miércoles, 31 de marzo de 2010

Interludio - el remedio

Hola a todos. Como verán, esta es una publicación especial, fuera de tema. Dadas las circunstancias y aprovechando el momento decidí interrumpir momentáneamente el análisis de la carta a los romanos para reflexionar un momento acerca de la fecha en la que estamos. Bienvenidos a todos los que estén leyendo este blog por primera vez, y espero que les sirva la reflexión. Y presten atención y tengan cuidado, porque lo que están por leer puede llegar a cambiar sus vidas.

Texto: Juan 15:9-15

La sociedad en la que vivimos está gravemente enferma. Tiene una enfermedad terminal que a simple vista parecería incurable. Tiene fiebre alta y manifiesta ya todos los síntomas posibles, y sus propias defensas ya llegaron a su límite. Ya no hay mucho que pueda hacer por sí misma. Un panorama nada alentador. No es que no se le hayan aplicado remedios, pero ninguno es muy útil. Todos los remedios fabricados en la tierra no fueron suficientes: ciencia, para ampliar el conocimiento y permitirle superar sus propios obstáculos y limitaciones y para ampliar sus defensas, tecnología, para suplantar aquellas cosas que quedaron debilitadas por el avance de la enfermedad y para mejorar la forma en que la sociedad actúa y se mueve, revoluciones, medidas desesperadas de los órganos mas afectados y dañados por esos síntomas de la enfermedad, incluso religión, para darle algo de esperanza en medio de toda esa desesperación. Todo esto sin éxito.

¿Y entonces qué? ¿Damos a la sociedad por muerta?

La respuesta es no, porque falta probar un remedio. Hace 1977 años, un hombre cambió el mundo. Pero el mundo todavía no lo sabe. Este hombre, anticipándose al desarrollo de esta enfermedad, trajo el único remedio útil. Los órganos de la sociedad lo rechazaron, como si se tratara de un virus. En un principio, casi toda la zona afectada por la enfermedad recibió la medicación. La sociedad era muchísimo más pequeña en ese momento, por lo que el remedio aparentaba ser suficiente para abarcarla entera. Todo parecía indicar que la sociedad se iba a curar.

Pero no fue así. La sociedad creció, y con ella se expandió y se agravó la enfermedad. Fabricaron un placebo (falso remedio que se usa en las pruebas de medicamentos) idéntico en apariencia al remedio que aquel hombre había elaborado, pero lejos de sanarla, empeoró las cosas. Y la sociedad empezó a odiar a su único remedio, cuando en realidad no se daba cuenta de que no era el remedio lo que la perjudicaba, sino el placebo.

Ese remedio es Jesús. Y muchos podrían decirme, momento, ¿no nombraste la religión como parte de las soluciones que resultaron inútiles? De hecho, lo hice. Y ahí está el problema. La religión por sí sola es el placebo del que hablaba recién. Jesús no es religión. Insisto: Jesús NO es religión. Cabe preguntarnos en principio, ¿qué es religión? Por decirlo en forma comprensible y sencilla, es un conjunto de prácticas, ritos y normas morales. Lo revelador de esto es que Jesús no es un conjunto de nada. Jesús es una persona, no una cosa. Podríamos decir, un remedio vivo. Muchas personas confunden al cristianismo como una religión, pero déjenme insistir en que el cristianismo no consiste en una religión, sino en una relación, personal y comunitaria. Una relación con Jesús.

Ahora bien, pensando en esto, ¿qué es lo que se celebra en semana Santa? Muchos pueden responder "la muerte de Jesús", y en cierta manera es una respuesta correcta. Sin embargo, no es exactamente la muerte lo que celebramos. Porque Jesús no era tan sólo un hombre. Si hubiera sido un hombre hubiera sido parte de la sociedad. Pero no habría podido ser jamás el remedio. Entonces, ¿quién era Jesús?

