sí, fuimos expulsados del estado de dicha y placer, por eso en el estado en que están hoy las cosas nunca vivimos en dicha absoluta), es que quisimos ser los dioses de nuestro propio mundo, ser nosotros quienes definiéramos qué estaba bien y qué estaba mal, pero nos olvidamos que eso no está en nuestra esfera de capacidades. No somos los creadores, y por lo tanto no podemos cambiar el funcionamiento estructural del mundo. Es como querer cambiar el funcionamiento de una heladera. No se puede, funciona así. Puedo modificarla, si soy ingeniero, pero no puedo cambiar lo que depende de las leyes de la naturaleza. Las leyes espirituales también son leyes de la naturaleza.

Y ese, el querer ser dioses, el querer determinar qué estaba bien y qué estaba mal, era el único fruto del que se nos prohibió comer. Podíamos comer de todos los demás. Podíamos tomar decisiones propias, libres, autónomas en cualquier otro aspecto, pero fuimos a meternos con esa única cuestión que Dios nos advirtió que no tocáramos. Ese era el único límite que tenía el disfrute, en el sentido de placer, que había en el Edén.

Lo que quiero remarcar con esto es que existen límites sanos objetivos y Dios los conoce, y nos los marca. Pero dentro de esos límites, la cancha es enorme, y todo lo que está ahí está para generarnos placer. Lo que me resulta placentero nunca puede estar mal si está dentro de los límites sanos. Porque Dios mismo fue el que creó el placer. Eso es lo que nos dice la biblia misma, en el pasaje de Eclesiastés.

Entonces, todo lo placentero fue creado para que participemos de ello y encontremos dicha. No hay nada mejor que esto, según el pasaje. O sea, no solamente está permitido lo que nos genera placer, sino que es lo que Dios tiene en mente. ¡El plan original de Dios es que vivamos una vida de placer!

Creo que ya pueden ver por dónde viene la mano con este tema. Si vamos a trabajar y esforzarnos para la trascendencia y el resultado no depende de nosotros, al menos tenemos que intentar encontrar el máximo placer posible en el proceso. Hacer que ese proceso valga la pena. A veces tenemos que hacer trabajos que no nos resultan en sí placenteros, pero es importante entonces complementarlo con otras actividades que sí nos resulten placenteras. A veces vivimos situaciones que son desagradables, y llegan esos días en que decimos "«No encuentro en ellos placer alguno»" (Eclesiastés 12:1). Pero es importante que complementemos eso con otras situaciones o elementos que sí nos generen placer, como amistades, pareja, hobbies, etc.

Por supuesto, la clave principal del disfrute en el sentido del placer es una relación con Dios, y sobre todo, el reconocimiento de que Dios es nuestro dios, y no nosotros mismos, porque eso es lo que quebró el disfrute, la dicha, en primer lugar. Eso nos va a llevar a respetar otra vez los límites sanos que Dios nos pone y encontrarnos con un territorio inmenso lleno de oportunidades para experimentar placer sin apartarnos del plan de Dios, y eso nos lleva inevitablemente a un mayor nivel de felicidad. Y lo digo en serio.

La próxima vez voy a hablar del segundo sentido del disfrute, y después vamos a ver cómo se integra todo esto con la trascendencia, los procesos y los límites. Espero que esta reflexión haya sido útil. Aprovecho para saludar especialmente a todos los que siguen este blog, y a todos los que me hacen comentarios, ya sea acá (que son muy pocos) o en persona. Con que una sola persona me exprese que este blog le aporta algo, ya considero que es un esfuerzo digno de ser realizado. Da la "casualidad" que eso se relaciona con lo que voy a publicar la próxima vez.

Hasta que volvamos a encontrarnos.