La enfermedad que aqueja a la sociedad no es otra cosa que una consecuencia de haber rechazado a su creador. El mismo que creó el mundo que tenemos, y cuya creación por parte de alguien con gran inteligencia y sabiduría, claramente superior a la nuestra, es innegable. El hombre, es decir, la humanidad como conjunto, eligió su camino. Y su camino se alejaba de Dios. Hoy mismo como humanidad seguimos eligiendo alejarnos de Dios: queremos que deje de involucrarse en las familias, en la educación, en los países, etc. Entonces, podemos decir que desde hace mucho tiempo declaramos nosotros mismos a Dios como nuestro enemigo. Terrible decisión. Y más si pensamos que así como nosotros lo declaramos enemigo, él puede habernos declarado como enemigos a nosotros.

Pero es acá donde entra el pasaje en el que basé mi reflexión. Y la verdad que la primera vez que lo pensé de este modo, y fue hace poco, me maravilló completamente. A pesar de que decidimos ser enemigos de Dios, él no se resignó a volverse también contra nosotros. Aunque lo convertimos en nuestro enemigo, ¡él siguió considerándonos como amigos! ¿Y cómo podemos estar seguros de eso? La situación actual del mundo y de la humanidad parecerían indicar lo contrario. Pero no, porque como ya dijimos, esa situación no es otra cosa que la consecuencia de nuestra propia elección. Dios nos dejó marcharnos, pero mientras tanto pensaba un plan para rescatarnos de la enfermedad.

Y ese plan era Jesús. No olvidemos que Jesús era Dios. Eso es a simple vista un concepto muy difícil de entender, por varios motivos, pero tal vez el más importante sea que Dios mismo, siendo tan poderoso y grande, venga él mismo a la tierra a mezclarse con gente que lo desobedece. Sin embargo, siguiendo con el razonamiento, es lógico pensar que si Dios creó a la sociedad y no se volvió en su contra cuando la sociedad lo declaró enemigo, es porque la sigue queriendo como el primer día. Como un papá y una mamá cuyos hijos se rebelan contra ellos siguen queriéndolos como el primer día. Y como fue la sociedad misma la que decidió alejarse, Dios sabía perfectamente que no iban a tener la intención de acercarse otra vez. Algunos por orgullo, otros por temor, otros por resignación, o quién sabe cuántos otros motivos. Entonces, le quedaba una sola opción: tomar la iniciativa.

En Jesús, Dios tomó la iniciativa de acercarse otra vez al hombre. Vino con una forma que el hombre pudiera distinguir bien: forma de hombre. Así mostró Dios que no está lejos, arriba en las alturas, sino acá, entre nosotros, llamándonos a ser otra vez amigos suyos. Vino para decirnos que sabe todo lo que hicimos como resultado de haberlo desobedecido, que sabe que somos en alguna medida, mayor o menor, responsables de que la sociedad siga enferma y empeore cada día, pero que todo eso no le importa en absoluto. No le interesa que hayamos hecho todo lo contrario a la intención que él tenía al momento de la creación, porque, oh sorpresa, en ese momento él ya sabía todo eso. Pero era necesario que viviéramos esa experiencia para entender que no podemos vivir sin él. Para entender que lo necesitamos para saber cómo crecer como sociedad sana. Vino a restaurar su amistad con nosotros.

Ahora bien, una amistad es ida y vuelta. Las amistades son de a dos. Y él mismo dice que nos sigue queriendo. Dice, "Así como el Padre me ama a mí, también yo los amo a ustedes. No se alejen de mi amor" (15:9). Incluso explica cómo podemos saber eso, diciendo que no hay amor más grande que el que da su vida por sus amigos. Por supuesto, él todavía no había muerto. Sus discípulos probablemente no lo entendieron en ese momento, sino más tarde. Pero, ¿qué espera él a cambio? La respuesta es sencilla. Él sólo espera que volvamos a él. "No se alejen de mi amor". Ante nuestra hostilidad, él solamente dice, vengo para ver si logro que me quieran otra vez, porque yo los sigo queriendo como el primer día. Quiero seguir siendo amigo de ustedes.

Pero nadie puede amar a quien no conoce. Entonces, el primer paso es conocerlo. Abrirle las puertas de nuestra vida para que pueda entrar, y si es posible abrirlas de par en par, porque trae muchos regalos. Trae una vida entera de paz y de alegría. Y por si fuera poco, esa vida dura para siempre.

Entonces, lo que celebramos en semana Santa no es otra cosa que eso. La buena noticia de que Jesús vino a restaurar nuestra amistad con Dios, en primer lugar muriendo en lugar de nosotros, que por ser enemigos de Dios corríamos sin darnos cuenta a la muerte, para mostrar hasta qué punto nos quiere. Pero la parte verdaderamente reveladora de lo que Jesús hizo no es tanto su muerte. Todos mueren. Pero él no solamente murió, sino que resucitó. Y eso es lo que celebramos. Jesús resucitó para que no solamente podamos ser sus amigos, sino que además podamos quedarnos con él por siempre. Porque si resucitó, venció a la muerte. Por lo tanto, vive.

Dios no es un dios lejano e inanimado, sino un Dios vivo y cercano. Una persona. Y tiene el profundo deseo de que seamos amigos de él. Por eso, nos obsequió un remedio para nuestra enfermedad. Miles de personas ya probaron ese remedio y fueron sanadas. Yo soy una de ellas, y funcionó. ¿Están listos para ser sanados? La decisión está en ustedes.

Señor, es el clamor de mi alma que bendigas a todas las personas que ahora leyeron esto. Vos conocés los corazones, sabés cuál es la necesidad de cada uno. Por eso, confiando en tu enorme amor, que mostraste al darnos el remedio para una enfermedad que nosotros mismos causamos dándote la espalda, te pido que abras las mentes y los corazones de cada uno de los que no te conocen, para que puedan ver que vos, Señor, los estás llamando a ser amigos tuyos, y a que puedan conocer quién sos y las maravillas que tenés preparadas para sus vidas. Llenalos ahora, Señor, con tu presencia, para que puedan entender que solamente estás esperando que vuelvan a vos, que te busquen y te conozcan, y así puedan amarte como todos los que te conocemos te amamos. Te lo pido en el nombre de Cristo Jesús, ¡AMÉN!

domingo, 7 de marzo de 2010

Romanos: la fe, la gracia y el amor

Texto: Romanos 1:19-21, 2:17-21, 3:21-27, 4:18-22, 5:18-21, 6:8-14, 7:4-6, 8:35-39.

Hola a todos. Esta publicación, como ya deben haber notado, es diferente. Mi intención es que sea un repaso de todas las demás reflexiones, para ayudarlos a que puedan encontrar y tener bien fresco el hilo conductor que Pablo va siguiendo en esta primera mitad de la carta. Para eso fui yo mismo repasando los pasajes que remarqué como centrales en cada una de las reflexiones anteriores y sacando conclusiones que fueran uniendo y vinculando todos los temas. Sinceramente, me resultó bastante sorprendente y muy intenso, y espero que pueda resultar igual para ustedes. Aprovecho para poner links a las reflexiones anteriores por si les dan ganas de repasar alguna, o algún punto importante de alguna, o tal vez leer una que no leyeron todavía.

Romanos 1 - el evangelio de Dios y las consecuencias de la obstinación 1:19-21
Romanos 2 - el juicio de Dios 2:17-21
Romanos 3 - justificados por fe 3:21-27
Romanos 4 - el ejemplo de Abraham, contra toda esperanza 4:18-22
Romanos 5 - reconciliados por fe 5:18-21
Romanos 6 - de la muerte a la vida 6:8-14
Romanos 7 - libres de la ley 7:4-6
Romanos 8 - el Espíritu de Dios nos hace más que vencedores 8:35-39


Al principio de la reflexión sobre el capítulo 1 había dicho que el tema central de la carta a los Romanos es el evangelio de Dios. A lo largo de las reflexiones esto parece haber quedado opacado por todos los temas y conceptos tan profundos que Pablo va tocando. Sin embargo, si lo miramos más de cerca puede que nos demos cuenta que todos esos temas y conceptos son parte íntegra del evangelio de Dios, e incluso esencial.