*Transcribí este pasaje en la traducción Reina Valera Contemporánea, porque me pareció más ajustada al texto hebreo, según lo que pude encontrar.

lunes, 12 de enero de 2015

Eclesiastés 6 - Disfrutar la trascendencia (parte 1)

"Aborrecí también el haberme afanado tanto en esta vida, pues el fruto de tanto afán tendría que dejárselo a mi sucesor, y ¿quién sabe si éste sería sabio o necio? Sin embargo, se adueñaría de todo lo que con tantos afanes y sabiduría logré hacer en esta vida. ¡Y también esto es absurdo!
Volví a sentirme descorazonado por haberme afanado tanto en esta vida, pues hay quienes ponen a trabajar su sabiduría y sus conocimientos y experiencia, para luego entregarle todos sus bienes a quien jamás movió un dedo. ¡Y también esto es absurdo, y un mal enorme! Pues, ¿qué gana el hombre con todos sus esfuerzos y con tanto preocuparse y afanarse bajo el sol? Todos sus días están plagados de sufrimiento y tareas frustrantes, y ni siquiera de noche descansa su mente. ¡Y también esto es absurdo!
Nada hay mejor para el hombre que comer y beber, y llegar a disfrutar de sus afanes. He visto que también esto proviene de Dios".
Eclesiastés 2:18-24

Hola a todos. Pasó mucho tiempo desde la última publicación, pero pienso que alguno más o menos recordará de qué veníamos hablando. Quiero destacar que esto no es un estudio del libro de Eclesiastés, sino que son enseñanzas que me dejaron las experiencias de este año que pasó, y que tienen un correlato interesante con cosas que encontré en Eclesiastés. De alguna manera, el texto bíblico actúa acá dándole forma y sentido a todas esas experiencias que viví que en algún punto se salían de mis esquemas y estructuras, y por lo tanto me costaba entender o explicarme.

Hablé de la zona gris, ese momento de la vida donde muchas certezas que teníamos se van desdibujando o se vuelven borrosas. Hablé de la vida a todo color, donde la experiencia de la gama de grises se transforma, por el impacto de una relación viva y fresca con Jesús, en una gama de colores. Hablé de los resultados, que son siempre de Dios, los procesos, que son siempre nuestros, y los límites, que son materia prima para que podamos crear, "pintar", una vida plena, esa vida a todo color que Dios nos propone.

Y ahora quiero hablar de la trascendencia, y del disfrute. Es un tema largo, así que me vi obligado a dividirlo en al menos dos partes. En el transcurso de los últimos años, más y más me doy cuenta de que todo lo que hacemos cobra más relevancia si lo pensamos hacia adelante, si pensamos en el impacto que va a tener en nuestro futuro, o incluso más, en las futuras generaciones, nuestras o de nuestra sociedad. A algunos tal vez les parezca muy extraño esto, pero en algún momento de nuestra vida, pienso que todos nos cruzamos con este dilema. A eso le llamo trascendencia: al efecto posible que nuestras decisiones tengan en aquellos que van a quedarse en este mundo cuando nosotros nos hayamos ido. Y tiene un segundo significado, que tiene que ver con la parte de la existencia que está por fuera y por encima de la existencia terrenal, por llamarlo de algún modo, la eternidad.

No quiero ponerme demasiado filosófico, pero quiero invitarlos a que piensen en la eternidad no como la vida después de la muerte, sino como otro nivel de la vida. Si pensamos la vida como un edificio, digamos que la eternidad es el plano del edificio, que es lo único que permanece, por ejemplo, si el edificio se derrumba. El que conoce el plano, conoce el edificio. El que mira el plano, aprende más sobre el edificio. Si entro a un edificio, sólo veo la planta baja, pero si miro el plano veo todo el edificio al mismo tiempo.

Entonces, el pasaje nos plantea mucho de esto. Nuestro trabajo, nuestro esfuerzo, todo lo que hacemos cobra sentido si lo hacemos pensando en la trascendencia, eso es algo que cualquiera podría darse cuenta sólo con pensarlo un poco. Si mi esfuerzo, mi afán, mi actividad, tienen un valor de trascendencia, de legado para las próximas generaciones, valen la pena. Es la famosa idea de dejar el mundo mejor que como lo encontré, aunque sea en algo chico.

Esto tiene que ver con toda mi obra, no sólo con mi trabajo y mi estudio. Tiene que ver con el trato con las personas, con la transmisión de los valores que sostengo, las formas de pensar, las experiencias, en fin, cualquier actividad constructiva en el sentido que sea. Pero el problema que nos plantea el pasaje, y la vida misma, es que no conozco a mi próxima generación. Entonces, "¿quién sabe si éste sería sabio o necio?" (2:19). El gran tema para Salomón es que, aun si él se esforzara por dejar un legado vasto y bien construido, nada le garantizaría que su sucesor cuidara bien ese legado y le diera buen uso.

Es ahí donde interviene, por supuesto, una buena crianza de nuestros hijos, o de la próxima generación en conjunto, con valores que apunten a darle buen uso a lo que recibimos de nuestros predecesores. Es lo que nos dice Deuteronomio 6:6-7, "grábate en el corazón estas palabras que hoy te mando. Incúlcaselas continuamente a tus hijos. Háblales de ellas cuando estés en tu casa y cuando vayas por el camino, cuando te acuestes y cuando te levantes".

Pero incluso si me afano en educar a mis hijos lo mejor que puedo, no puedo (ni debería intentar) controlar su personalidad. Salomón se sintió descorazonado por esto, porque como dice el pasaje, afanarse y poner a trabajar todos nuestros recursos para darle un buen legado a alguien que después no mueve un dedo para aprovecharlo, o para expandirlo, es "un mal enorme". Casi podríamos decir que es un desperdicio de recursos.

Y ahí volvemos al punto de la reflexión pasada: el tema de pensar desde el punto de vista del resultado. En términos de resultado, el trabajo y la preocupación por la trascendencia pueden no traernos ninguna ganancia. Porque en última instancia, el resultado no depende de nosotros. No manejamos casi para nada las circunstancias ni las condiciones que al final determinan el resultado. Sólo las tenemos ahí alrededor nuestro como marco, como contexto a partir del cual trabajamos y construimos, y que es siempre limitado.

Pero al movernos dentro de ese contexto, al jugar con esas condiciones, integrarlas en el proceso, vamos encontrando a Dios, y las pistas que nos da sobre el camino más apropiado para seguir. Al enfocarnos en los procesos, la ganancia no está al final, sino en la marcha, en el día a día. Y es ahí donde a fin de cuentas, la trascendencia no tiene que ver con lo que viene nada más, sino que es algo cotidiano. Es mirar el plano del edificio mientras lo voy recorriendo. Por eso Jesús, al enseñar a sus discípulos a orar, dijo "venga tu reino" (Mateo 6:10).

De alguna manera, la vida nos plantea el interrogante: "¿qué gana el hombre con todos sus esfuerzos y con tanto preocuparse y afanarse bajo el sol?" (2:22). Y una posible respuesta, la que encontré en mi propia experiencia, es: gana lo que el camino mismo me va dando, aquello que voy cosechando mientras me esfuerzo, y no al final. Así, el resultado puede ser provechoso o infructífero, pero da igual, porque aproveché al máximo el proceso.

Y esto tiene que ver con la idea de disfrutar. El pasaje dice que lo mejor que puede hacer el hombre, o que le puede pasar, es "comer y beber, y llegar a disfrutar" (2:24). En medio de la vorágine de la vida, esto que parece algo obvio no es tan fácil ni nos viene dado así nomás. Creo que el desafío que nos plantea Dios al pensar en la trascendencia es el de disfrutar de la trascendencia, de ese proceso cotidiano de trabajar para dejar el mundo mejor que como lo encontré. Sólo si lo hago con ese propósito voy a encontrar el color en mi esfuerzo, pero la pregunta es: ¿cómo? De eso voy a hablar en la segunda parte.

Hasta que volvamos a encontrarnos.