Vimos que Jesús es Rey en un doble sentido: según su naturaleza humana, por ser hijo de David, y según su naturaleza divina, por ser Hijo de Dios. Desde su condición de Rey, nos apartó para anunciar su evangelio a las naciones, y no solamente anunciarlo, sino ayudar a los que lo reciben a mantenerse en él. De hecho, Pablo habla de esta tarea como si fuera una deuda, y es que así es. Por la manera en que nosotros recibimos la salvación, tenemos una enorme deuda hacia Dios, una deuda de gratitud, y la saldamos obedeciéndole. Y si él nos apartó y, como vimos en la reflexión anterior, nos eligió, para anunciar su evangelio, eso es parte de esa deuda de gratitud. Pero frente a esta deuda nos encontramos con una barrera que pareciera infranqueable. La sociedad en la que vivimos tiene sus ojos cerrados hacia Dios. Como dice Pablo en 1:19-21, aunque todos lo conocieron, porque por medio de lo creado es claramente visible, no todos lo glorificaron ni lo reconocieron como Dios, sino que creyéndose sabios por sí mismos se cerraron en sus propios razonamientos y se taparon la verdad ellos mismos. Como vimos en esa reflexión, ellos mismos eligieron no creer, y en vez de eso inventaron excusas para no creer. Se obstinaron, y nublaron su propio entendimiento con supuesto "buen juicio".

Por supuesto, eso trajo consecuencias. La "sociedad científica", llena de su "buen juicio" se condenó a sí misma a caer en todas las enfermedades que hoy la aquejan: crímenes, adicciones, violencia en diferentes grados, hambre, injusticia, inseguridad, sufrimiento, desórdenes climáticos, indiferencia, mentiras, corrupción, muerte. La "sociedad de la razón" firmó así su propia sentencia, y Dios mismo, aunque seguramente indignado y entristecido por la elección de la humanidad, los dejó que siguieran su propia voluntad hasta las últimas consecuencias. Por supuesto, no sin llamarla de nuevo a la luz, porque precisamente por medio de nosotros, que anunciamos el evangelio, Dios sigue llamando al hombre a volver a la vida. Pero, ¿quién nos escucha? Tal vez una de las cosas más sorprendentes de nuestra sociedad es que pudiendo elegir, porque PUEDE elegir, entre abrir sus ojos o cerrarlos, entre el amor y la violencia, entre la vida y la muerte, eligió precisamente la oscuridad, la violencia, y la muerte.

Sin embargo, ¿podemos decir que la sociedad realmente puede elegir? Dios, por su parte, le da la posibilidad, por supuesto. Pero las condiciones en que elegimos no son del todo balanceadas, porque tenemos algo que nos juega en contra: nuestra naturaleza pecaminosa. Dijimos que el pecado consiste sencillamente en la desobediencia a Dios, y desde la desobediencia inicial, digamos, el pecado original, el hombre se sumió en la desobediencia. Se declaró a sí mismo independiente de Dios y completamente autónomo. Desde ese momento tenemos una tendencia inevitable a desobedecer a Dios, porque somos esclavos del pecado. Entonces las condiciones en que elegimos de algún modo nos son desfavorables. Y todos nosotros, todos y cada uno de nosotros pasó en algún momento por el estado de desobediencia. Es decir, empezamos nuestra vida en ese estado. Y si somos obedientes hoy, no es porque seamos más inteligentes que el resto y nos hayamos dado cuenta, o porque seamos en realidad buenos y hayamos logrado obedecer a Dios en todo por nuestra propia cuenta. Antes de ser obedientes, nosotros fuimos desobedientes. De esta manera, no podemos tampoco juzgar al resto de las personas. No podemos decir que son de tal o cual manera, que son desobedientes, pecadores o malos. Porque, ¿no estuvimos en la misma situación nosotros? ¡Y ni siquiera salimos de esa situación por nuestra propia cuenta!

Y es que nadie puede abrir sus ojos con obras. Nadie puede hacer nada por sí mismo. De hecho, si dijimos que el problema del hombre es su declaración de independencia hacia Dios, la única solución, el único remedio, es declararnos otra vez dependientes de él. Uno pensaría que el primer paso es entonces pedirle ayuda, entender y mostrarle que sin él no podemos. Pero hay un paso previo. Antes que nada, tenemos que creer. Como dice en 3:21-27, por cumplir la ley nadie puede ser salvo. Podríamos decir, como dice en el capítulo 7, nadie puede cumplir la ley por sí mismo, porque nuestra propia naturaleza nos juega en contra. Necesitamos antes que nada estar con Dios. Y la única manera de lograr eso, es creer. Por eso, Dios nos justifica, es cierto, se olvida de nuestra desobediencia como si nunca hubiera existido. Pero eso no viene por cumplir su ley, sino por creer. Por creer en Jesús. Por creer que él era y es el Hijo de Dios, siendo además Dios encarnado, y que murió precisamente para librarnos de la desobediencia y de sus consecuencias. Es por esta fe que somos justificados por Dios, tomados como si nunca lo hubieramos desobedecido. Esto es lo que significa ser librados del pecado. Ni más ni menos. Por eso todos, absolutamente todos están en condiciones de ser librados del pecado, con tan sólo creer en Cristo. Así, de nada podemos jactarnos, como dice Pablo, porque no fue por cumplir la ley que fuimos perdonados, sino porque Cristo murió para eso. Lo único que hicimos fue creer.

Evidentemente es algo que Pablo quiere dejar bien en claro, porque dedica unos cuantos párrafos a exponer el ejemplo de Abraham, quien por creer no en Jesús, pero sí en las promesas de Dios, fue considerado justo. Y es que al creer en Jesús no hacemos más que creer en las promesas de Dios, porque Jesús mismo, su venida, su muerte y su resurrección, habían sido prometidas. A su vez, Dios nos promete a nosotros tener vida si creemos en él, y eso es una promesa. O sea que al creer en Jesús lo que hacemos es creer en esa promesa, de la misma manera que Abraham creyó en la promesa de su descendencia y de su herencia. Así, podemos considerarnos parte de la descendencia de Abraham, no por la sangre pero si por la promesa, porque aquellos que no son judíos por familia aún así son parte del "Israel espiritual", del que además Pablo habla en el capítulo 9 de Romanos. Pero eso es tema de la próxima reflexión. Por el momento basta con decir que Dios justifica a los que creen en sus promesas, y recién después se pone en práctica la ley. De hecho, en tiempos de Abraham, la ley no existía aún por escrito, porque fue a Moisés a quién Dios le dictó la ley, y él fue posterior a Abraham. Incluso la circuncisión, que fue establecida en tiempos de Abraham, vino después que la ley, porque primero él creyó, y después Dios estableció con él el pacto cuya señal es la circuncisión, como prueba de la fe de Abraham. Todo esto Pablo lo amplia y desarrolla en los siguientes tres capítulos.

Entonces, si por la fe somos justificados, quiere decir que ya no somos culpables de nada. Los errores que de ahí en adelante cometemos no son más que resabios de nuestra vieja naturaleza, pero nuestra mente ya no está en la desobediencia. De hecho, éramos desobedientes por herencia, por causa de la desobediencia inicial (de Adán, digamos). Pero como dice Pablo, si por la caída de uno fuimos constituidos en pecadores, es decir, caímos todos en la desobediencia, por la obediencia de uno solo, Jesús, somos justificados, es decir, convertidos en obedientes. Para esto el único requisito es dejar de estar unidos a Adán para unirnos a Jesús. Por medio de él no solamente somos justificados, sino además reconciliados. Como dice en 1:18, nosotros estabamos bajo la ira. Por estar en estado de desobediencia, éramos enemigos de él. Estabamos contra él. Pero al redimirnos por medio de Cristo y convertirnos en obedientes, nos convierte además en sus amigos. Él mismo lo dijo, "ustedes son mis amigos si hacen lo que yo les mando" (Juan 15:14). Por lo tanto, al estar ahora en estado de obediencia, somos amigos de Dios otra vez. Fuimos reconciliados con él.

Y Pablo insiste, en que esto no fue por obras. No fue gracias a la ley. De hecho, por la ley nadie puede ser obediente, como ya vimos. Aún si quisiéramos cumplir la ley, no podríamos. Nuestro cuerpo era esclavo del pecado, y por lo tanto solamente podíamos obedecer los deseos de nuestro cuerpo, y ya que estamos, de nuestra mente. Pero si nuestra naturaleza es pecaminosa, es decir, desobediente, nuestra mente no puede estar concentrada en otra cosa que en la desobediencia. Por eso, aunque la ley de Dios nos pareciera buena, no podíamos cumplirla, porque nuestro cuerpo estaba regida por otra ley, la ley del pecado, nuestro "acta de independencia". Pero ahora, por medio de la fe nos unimos a Cristo en su muerte, porque precisamente nuestra fe es en que él murió por nosotros. Pero el caso es que Jesús no se quedó muerto, sino que volvió a la vida. Dios lo resucitó. Y si nosotros nos unimos a su muerte, no nos queda más que resucitar también. Entonces, por la fe damos muerte a nuestro cuerpo, nos "circuncidamos" de cuerpo entero (lo cual está simbolizado por el bautismo, pero que es en realidad un cambio en nuestra actitud hacia Dios), y entregamos nuestro cuerpo a Dios para obedecerlo en todo. Nos rendimos ante él, renunciamos a lo que nosotros mismos querríamos. Nos sometemos a él. Y uno diría, ¿pero eso no sería librarse de un amo y pasar a ser esclavos de otro amo? Y la respuesta es, ¡por supuesto! Si como dijimos, los desastres que vivimos en el mundo fueron consecuencia de desobedecer a Dios, ¡con gusto nos sometemos a él!

Y es que de esta manera somos librados del pecado, y de la ley. La ley misma nos tenía atados, porque por conocer la ley conocíamos el pecado, y al conocerlo, éste, que ya estaba habitando en nosotros, cobraba un nuevo poder sobre nosotros. La ley vino precisamente para que fuéramos conscientes de la gravedad de nuestra situación. Pero la ley no puede tener poder sobre alguien que muere. Y nosotros dimos muerte a nuestro propio cuerpo, por lo tanto ya no estamos bajo la ley. Al unirnos a Cristo y resucitar con él, nos unimos a su Espíritu, que no es otro que el Espíritu de Dios, el Espíritu Santo. Y éste nos da un nuevo poder de obediencia, hasta antes desconocido. Por causa del Espíritu de Dios nos convertimos en obedientes definitivos, porque nuestra mente, antes atada a nuestro cuerpo, ahora fue librada de él. Porque nuestro cuerpo no tiene vida propia, sino que es animado por el Espíritu de Dios. Por eso, nuestra vida no puede más que ser para Dios, y nuestra mente no puede más que estar concentrado en él.

Y de esta manera, somos librados de toda condenación. Si por estar en pecado nuestro cuerpo estaba condenado, Cristo pagó la condena por nosotros, y al unirnos a él somos libres de todo cargo. "Por lo tanto, ya no hay ninguna condenación para los que están unidos a Cristo Jesús", dice 8:1, y 8:2 agrega "
pues por medio de él la ley del Espíritu de vida me ha liberado de la ley del pecado y de la muerte". Ya no estamos entonces bajo la ley, sino bajo la gracia, regidos por el Espíritu. Y una vez muertos, por supuesto, ya no podemos volver a morir. Y esto lo sabemos muy bien, y aquellos que ya creímos en Cristo lo experimentamos permanentemente, porque el Espíritu de Dios confirma a nuestro propio espíritu que fue salvado. Que por unirnos a Cristo nos convertimos en hijos de Dios, siendo él "el primógenito entre muchos hermanos" (8:29). Y de esta manera, Dios termina de cumplir su plan redentor, para restaurar a toda la creación al orden que él mismo había establecido desde el principio. Por supuesto, el desenlace todavía esta en marcha, pero podríamos cambiar la perspectiva y decir que ya está en marcha. Y si fuimos resucitados por Dios, y por lo tanto muertos previamente, ya no hay nada que pueda separarnos de esa vida de Dios. No podemos volver a morir. De hecho, el capítulo 5 decía que por causa del pecado vino la muerte. Por lo tanto, si fuimos librados del pecado, también de la muerte. Y entonces... ¿qué cosa nos puede serparar de la gracia de Dios? ¿Qué cosa nos puede separar del amor de Dios, que nos mostró en que aún cuando nosotros éramos sus enemigos declarados él mismo vino en condición semejante a nosotros para morir en la cruz y habilitar así la posibilidad de que fueramos sus amigos otra vez?

Y es que como dice 8:35-39, ya no hay absolutamente nada que nos pueda separar del amor de Cristo. Porque en cualquier circunstancia, en cualquier momento, ante cualquier situación, Dios está de nuestra parte, y si ni siquiera nos negó a su propio Hijo, ¿por qué habría de negarnos cualquier otra cosa? Pasamos por cientos de momentos de debilidad, angustia, problemas, y toda clase de circunstancia adversa. La vida de un cristiano no es una vida sin problemas. Pero tenemos a Dios de nuestro lado, y él nos ayuda a salir, no vencedores, sino MÁS que vencedores, en todo. Por eso siempre nos lleva a encontrar solución para todo, a tener una esperanza que nunca nos defrauda y a agregar siempre un "plus" a la solución del problema. Y aunque fallemos, nos equivoquemos, sigamos teniendo resabios de la desobediencia porque el pecado sigue intentando dominarnos, ya no puede. Porque nada nos puede separar del amor de Dios, nada, absolutamente nada. Nada en toda la creación, ni siquiera la muerte, ni siquiera lo que no se ve. Porque Dios nos libró de toda condenación.

Espero que hayan podido encontrar ese hilo temático en estos primeros 8 capítulos, y estén preparados para lo que sigue. Según pude ir entendiendo a medida que reflexionaba, la fe en Cristo nos da acceso a la gracia de Dios, y por esta gracia recibimos el amor de Dios, del que nada nos puede separar nunca más. Nunca más. Espero también que esta reflexión haya sido de gran bendición para ustedes, y que puedan comprender en profundidad todo lo que Dios hizo por ustedes, para que pudieran ser libres del pecado y de la condenación. Y que entiendan cuánto los ama, y que si ustedes se entregan a él, no importa cuánto fallen, o qué cosa hagan que pueda desagradarle a él, ni nada que les pueda pasar a ustedes, nada de eso los puede separar de Dios, y nada puede hacerles caer de la gracia, porque nada puede quitarles la fe que en sus corazones se confirmó desde el momento en que recibieron al Espíritu Santo. Y si todavía no abrieron sus mentes y sus corazones a esa fe, espero que hayan podido hacerlo a lo largo de esta reflexión, y sentido el poder del Espíritu de Dios llenar sus corazones y librarlos de toda culpa, desesperación o condenación. Bienvenidos a la libertad.

Que Dios, que nos amó hasta dar su vida por nosotros, pueda darles la certeza de que son libres, de que son salvos y de que fueron reconciliados con él por medio de Cristo de una vez y para siempre, y sellados en esta redención con el Espíritu Santo, que los convierte de desobedientes en obedientes eternos. ¡AMEN!

Hasta que volvamos a encontrarnos.